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Errores que no deben repetirse

Romper con este pasado trágico exige una voluntad nacional, unánime, de desterrar de una vez y para siempre el vicio maldito de la reelección

Estos son tiempos de esperanza, donde avizoramos que esta dictadura, cruel y sin futuro, terminará inevitablemente, abriéndose así una nueva etapa en que tendremos la oportunidad de construir una Nicaragua democrática. Es pues momento de ir pensando en los pilares principales del nuevo edificio.

Recientemente el líder empresarial Michael Healy sugirió uno de ellos: “Todo nuevo presidente —dijo— debería jurar solemnemente en su toma de posesión que nunca buscará reelegirse al terminar su período”. Sabio. Pues el afán de atornillarse en el poder ha sido, precisamente, uno de los vicios más dañinos en la historia del país; causa de incontables muertes, tragedias y atraso.

La primera Constitución promulgada después de la Guerra Nacional de 1857 prohibía reelegirse, pero el primer presidente, Tomás Martínez, lo hizo provocando una guerra civil. Afortunadamente le sucedieron cinco presidentes que entregaron para siempre la banda presidencial al terminar sus períodos, dando lugar así al famoso período de los treinta años, el más pacífico y civilista de nuestra historia. Terminó cuando el presidente Roberto Sacasa se reeligió, provocando otra guerra civil que trajo el primer dictador contemporáneo: José Santos Zelaya. Este se reeligió sucesivamente provocando numerosas revueltas hasta que a los 14 años fue derrocado en 1909 por otra guerra civil.

Emiliano Chamorro, que gobernó de 1916 a 1920, se impuso por segunda vez la banda presidencial en 1925, tras dar un golpe de Estado al presidente Solórzano. Provocó así la devastadora guerra constitucionalista de 1926-1927. Siguiente en la lista fue Anastasio Somoza García, quien tomó el poder por otro golpe de Estado en 1936 y no lo soltó hasta que lo mataron en 1956. Luis, su hijo, fue presidente, pero no se reeligió, protagonizando un período relativamente civilista, sin embargo, su otro hijo, Anastasio, subió en 1967 y volvió a las andadas reeleccionistas hasta su violento derrocamiento en 1979. Luego vino la dictadura del FSLN y la primera de Ortega, acompañada de la sangrienta insurrección campesina “Contra”, que terminó gracias a las elecciones supervigiladas de 1990. Estas abrieron paso a un período pacífico, democratizador, con tres presidentes sin reelección. Pero llegó Ortega, en 2007, otra vez con el designio fatal de no irse. Las consecuencias las estamos sufriendo, ansiando que no se agraven.

Romper con este pasado trágico exige una voluntad nacional, unánime, de desterrar de una vez y para siempre el vicio maldito de la reelección. Para ello no habrá solo que dotar a la nueva Constitución de fuertes candados antirreeleccionistas, sino asegurar cortes supremas de Justicia que no se presten a manipulaciones mañosas; igual requerirá de nuevas formas de elegir diputados independientes y, sobre todo, fomentar una nueva cultura cívica. Que sea Ortega el último dictador del siglo XXI.

El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.

Columna del día Daniel Ortega Nicaragua archivo

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