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La crueldad Ortega-Murillo

Carlos Fonseca nunca utilizó el terror contra la población para luchar contra Somoza, como en efecto lo hicieron el ETA o las FARC

Lenin creó los campos de exterminio soviéticos, Stalin solo los nombró Gulags. El idolatrado mesías comunista también cercenó la democracia mientras ejecutaba opositores a granel y practicaba una “brutalidad que debía ser recordada por décadas”. Al morir Lenin, Stalin heredó en realidad una autocracia mucho más déspota que la zarista. El testimonio de Margarete Buber-Neumann bastaría para comprender que el comunismo tuvo su hermano gemelo en el nazismo. Pero fue la crueldad nazi la que acaparó toda la atención. Las cámaras filmaron Auschwitz, ningún Gulag.

Los intelectuales sumisos al marxismo cándidamente ofrecen ahora a Stalin como chivo expiatorio. Intentan reducir la barbarie socialista a un cuarto de siglo. Pero el dogma que supuestamente redime a los humildes, en verdad solo restablece la desigualdad a favor de los jefes del partido, mientras oculta bajo su pedestal el martirio y las osamentas de millones de inocentes. La crueldad orteguista es la castrista, chavista, china o norcoreana. La que practicó Pol Pot en Camboya y las FARC en Colombia. La misma que impuso el comunismo desde su origen y que hoy ejerce Putin como cabeza de la oligarquía rusa.

Carlos Fonseca nunca utilizó el terror contra la población para luchar contra Somoza, como en efecto lo hicieron el ETA o las FARC. El ejemplo de Fonseca también cimentó la moral y el prestigio sandinista frente a los vicios del somocismo. ¿Pero qué hicieron sus herederos? La cúpula sandinista, en vez de mantener su legado, se abalanzó a usurpar la riqueza y los lujos somocistas que el poder les brindó. Impusieron el terror y la guerra en nombre de la libertad.

El semblante compungido de Elea Valle por sus niños masacrados, que sigue multiplicándose sin parar en cientos de madres desde el año pasado, es el mismo rostro de dolor que vimos 50 mil veces antes en las madres de los caídos en los ochenta. No importa si es policía, ejército o paramilitares los que asesinan o torturan. Son los que disfrazaron la mochila bomba en Pantasma, en 2015. Los que deslizaron la bomba en La Penca, en 1984. Son los esbirros de siempre, cobardes e inhumanos al servicio del Frente Sandinista, impunes en el seno de su nefasto poder.

Esta criminalidad creció exponencialmente cuando los héroes de abril terminaron en Nicaragua con el desolador monólogo talibán de Murillo y con el miedo que apagaba las voces y agachaba las cabezas. Pero no lo subestimemos, este salvajismo sobrepasa infinitamente la capacidad de una protesta cívica.

El totalitarismo nunca tiende al diálogo. Es violento por naturaleza y, en aras de imponer su dominación, siempre termina practicando el exterminio. Cuidado con evadir esa realidad. Lo advirtió Goethe: “Muy pocos son capaces de imaginarse la realidad”.

El autor es ecólogo.

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