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EE.UU.: Revolución, Declaración y Nación

Cada 4 de Julio se celebra en los EE. UU. el Día de la Independencia. Es curioso que esta fecha haya sido la que ha quedado grabada en la tradición estadounidense para celebrar su separación de Gran Bretaña y su nacimiento como nación. Lo peculiar de esto es que, en dicha fecha, no ocurrió ninguna de las dos cosas en un sentido formal. En otras palabras, en ese día no se culminó el proceso de la independización, ni tampoco marcó ni siquiera su iniciación liberadora. Es más, dos días antes de la fecha insigne, los delegados del Congreso Continental, una especie de gobierno en armas de las colonias británicas rebeldes, habían aprobado unánimemente, en una sesión cerrada, la Resolución Lee (nombrada por el delegado y patrocinador, William Henry Lee) que pedía el pronunciamiento de la independencia y había sido presentada al congreso insurreccional un mes antes en junio para su consideración y deliberación. Dicho acto legislativo declaraba que los EE. UU. era, a partir de ese momento, una nación nueva consistiendo en una confederación de colonias unidas, independientes y libres de la corona inglesa. ¿Por qué entonces prevaleció el día 4 como la fecha encumbrada? 

 La mayoría de los forjadores de la nación estadounidense, pese a proceder de regiones con características sui géneris, compartían un credo generalizado. Sus descendientes llegaron a estas tierras, casi todos por la misma razón: buscando libertad religiosa. Esto selló una serie de fundamentos que aligeró las asperezas en cuanto a qué nación proyectaban tener. Por eso es por lo que, con alta probabilidad, insistieron en seleccionar a un grupo selecto de delegados, llamados el Comité de los Cinco (John Adams, Benjamín Franklin, Thomas Jefferson, Roger Sherman y Robert Livingston), para que redactaran un documento que sirviera de una enunciación oficial, describiendo y racionalizando la acción que había tomado el congreso separatista el 2 de julio. 

La Declaración de Independencia (Declaración), el producto final que firmaron cincuenta y seis delegados ratificando la decisión tomada de separarse de Gran Bretaña, tenía varios propósitos en adición al formalismo ceremonial que incluía: (1) ayudar ganar la guerra independentista que había estallado un año y dos meses antes (Batalla de Lexington y Concord); (2) unir en esencia a las trece colonias; (3) fomentar los principios para establecer un sistema de gobierno republicano ejerciendo la democracia representativa; y (4) enmarcar los ideales del credo que compartían y que sería la fuente desde donde brotarían los valores de ese nuevo ensayo político. La Revolución Estadounidense, ese proceso que había empezado por actos de desobediencia civil, protestas cívicas y enfrentamientos contestatarios no bélicos, once años antes de que existiera la Declaración y diez antes de alzarse en armas las colonias rebeldes y comenzar la guerra, urgía la gesta separatista de un manifiesto de principios y objetivos. Ese papel magnánimo lo cumplió la Declaración. 

No podemos decir que la Declaración en sí sola haya sido originaria y exclusiva en su contenido. Más bien fue esta un artefacto moral, exquisitamente elaborado, que tomó de obras criollas anteriores su esencia metafísica y ética y lo supo aplicar a la gesta fundacional de la nación en vía de surgir. Ya once documentos previos, como la Carta Primera de Virginia (1606) y las Órdenes.

Fundamentales de Connecticut (1639), entre otras, plasmaron muchos de los principios y valores transcendentales en los cuales la Declaración se sustentó.

La alianza y el apego a Dios, desde que pisó el primer peregrino el suelo que hoy conocemos como norteamericano, fue un hecho innegable. En adición al beneplácito de estar en comunión con el Ser Supremo, la devoción al cristianismo les impartió una afección incuestionable por la Ley Natural y todos los derechos y deberes ciudadanos que de ahí brotan. Esto incluye la noción del Pecado Original y el entendimiento de la proclividad humana hacia la perdición y la necesidad de impartir límites a esquemas convencionales de gobernanzas. Los conceptos de la separación de poderes, de los frenos y contrapesos a instituciones y gobernantes y los derechos preeminentes (“inalienables”), todos aceptados hoy como baluartes indispensables para una democracia funcional, formaban parte de una cosmovisión amena a la formación de una ciudadanía virtuosa, condición ineludible para la permanencia de una sociedad abierta y libre.

No es casualidad que los EE. UU. ha sido el ensayo democrático más exitoso en la historia. Tenemos que concluir que esto ha sido, más bien, una cuestión de causalidad. La cosmovisión antitética a la que ha predominado en los EE. UU. ha sido la que ha sustentado al socialismo. Esa visión tóxica que formuló Jean Jacques Rousseau sobre la condición humana y el orden universal y siguieron sus discípulos como Babeuf, Saint-Simon, Owen, Marx/Engels, Lenin, et al, han dejado en la evidencia práctica, un contraste draconiano. En uno hemos visto éxito, progreso y libertad. Mientras en el otro, fracaso, miseria y sangre.

Abraham Lincoln, el que salvó a la nación norteamericana en su peor crisis, se refería a la Declaración como un documento vivo. Tenía razón de sobra. El primer presidente del Partido Republicano racionalizó su posición contra la injusticia de la esclavitud, e insistió en continuar la guerra justa y necesaria hasta lograr su erradicación incondicional, se amparó coherentemente en el principio de los derechos naturales que tenían todos los estadounidenses que, inherentemente, refleja la Declaración. La Constitución de los EE. UU., la misma que está vigente desde 1789, se nutrió del documento seminal. Apostemos por lo que contiene la Declaración. Celebremos este manifiesto de la libertad.

El autor es politólogo, director del foro político y la publicación digital, Patria de Martí. 

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