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Ser un buen samaritano

El amor a Dios está íntimamente unido con el amor al que pasa necesidad y dificultad. En la parábola del buen samaritano (Lc. 10, 25-37) Jesús nos hace ver esta realidad de Dios y del ser humano.

Tenemos que caer en la cuenta que muchas veces los más religiosos y apegados a la Ley como el sacerdote y el levita, al no tomar en cuenta al prójimo sufriente son los que se alejan de Dios.

Ambos pasaron “de largo” ante el herido en la orilla del camino, donde estaba Dios (Lc. 10, 31-32). Para ambos el incienso y los ritos religiosos eran más importantes que el herido a la orilla del camino. El samaritano —el que aparentemente era un descreído— fue quien descubrió a Dios, en el herido a la orilla del camino, allí donde verdaderamente estaba (Lc. 10, 29-37).

San Juan lo decía bien claro: “Si alguno dice: ‘Yo amo a Dios’, y odia a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn. 4, 20-21). Mientras el sacerdote y el levita creen cumplir su deber prefiriendo su pureza, a ayudar al herido, Jesús presenta como verdadero cumplimiento a quien no pone límites a su amor y al amor de los más pequeños y humillados

El buen samaritano es hoy, toda la gente de buen corazón y de buenos sentimientos. Es aquel que arriesga su vida por liberar a los demás de sus esclavitudes, sean de la clase que sean. Es el que lucha con amor por quitar la indiferencia, la opresión, el hambre, la injusticia… que hacen imposible que todo ser humano viva en dignidad. El que se alegra en sembrar la paz y el diálogo en todo momento y en todos los ambientes. El buen samaritano es el que es incapaz de hacer sufrir a los demás. Es aquel que sabe enjugar las lágrimas del hermano que llora, devolver la sonrisa y servir al otro gratuitamente y con alegría. Es el que se esfuerza en dar lo mejor de sí mismo a las personas que ama; que lucha por lo que cree y se entrega con amar. El que entrega su vida sin interés alguno en beneficio de la comunidad y del evangelio. Como decía San Agustín: “Ama, pues, al prójimo… y en él verás a Dios”.

En un mundo como el nuestro esta parábola debería abrirnos un panorama inmenso para nuestra fe. Si Dios no nos lleva al hermano, ese Dios es falso. Si nuestro Dios nos hace pasar de largo ante el hermano que nos necesita, ese Dios es falso. Si a nuestro Dios le interesa más el rito religioso que el pobre herido en el camino de la vida, ese Dios es falso.

Rescatar al Dios verdadero, al Dios de Jesús, es empezar a mirar al otro como presencia viva de Dios. El amor sincero a Dios, por lo tanto, solo se expresa de una manera viva y real en el amor al hermano. El amor de Dios y el amor al prójimo son dos hojas de una puerta que solo pueden abrirse y cerrarse al mismo tiempo.

El autor es sacerdote católico.

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