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María, la gran mujer

Si quiero vivir de una manera cristiana la gran fiesta de Navidad, hemos de hacerlo desde la perspectiva de la fe, como María. Ella con una personalidad muy distinta a la de Juan, se nos presenta en el Evangelio como “la mujer feliz porque ha creído” (Lc. 1, 45).

María era una joven sencilla de un pueblito perdido en la región de Galilea, de Nazaret, de donde “nada bueno podía salir” (Jn. 1, 46), según el dicho de los mismos judíos. Pero era feliz, y precisamente por su gran fe, como le dijo su prima Isabel: “Feliz tú porque has creído” (Lc. l, 45).

No era una joven criada en la abundancia, acostumbrada a fiestas y a estar tumbada todo el día porque tenía otras personas que le hacían todo. Era una mujer que, desde pequeña, solo supo servir.

Pero es la mujer feliz, precisamente por su fe y su espíritu de servicio, como lo demostró con su prima Isabel (Lc. 1, 43-44).

Fue su gran fe la que le llevó a decir al ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1, 38), y la que le hizo enfrentarse a los riesgos que suponía ser madre “sin antes haber convivido con quien iba a ser su esposo, José” (Mt. 1, 18. ), y que le llevó a creer que los humildes tendrán su puesto merecido y los hambrientos tendrán su pan (Lc. 1, 51-53). Fue su fe la que le dio fuerza y sabiduría para hacer de su hogar una escuela de crecimiento personal: “El niño crecía, se desarrollaba en sabiduría y gracia ante Dios y los hombres” (Lc. 2, 40), y la que le dio valor para mantenerse “de pie” ante una cruz en la que estaba crucificado su propio hijo, Jesús (Jn. 19, 25).

Fue la que le hizo estar donde tenía que estar, junto a los apóstoles, orando y dándoles ánimo para que no decayeran y esperaran con confianza la venida del Espíritu (Hch. l, 14), y que le llevó a decir de sí misma como una profecía: “En adelante todos los hombres dirán que soy feliz” (Lc. l, 48).

Los cristianos nos sentimos orgullosos de que una mujer de nuestra raza haya tenido el privilegio de ser la madre de Dios (Lc. 1, 30-33). Nos sentimos orgullosos de que Dios la haya elegido de entre todas las mujeres (Lc. 1, 42). Pero mucho más orgullosos nos sentimos porque María es la gran mujer, la peregrina de la fe (Lc. 1, 45). Este fue también el orgullo de su hijo Jesús, cuando le piropeaba la gente diciendo: “Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron” (Lc. 11, 27), Él respondió: “Dichosos, más bien, los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc. 11, 28).

Se acerca Navidad, pero Navidad sin fe no es Navidad. Navidad sin María, no es Navidad. Navidad sin sentirnos orgullosos y atraídos por la fe de María, no es Navidad. La impresionante, pero sencilla fe de María nos lleva a descubrir a Jesús, el fruto bendito de Su vientre, que nos hace felices precisamente por nuestra fe. Esta es María para nosotros: no una diosa, sino la mujer sencilla, identificada con nuestro pueblo sencillo, pero la mujer feliz por su gran fe, la mujer que nos hace fuertes a todos como ella lo fue.

El autor es sacerdote católico.

Opinión Galilea María archivo
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