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Incorporación de la poeta Gioconda Belli, como Miembro de Número de la Academia Nicaragüense de la Lengua. “Me siento especialmente privilegiada de que se me haya asignado la silla con la letra K que ocupó en vida, Ana Ilce Gómez”. LA PRENSA/Cortesía/Francisco Arellano Lacayo

Gozos y tribulaciones del arte de novelar

No planeé convertirme en novelista. Fui poeta antes de ponerme a narrar los dictados de mi imaginación. Fue allá por 1985 cuando sentí la urgencia de escribir de otra manera

(Discurso de incorporación de la escritora Gioconda Belli a la Academia Nicaragüense de la Lengua en la sede del Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica)

Quiero empezar agradeciendo a la Academia por incorporarme como miembro de número y a la vez saludar que aumente el número de mujeres que formamos parte de esta institución.

Me siento especialmente privilegiada de que se me haya asignado la silla con la letra K que ocupó en vida, Ana Ilce Gómez. Desde la primera vez que la leí, cuando yo empezaba a escribir poesía, me deslumbró el timbre único de su voz poética.

Recuerdo que fue Juan Aburto quien me habló de ella y me animó a leerla. La había visto a su paso por ese mundo de la publicidad donde ambas trabajábamos. Yo como ejecutiva de cuentas y ella promocionando una revista que estuvo por un tiempo de moda, pero que pereció eventualmente. Me impresionaron de ella sus ojos y su silencio.

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Ana Ilce Gómez es, a mi juicio, la poeta más exacta y rigurosa que hemos tenido hasta ahora, una poeta que convirtió su melancolía en un instrumento de percusión porque el sonido de sus palabras pone ecos de tambor en el pecho de quien la lee, un tambor antiguo que habla desde la hondura del ser. La pluma de Ana Ilce logró tocar lo sublime y melancólico del ser femenino y de la condición humana. Ella fue una maestra de maestras y yo no puedo sentirme más que una humilde sucesora en el sillón que ella ocupaba.

Quiero agradecerle desde ahora a mi amigo, colega y maestro, Sergio Ramírez por su discurso para recibirme en esta Academia. Su solidaridad es tan grande como su persona. Su generosidad lo ha llevado a poner a Nicaragua, y a los jóvenes especialmente, en contacto con los universos literarios allende de los mares en ese evento anual que es Centroamérica Cuenta.

Gracias a todos y cada uno de los académicos, y a Francisco Arellano Oviedo por presidir esta Academia con dedicación y cariño. Un saludo especial a Francisco de Asís Fernández y a Pedro Xavier Solís, compañeros en la directiva del Festival Internacional de Poesía de Granada.

LA PRENSA/Cortesía/Francisco Arellano Lacayo

La novela tiene numerosos caminos que solo a ella conducen

No planeé convertirme en novelista. Fui poeta antes de ponerme a narrar los dictados de mi imaginación. Fue allá por 1985 cuando sentí la urgencia de escribir de otra manera. Quería salirme de mi entorno profundo y descubrir la forma de incorporar a mi escritura la realidad fuera de mí misma. Aunque la poesía también narra, las historias que la mía contaba eran historias interiores.

Hablaba de sensaciones, imágenes efímeras y reacciones embebidas de mí misma.Pasé una época de desasosiego pensando qué hacer con esa necesidad de comunicar lo otro. Quería explorar mis capacidades, mi creatividad. Pensé en teatro, en poemas grupales, pero no terminaba de vislumbrar ese puerto al que quería llegar.

Y bueno, al final, mi amor por las novelas me llevó de vuelta a ellas.Un sueño vívido y memorable que años atrás había tenido fue la semilla de “La Mujer Habitada”. En una entrevista de William Faulkner que leí en estos días, él dice que escribió cinco veces El Sonido y la Furia tratando de liberarse de un sueño que lo angustiaba mientras no lo contara.

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Explica que la novela empezó con la imagen de los calzoncitos de una niña subida a un peral desde donde ella podía ver, a través de una ventana, el lugar donde se estaban realizando los funerales de su abuela y se los contaba a sus hermanos que estaban al pie del árbol.

La imagen que a mi me persiguió fue la de una mujer muerta cuya conciencia, cuando su cuerpo se libera y se hace tierra, penetra dentro de un árbol de naranja y se convierte en el espíritu, en la savia del árbol.  Escribí dos veces esa novela y las primeras 40 páginas las escribí innumerables veces.

Me costó mucho trabajo. Investigué sobre los antiguos nicaraguas, sobre las culturas mesoamericanas, mezclé mitologías mayas y aztecas, tomé datos de la Revista Conservadora, del libro de Jaime Wheelock: Raíces indígenas de la lucha anticolonialista en Nicaragua e hice acopio de mis recuerdos de la lucha anti somocista enhebrando la ficción con la realidad de episodios vividos o escuchados.

Me di cuenta en ese proceso del extraño fenómeno de la imaginación y su modus operandi inexplicable que forja una realidad alterna donde suceden cosas imprevistas. Siempre hago un mapa, un esquema gráfico del movimiento de mis historias, avizoro y esbozo el final, pero el mapa siempre se altera.

Pareciera que existe una escritura invisible bajo la que van emergiendo circunstancias o personajes insospechados pero que tienen una razón de ser asombrosa y orgánica. Virginia Woolf decía que la novela es como una isla encerrada en la neblina. Uno debe construir un puente para acercarse. Solo a medida que el puente se aproxime a ella, la isla se irá revelando.

Creo que terminé “La Mujer Habitada” en enero o febrero de 1988. La mandé a un editor de Editorial Diana en México. Lo había conocido por su interés por mi poesía y me había dado su tarjeta. Fausto se llamaba. No recuerdo el apellido. A las semanas recibí una carta suya diciendo que querían publicar la novela.

Luego le conté a Hermann Schulz, el famoso editor de la Peter Hammer Verlag en Alemania, y él me dijo que la publicaría también. Los de Diana tuvieron problemas de producción que no padecieron, por supuesto, los alemanes. El resultado fue que la novela salió primero, traducida al alemán por Lutz Kliche, en la Feria del Libro en Frankfurten octubre de 1988. No recuerdo cuánto me pagaron.

Serían cuando mucho 500 o 1000 dólares. Yo no tenía ninguna expectativa más que publicarla, pero pronto me di cuenta de que su existencia me cambiaba la vida. Tuve que aprender a hablar de ella para las entrevistas. Entré al mundo de los viajes. las editoriales y los agentes.

Las preguntas de los periodistas me retaron a explicar el proceso creativo y la razón de la sinrazón. ¿Qué la motivó? ¿Por qué la india, por qué el árbol? ¿Cuál era el mensaje?  Debí inventar argumentos para explicar lo que para mí era inexplicable por inefable. Todavía me sucede. Siempre tengo que hurgar e inventarme razones para describir un proceso al que no logro encontrarle la racionalidad de la que se espera haga alarde. “La Mujer Habitada” me abrió el camino de otra faceta de la vida literaria. Su éxito fue inesperado.

Creo que en los 80 fue una de las novelas nicaragüenses más vendidas. En el primer año, sólo en Alemania, vendió más de un millón de ejemplares. Y se sigue editando y se sigue vendiendo treinta años después, traducida al inglés, danés, holandés, italiano, portugués, griego, turco, finlandés, árabe, chino, turco, euskera, para mencionar algunos idiomas, porque son muchos.

De manera que, inesperadamente, me encontré en la privilegiada situación de poder dedicarme únicamente a escribir. Y eso fue lo más grande que me ha pasado: poder dedicarme solamente a escribir, convertir la escritura en mi oficio. Nunca imaginé que tendría tanta suerte, la verdad. Citando a la Itzá de ese novela: Silenciosa la vida teje lienzos. Siento el rumor de los hilos creciendo telas de colores extraños; se acercan acontecimientos que no puedo más que intuir.

Fue así. Llegaron luego otros retos. Para la segunda novela me propuse no recurrir a ninguna experiencia que hubiese vivido. Deseaba explorar mi capacidad para inventar desde la nada una historia, evocar un mundo que tendría que aprender a conocer y donde habitaran personajes forjados en mi imaginación. Úrsula Le Guin, posiblemente la mejor escritora de ciencia ficción de los últimos tiempos, fallecida hace poco, dice que “los escritores de ficción, al menos en sus momentos de valor, desean la verdad: conocerla, hablarla, servirle.

Pero acometen esta tarea de una forma peculiar y sesgada que consiste en inventar personas, lugares y eventos que o nunca existieron o nunca existirán u ocurrirán” Ella se pregunta cómo es que una sociedad puede confiar en los escritores, semejantes mentirosos, y hasta atribuirles cualidades proféticas y visionarias.

Y es que la novela construye metáforas, signos de una verdad que, aunque no exista como tal, existe como realidad psicológica; existe como una capa de la realidad posible. “El arte es una mentira que revela la verdad” dijo Picasso.

Al escribir “Sofía de los Presagios”, mi segunda novela, publicada en 1990, y que saqué como el mago se saca conejos del sombrero, conté la historia de una muchacha abandonada de niña en el Diriá, que ignora su pasado, pero cuya fogosidad y espíritu libre y emprendedor debe soportar la maledicencia de una vida pueblerina.

Es una novela contada en clave nicaragüense, en tiempos de una revolución que sólo aparece como telón de fondo. Se publicó la novela y en 1994 me topé con mi propia niña de los presagios: mi hija Adriana que, como la Sofía de la novela, fue adoptada y se convirtió en la bella y fuerte mujer que ahora es.

La aparición de ella en mi vida me reveló un amor maternal tan hondo como el biológico. No me percaté de la similitud entre la vida y la novela sino tiempo después. Me he preguntado si fue acaso que percibí su llegada. ¿Fue la intuición la que me hizo escribir una historia de ficción y empatizar de previo con mi propia niña de los presagios?

Cuando era joven, leí un ensayo, de Aldous Huxley que se llama “Las Puertas de la Percepción” En éste él esboza una teoría interesante a partir de sus experiencias con el peyote, una planta alucinógena que usan los indígenas en México en algunas ceremonias. Huxley sostiene que nuestro cerebro actúa como filtro de nuestros sentidos y dosifica el mundo exterior para que podamos funcionar.

Afirma que el artista, el escritor, tiene lo que llama “las puertas de la percepción” más abiertas a las sensaciones y a la fluidez de la línea del tiempo. Cita como ejemplo, la asombrosa capacidad de pintores como Tiziano o Botticelli, o Vermer, para retratar los quiebres, doblajes, las texturas de las telas; esos terciopelos, encajes o gasas cuya riqueza reprodujeron y que nos causan hoy el pasmo de la perfección. Huxley cuenta que cuando tomó peyote, se pasó varias horas absorto en la textura y pliegues de su pantalón.

No sé qué tan acertada es su teoría, pero me remitió a una capacidad que sí gozamos y desarrollamos los escritores: la de darle a la palabra el don de trascender sus propios límites para que quien lea pueda ver, oír, saborear y tocar lo imaginario. Se trata de la capacidad de observación, de registrar la realidad, guardarla celosamente y luego evocarla cuando se escribe.

Un maestro de este arte es Sergio Ramírez, sin duda. La minuciosa composición de los escenarios de sus novelas es portentosa. Cierto que hay un grado de investigación para nombrar y amoblar esas escenas, pero hay sobre todo una imaginación que observa detalles que a otro le pasarían desapercibidos.

Quizás por eso a menudo padecemos los escritores de “andar idos” o parecer distraídos.El foco que ilumina el diario vivir suele expandirse, salirse de lo inmediato, alejarse del primer plano para que podamos percibir el trasfondo.

La experiencia más reveladora de esta, llamémosla “cualidad” la viví al escribir mi novela “Waslala”, una novela futurista en que propuse mirar el año 2050 no desde ese futuro lleno de luces y carros voladores y las mega metrópolis atiborradas, sino desde esta perspectiva llamada del Tercer Mundo.

Para escribirla, en 1996, me hice miembro de la Sociedad Mundial del Futuro (World Future Society), en la que filósofos, científicos y gente como yo, participa y discute posibles visiones. También leí el Future Shock de Alvin Toffler, el futurista que advierte que “habrá demasiados cambios en un espacio de tiempo demasiado corto” e investigué en diarios, revistas y otros sitios. Pero en el transcurso de la novela, fueron las necesidades de los personajes las me hicieron “inventar” objetos.

Rafael, uno de los personajes, que llamé así por Raphael Hytholady, el protagonista de Utopía de Tomás Moro, es un periodista que llega de Estados Unidos a buscar “Waslala”, una utopía que la gente de ese país atrasado llamado Faguas jura que existe en algún lugar de su territorio.

Rafael tiene consigo un dispositivo electrónico portátil tamaño bolsillo, con el que se comunica con su editor en audio y video, y donde además puede leer todos los libros que se le antojen. Ese aparato no existía en 1996. Lo inventé y lo llamé “MasterBook”¡Lástima no le saqué patente a esa Tablet imaginaria! Bien dijo Julio Verne que lo que un hombre puede concebir, otro lo podrá construir.

Se habla en “Waslala” de que el Tercer Mundo recibe la basura del primero y subsiste vendiéndole oxígeno de sus bosques. Todas estas cosas han sucedido ya. Esa percepción también y misteriosamente deviene en una suerte de concatenación de visiones, metáforas y símbolos que les dan a las novelas, más allá del dibujo acertado de los escenarios y los personajes. producto del oficio y trabajo del escritor, esa verdad de las mentiras.

Quisiera leerles aquí un fragmento de “Waslala”, donde Don José, el poeta, un personaje inspirado en José Coronel Urtecho, medita sobre cómo el país se ha convertido en una tierra apartada del mundo, a la que llegan aventureros y contrabandistas porque ya los turistas no se arriesgan a ir por esas regiones debido a las epidemias y guerras inacabables.

Muchos viajeros habían pasado por allí desde que su mujer lo convenció de abandonar la ciudad e instalarse en la casa de madera pintada de verde y amarillo desde donde, en el crepúsculo, sentados en su corredor con barandas, contemplaban el agua fluir hacia el Atlántico.

Le parecían siempre los últimos, los viajeros rezagados de las expediciones a El Dorado o a las fabulosas minas de oro en California; seres de miradas afiebradas que transitaban el río como si viajaran hacia el fin del mundo, con los mismos ojos de asombro que habrían tenido los conquistadores españoles o los piratas ingleses deslumbrados ante los árboles gigantes, la lujuria de colores, los pájaros deslizándose en el aire, altos y soberbios.

En los ojos de los modernos navegantes cuantas veces no vio él la codicia conque surcarían el río los filibusteros, los comerciantes, el Comodoro Cornelius Vanderbilt, cuando instaló su Compañía del Tránsito para transportar a los buscadores de oro por una ruta corta y segura del Atlántico al Pacífico y extender su imperio naviero.

Río abajo, río arriba viajaron los extranjeros cargando delirios de grandeza, sueños, quimeras de canales interoceánicos, mitos de lo que se podría hacer con ese país si sus habitantes se traicionaban los unos a los otros y se vendían al mejor postor, ofertas sin descanso que invariablemente resultaban en guerras, guerras que ya para estos tiempos eran endémicas, que empezaban y terminaban en ciclos inagotables y cuyas causas ya ni se indagaban, ni parecían tener importancia.

Se le cansaba la memoria tratando de sacar cuentas y recordar el inicio del caos, la transformación del país en campo de batalla, nación de guerreros, de caballeros andantes y maleantes.

No le era posible definir con exactitud el momento en que el desarrollo de Faguas empezó a involucionar y el país inició su retorno a la Edad Media, perdiendo sus contornos de nación y pasando a ser, en los mapas, una simple masa geográfica como lo eran antes las selvas del Amazonas y ahora vastas regiones en África, Asia, la América del Sur, el Caribe: manchas verdes sin rasgos, sin indicación de ciudades: regiones aisladas, cortadas del desarrollo, la civilización, la técnica; reducidas a selvas, reservas forestales, a función de pulmón y basurero del mundo desarrollado que las explotó para sumirlas después en el olvido, en la miseria, condenándolas al ostracismo, a la categoría de tierras incógnitas, malditas, tierras de guerra y epidemias donde nadie llegaba mas que los contrabandistas.

Ellos eran ahora el único contacto con el mundo exterior, los únicos con quienes él saciaba su curiosidad sobre el devenir fuera de aquellas soledades. Se llevaban minerales y sabe Dios qué otras cosas de Faguas y traían a cambio armas, lotes de mercancías caducas, artefactos, objetos que en Faguas eran codiciados porque, después de todo, a cierto adelanto se acostumbraron antes de que se les descartara y se les declarara insalubres, un virus maligno que amenazaba, con su mera existencia, la vida civilizada, avanzada, afanada ahora con la idea de la exploración espacial, de emigrar en masa y empezar de nuevo en otra galaxia donde no se filtrara nunca por ninguna ranura la noción de otros seres humanos subsistiendo en condiciones primitivas, míseras, reproduciendo su pobreza, sus guerras, sus plagas sin control.

Y, sin embargo, en el río él leía, escribía poesía, honraba a los clásicos. Hasta tenía un retrato de Whitman en su estudio, y predicaba el amor a la belleza, al arte, a la filosofía; la nostalgia por “Waslala” que algún día se llevaría a su nieta y lo dejaría sumido en aquella soledad sagrada.

Hablando de tribulaciones, esa novela me llevó seis años de trabajo, escribí un sinnúmero de versiones y a la postre no logró el éxito de otras. Últimamente la he visto mencionada con mayor frecuencia por lectores que la encuentran y la disfrutan.

Y es que, en el mundo editorial, existe la tendencia de encasillar a los escritores en un género:autor de novelas históricas, dicen, o de novela negra o de romance o novelas femeninas. Cuando uno se sale del marco, sobre todo si una es mujer, las editoriales se desconciertan. Por haber escrito desde la perspectiva de mujeres protagonistas e incluir temas del universo femenino, yo ahora sufro de ese marco estrecho.

En el caso de las autoras de mi generación -porque entramos en una especie de “boom” de la literatura escrita por mujeres- se ha dado un fenómeno interesante y triste a la vez: Mientras las mujeres que son, en general, el 70% de las lectoras de ficción saludan el sentirse representadas comprando nuestros libros, la crítica y las instituciones literarias aún nos miden con un rasero desigual y nos endilgan juicios que yo considero inmerecidos, como ese de que escribimos literatura light, o sea intrascendente.

Light, se suele llamar a lo que trata de las amistades entre mujeres, de los debates que sufre el género entre su papel doméstico y sus deseos de universalidad y de participación pública, light parece ser el amor, si lo contamos las mujeres. Es curioso y lo decía yo el otro día en un panel en la FIL Lima, que las mujeres jóvenes que ahora están llamando más la atención, son las que están escribiendo en un estilo neutro o publicando novela negra o novelas de morbos o perversiones. No es así en el mundo anglo u otras culturas, pero en el de habla española, el machismo no está ausente de esa esfera del arte.

Ha sido interesante para mí la reacción a mi novela más reciente en que el protagonista es un hombre y la voz que narra es la primera persona masculina. Precisamente por cómo me tienen clasificada, que yo adoptara el punto de vista de un hombre ha sido motivo de comentarios y de innumerables preguntas. Quizás me lo busqué, pero los hombres han escrito desde todos los puntos de vista, y no sé cuánto le preguntarían a Carpentier por su protagonista de la “Consagración de la Primavera”, o al mismo Sergio por su maravillosa novela, “Sara”.

No voy a abusar de su paciencia hablándoles de la génesis y proceso de cada novela que he escrito. Más bien quería cerrar con una reflexión sobre el misterio más grande de este oficio, ese que es, paradójicamente, su razón de ser: la pregunta: ¿qué nos hace contar historias? ¿qué significa para nuestra especie esta fascinación? ¿cómo es que lo que alguien inventa -y que sabemos producto de su imaginación- logra hacernos reír, llorar, desvelarnos, o quedarnos sobrecogidos por la belleza de lo que narra?

Le preguntaba a Carlos, mi esposo, el otro día viendo una escena de amor en una película: ¿qué sentiría el actor besando y tocando a Keira Nightly? El me contestó: Hay como quince personas mínimo alrededor de ellos, ¿no te das cuenta?  Y no, No me doy cuenta. La magia es esa.

Faulkner en su entrevista, dice: “Hay unos tres candidatos a la paternidad de las obras de Shakespeare, pero lo importante es Hamlet o El sueño de una noche de verano; no quién las escribió, sino que alguien las escribiera. Lo importante no es el artista, sino lo que crea puesto que no hay nada nuevo que decir. Shakespeare, Balzac y Homero han escrito sobre las mismas cosas y si hubiesen vivido mil o dos mil años más, los editores no habrían necesitado a nadie más desde entonces”

“No hay nada más que decir”, sentencia y, sin embargo, uno va a la biblioteca, o a una librería y se encuentra cientos de libros. Cada generación quiere contar historias a su manera y retar la manera de contar. ¿Por qué? ¿Por qué será? ¿Qué hace que los seres humanos queramos oír historias? ¿De dónde sale el amor por lo imaginario?

Decimos que uno vive a través de las historias lo que no puede vivir en la propia vida, que la literatura, el cine, nos permiten experimentar la multiplicidad de la experiencia humana. Pero no sé qué tan convincente sea esa explicación. Las historias son tan misteriosas como la belleza: ¿qué utilidad tiene la belleza para la sobrevivencia de nuestra especie? ¿Por qué nos produce tanto placer?.

Mientras escribía la novela que llamé “El Infinito en la Palma de la Mano” (de un verso de William Blake, en “Augurios de Inocencia”) donde creo una versión alternativa del Paraíso y relato cómo sobrevivieron Adán y Eva después de que los echan del Jardín del Edén, describo lo que imaginé puede haber sido el comienzo de esa necesidad de contar que tenemos. Cito el fragmento:

“Fue la necesidad de sacarse la congoja la que la llevó (a Eva) un día de tantos a inventar una forma para poder mirarla fuera de ella. Se percató que con los tizones secos y ennegrecidos de la hoguera podía trazar líneas negras sobre las paredes de la cueva. Empezó tanteando el efecto sobre una de las paredes más lisas. Las torpes rayas del principio fueron haciéndose más fluidas con el paso de los días. Mientras trazaba imágenes en la pared el brazo se le llenaba de un fluido cálido.

La mano perdía la timidez y volaba delineando figuras con el carbón.  Conoció entonces una felicidad distinta e inexplicable que tuvo la cualidad de hacer que se sintiera menos sola.  Cuanto estaba oculto dentro de ella, salió a acompañarla. Luego retrató otras figuras. Así apareció el venado avistado entre los árboles y el bisonte magnífico inclinando la testuz.

Con el polvillo rojo de las rocas hizo el sol. Dibujó el contorno de las riberas del río, las piedras de sus bordes y fue como si el rumor del agua sonara en sus oídos. También imaginó a Adán en sus exploraciones. Lo hizo surgir alto y monumental, más grande y fuerte que cualquier animal con el que pudiera toparse. Lo dibujó atravesando paisajes amables, durmiendo al abrigo de rocas sin que nada lo amenazara, segura de que la realidad encontraría la manera de parecerse a sus dibujos.

-Y yo que pasé las noches temiendo que me devoraran hienas o coyotes –había dicho él, mofándose para disimular el pasmo que le produjo ver en la pared los perfiles de sus visiones.

No tardó en percatarse del poder de ver las figuras. Imaginar los dibujos, saber que Eva estaría delineando su regreso, lo reconfortaba. En cada retorno, le narraba a Eva los detalles de sus incursiones para que ella, al dibujarlas, las viviera también. Le maravillaba verla mover la mano, sacar de entre sus dedos los trazos que, sin ser un venado o un tigre, parecían poseer la esencia del venado y del tigre.

A la luz de la hoguera, Adán encontró el placer de narrarle sus correrías. A menudo cedía a la tentación de añadir a la realidad sus fantasías. Le daba gozo ver los ojos de ella pendientes de sus palabras. Era como llevarla con él y vivir todo aquello a su lado.”

Como novelista yo tengo esa sensación: la de vivir a lado de los personajes lo que les está sucediendo.

La imaginación es una fuente de placer inconmensurable. El que crea comete el Deicidio del que habla Vargas Llosa, porque mata a Dios y se torna en el Dios de su mundo imaginario. El que lee se convierte en quien lo subyuga dentro de esa república de papel.

Podemos concluir que la imaginación literaria es una forma de redención, la disposición innata en nuestra especie de intercambiar y compartir la experiencia humana, con el raro privilegio de hacerlo sin graves consecuencias. Aprendemos lecciones de vida sin tener que exponernos al dolor o incluso al gozo inmanejable de éstas, pero la imaginación es también forjadora de cultura. El arte y su calidad visionaria la dota de otra magnitud, la de generar una ética de valores a partir de la comprensión de las fuerzas que mueven el comportamiento humano.

Es a través de las lecturas que nos formamos juicios sobre el bien y el mal, que concebimos nuestro amor por la patria, que analizamos la historia, que nos conectamos con sentimientos distintos a los nuestros, que avizoramos las utopías y las distopias, que podemos interiorizar lo que sufre el pobre, el discriminado, o lo que anida en la mente de los tiranos.

Sin literatura, dice Vargas Llosa:”el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable”

Sin lugar a dudas, en la historia actual de Nicaragua, la literatura, las artes, han jugado un papel civilizador invaluable. Nuestro lenguaje contiene una concepción del mundo que ha contribuido a dar coherencia y socializar las ideas de justicia, de libertad, y rebeldía que compartimos.Creo que ha sido la literatura y la poesía nicaragüense las que más ha contribuido a nuestro sentido de nación.

Después de todo, Rubén Darío ha sido el héroe más venerado, el ciudadano con el que nos identificamos todos por parejo. La literatura, los ensayos académicos o científicos nos permiten interpretar y juzgar el presente y transformarlo en un futuro más acorde con nuestras aspiraciones; nos permiten evaluar las contradicciones, evolucionar hacia una visión positiva de nosotros mismos o considerar los riesgos de nuestras opciones.

Hay historias como 1984 y la “Granja de los Animales” de Orwell, o “Fahrenheit 451” de Bradbury, que nos han ayudado en estos tiempos a entender el lenguaje alienante y dominante que, desde el poder, predica falsedades. Para un cada vez menor porcentaje de la población ese lenguaje ha generado una identificación paranoica y malsana, capaz de cometer crímenes y atrocidades basadas en la invención de un golpe de estado.

De la misma manera, creo que la fuerza colectiva ciudadana que hemos visto desplegada desde abril del año pasado contra este ataque a nuestra conciencia, vida y valores, le debe mucho a los creadores, poetas y escritores que este país ha producido en abundancia. Estoy segura que los espíritus y letras de Rubén Darío, Pablo Antonio Cuadra, de Pedro Joaquín Chamorro, Ernesto Cardenal,  Carlos Martínez Rivas, Joaquín Pasos, Lizandro Chávez, Rosario Aguilar, Mariana Sansón, María Teresa Sánchez, Claribel Alegría, Vidaluz Meneses, Ana Ilce Gómez, Michele Najlis, Julio Valle, las novelas de Sergio,Ramírez,de Arquímedes González, de José Adiak Montoya, Fátima Villalta, los cuentos de Ulises Juárez Polanco, los poemas de Francisco de Asís, los trabajos de mis colegas en la Academia, los de tantos que el tiempo me impide nombrar, han creado e influido en esas visiones, valores y concepciones que no nos permiten, ni nos dejarán, sucumbir ante el mal que nos rodea y acecha.

Para nuestros hombres y mujeres escritores y artistas, héroes de las ideas, de la creativa e inagotable imaginación de esta patria nuestra, les pido un aplauso. Muchas gracias.

Managua, 20 de Agosto, 2019

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