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¿Quiénes son esos?

Venezolanos expulsados de su propio país porque han perdido todas las esperanzas. El éxodo se vuelve brutal, despiadado, como es la naturaleza del poder que los expulsa.

El vuelo rasante de un dron sobre el puente que cruza el río Suchiate, y que une Tecún Umán en Guatemala, con Ciudad Hidalgo en México, nos muestra miles de cabezas apiñadas, compactas, indefinibles. Una masa ansiosa de llegar hasta la frontera con Estados Unidos, una caravana que ha salido desde Honduras y que marcha a pie, dispuesta a recorrer miles de kilómetros.

Otro dron vuela encima del puente sobre el río Táchira que conecta el poblado de San Antonio del Táchira, en Venezuela, con Villa del Rosario, en Colombia. Venezolanos expulsados de su propio país porque han perdido todas las esperanzas. El éxodo se vuelve brutal, despiadado, como es la naturaleza del poder que los expulsa.

Son miles, pero no olvidemos que no se trata de cifras. Hay que transformar en nuestras mentes los números en seres humanos, reclama la novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie en su discurso en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt de este año: “es el momento de preguntar si la cuestión es la inmigración o la inmigración de tipos concretos de personas: musulmanes, negros, morenos”, dice. “Es el momento de replantearnos cómo pensamos los relatos”.

Los relatos de esas vidas, seres que viajan desde los páramos oscuros de la miseria y el desencanto hacia la gran vitrina iluminada de la riqueza y la prosperidad, resguardada por muros de concreto y cercos de alambre de púas.

La filósofa española Adela Cortina demuestra algo que por obvio solemos olvidar: los emigrantes parecerían ser rechazados porque provienen de culturas extrañas, pero eso no es lo fundamental: no se les admite porque son pobres. Aparofobia: la fobia a los pobres. “Lo que nos molesta”, dice, “es la pobreza, no la inmigración”.

“Se habla mucho de xenofobia, de islamofobia, y es verdad que existen. Pero en todos esos casos si traen dinero o algo que parece beneficioso, se les acoge sin remilgos”.

“No obstante, es posible contrarrestar ese rechazo si logramos oponerle la compasión”. También la solidaridad está arraigada en nosotros, y podemos hacerla despertar.

Y la solidaridad no es abstracta. En los poblados mexicanos por donde van pasando los emigrantes los pobres ayudan a los pobres, dándoles lo que pueden, cama, comida, ropa, medicinas. Cariño.

Y también hay rechazo, como en Tijuana, ya al final del viaje. Bastó un video colocado de manera artera en las redes sociales, donde una emigrante hondureña se queja del plato de frijoles recibido en un albergue para que la reacción hostil estalle: “aquí somos pobres, comemos frijoles”, repiten las voces indignadas.

Hay que entrar en las historias individuales, como pide Chimamanda. La mujer se llama Miriam Zelaya y se sumó al éxodo en busca de que en Estados Unidos operaran a su hija de 11 años, que es sordomuda. Viaja en busca de un milagro. “Hemos caminado por todo México y hemos recibido mucha ayuda”, dice llorando. “Tengo todo que agradecerles. Yo he criado a mis hijos con muchos esfuerzos y dándoles frijoles y tortillas”. Ahora está sola. Se ha tenido que marchar del albergue ante el repudio de sus compatriotas.

Pero está a punto de llegar. A lo mejor recibe asilo al otro lado de la frontera tan celosamente guardada. A lo mejor operan a su hija sordomuda. A lo mejor valieron la pena para ella el desprecio de los suyos, el rechazo de que ha sido víctima por quejarse de unos frijoles. El desarraigo, las penurias del viaje, la angustia, la esperanza, hacen que deje de ser un simple número en una suma, una cabeza entre miles que fotografía un dron.

El autor es escritor. Guadalajara, noviembre 2018.

Columna del día crisis Éxodo Venezuela archivo

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