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La vida entre luces y sombras

Durante cuarenta días hemos venido preparándonos para vivir con intensidad los grandes momentos de la muerte y resurrección de Jesús, que es lo que llamamos “Pascua”. Es el paso de la muerte de Jesús a la Resurrección y damos comienzo a estos días sagrados, que no solo debemos reducir a un recuerdo del pasado, sino a hacer también una realidad en nosotros: esa gran fiesta pascual del paso del hombre viejo al hombre nuevo.

El Domingo de Ramos nos sitúa a todos nosotros en aquella entrada de Jesús a Jerusalén donde se iba a llevar a cabo su muerte y su resurrección. La entrada de Jesús a la Ciudad Santa podría chocarnos un poco. ¿Qué pretendía Jesús al entrar en Jerusalén sentado en un borrico? ¿Buscaba el aplauso del pueblo, sus vítores y una aclamación de que era, en verdad, el Mesías, el Señor? (Mt. 21, 8-11).

La verdad es que el Domingo de Ramos es un día claro oscuro. Lo iniciamos con cantos y aclamaciones de victoria que nos recuerdan esa entrada victoriosa de Jesús: “¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!” (Mt. 21, 9). Pero, a renglón seguido, pasamos a leer la narración de la pasión y a escuchar, a esa misma gente que le vitoreaba, gritar: “Crucifícale, crucifícale” (Mt. 27, 22-23).

Empezamos con la ilusión de una vida que triunfa y de pronto sentimos la triste experiencia de la muerte. Y es que no importa que el pueblo vitoree a Cristo; los que traman su muerte, acabarán crucificándolo. Creo que el Domingo de Ramos expresa de una manera muy realista lo que es la vida de todo ser humano. En nuestra vida no todo ha sido éxito, pero tampoco todo ha sido fracasos. No todo ha sido salud, pero tampoco todo ha sido enfermedad. Tenemos que estar siempre preparados para todo: para lo bello y lo odioso de la vida, como lo estuvo Jesús. Así fue la vida de Jesús, una vida como la nuestra, un Domingo de Ramos constante. Él se enfrentó a los éxitos y a los fracasos, y permaneció fiel a su Padre en las palmas y olivos; pero también en los momentos fuertes de su muerte. Por eso, dejarnos conducir solo por los éxitos es pretender una utopía y agobiarnos ante los fracasos es dejarnos caer en los brazos del pesimismo.

En la vida no todo es éxito; existen también fracasos, queramos o no, la vida es un domingo permanente de ramos, cuya meta debe estar siempre puesta en la resurrección. Dice un refrán: “Nadie llega al paraíso con los ojos secos”. Los sentimientos de Jesús eran encontrados entre el gozo y las lágrimas, entre la gloria y la angustia, entre la amistad y la traición, entre la paz y la guerra, entre la confianza y la perturbación. Ha llegado la hora dijo: “Padre líbrame de esta hora, pero sí he llegado para esto, glorifica Tu Nombre” (Jn. 12, 23). Jesús es el espejo en el que siempre tenemos que mirarnos para afrontar nuestra vida como Él la afrontó y permanecer fieles, como Él lo fue en todo momento: en la luz y en la oscuridad, en las sonrisas y en las lágrimas pues la vida es un camino entre luces y sombras.

El autor es sacerdote católico.

Opinión Semana Santa archivo
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