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La neutralidad institucional

En un Estado democrático las instituciones y los funcionarios se rigen por la regla de la neutralidad institucional, que se deriva de la separación e independencia de los poderes públicos. Pero esto no existe actualmente en Nicaragua porque, como se dice con toda razón, el régimen de Daniel Ortega es una dictadura.

En realidad, la separación e independencia de los poderes del Estado no es solo un concepto de derecho constitucional y una frase política. Su sentido práctico consiste en que las instituciones y los funcionarios del Estado no actúan al servicio del partido político que eventualmente es gobernante porque ganó las elecciones; ellos son servidores de todos los ciudadanos y habitantes del país.

De acuerdo con la regla de la neutralidad institucional, un funcionario público en el ejercicio de sus funciones no puede comportarse como sí lo pueden hacer los ciudadanos que no ocupan un cargo en el Estado; y que por lo consiguiente no reciben sueldos y beneficios pagados con el dinero que aportan todas las empresas y personas contribuyentes al fisco con los impuestos directos e indirectos.

Pero en Nicaragua, porque no hay democracia ni Estado de derecho las instituciones y los funcionarios públicos no están al servicio de los ciudadanos y la sociedad, sino de los gobernantes. Aquí los miembros del Consejo Supremo Electoral hacen lo que mandan Daniel Ortega y el partido FSLN. El poder judicial obedece las órdenes de la pareja dictatorial, como lo reconoció y denunció en su carta de renuncia el exmagistrado orteguista de la Corte Suprema, Rafael Solís Cerda. Y lo mismo sucede en todos los organismos del Estado y las dependencias del gobierno.

Al funcionario del Estado y del Gobierno no se le reconoce la dignidad de empleado público que está al servicio de todos los nicaragüenses, sin tener en cuenta sus ideas y simpatías políticas, sino que se le trata como a un sirviente de la familia que detenta el poder.

Del empleado estatal y gubernamental que expresa una opinión contraria al discurso oficial, se dice que es un malagradecido; y si participa en actividades políticas contrarias al partido de Gobierno es calificado como traidor y en ambos casos echado de su puesto de trabajo. Eso no puede ocurrir en un Estado democrático como el que, con todos sus defectos, hubo durante los gobiernos de doña Violeta y don Enrique Bolaños Geyer.

“El Estado –escribe el periodista y escritor español Antonio Papell— tiene que ser neutral en todas las dimensiones de la persona… debe responder al criterio de ser residencia acogedora de todos: no puede imponer ideologías ni creencias; tan solo pautas de convivencia que se resumen en el principio de que la libertad propia termina allá donde comienza la libertad ajena”.

Así tendrá que ser en la nueva Nicaragua democrática que se constituirá cuando termine la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo. El pueblo nicaragüense no debe permitir nunca más que le impongan otra dictadura.

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