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Discriminación constitucional

Cuando el presidente de Costa Rica Oscar Arias expresó que después de haber leído la Constitución hondureña se dio cuenta que era la peor del mundo, ciertamente no había leído la nicaragüense.

Inventada por Ortega en 1987, reformada en 1995 durante el gobierno de Violeta de Chamorro y en el 2000 durante la administración de Arnoldo Alemán, la Constitución nicaragüense se distingue por incluir artículos violatorios a los derechos humanos y a los principios democráticos, así como también por sus grotescas contradicciones y pobre redacción.

Aunque desde su nacimiento estuvo plagada de inconsistencias legales, la reforma del 2000 acordada entre Ortega y Alemán es la que más ha contribuido a perpetuar intereses partidarios que nada tienen que ver con la formulación de un auténtico Estado de derecho ni mucho menos con el bienestar de la población a quien supone proteger.

Por medio de ella ambos personajes se aseguraron una repartición de puestos gubernamentales y la consecuente influencia política —no necesariamente liderazgo— que hasta el día de hoy continúa inmutable, con la única diferencia de que la supuesta repartición de poderes en partes iguales terminó fuertemente inclinada a favor de Ortega.

Aparte de esa inescrupulosa repartición, la discriminación contra la diáspora nicaragüense a lo largo de su contenido merece especial mención. A pesar de que desde un inicio declara enfáticamente que todos los nicaragüenses son iguales ante la ley (Arto. 27 y Arto. 48) se insertaron varios artículos que estipulan todo lo contrario, impidiendo a esa comunidad el optar a ningún cargo electivo o a ejercer posiciones de importancia dentro del aparato estatal.

Alegaron y aun alegan buena parte de la casta política que una ausencia prolongada les inhibe conocer lo suficiente la realidad del país y por consiguiente los incapacita de contribuir eficazmente al manejo de la cosa pública. Nada más lejos de la realidad, especialmente en la era de las comunicaciones instantáneas. Este argumento, más que una torpe pantalla es un cinismo insolente que disfraza el temor a que esa comunidad —económicamente fuerte e independiente, escéptica y menos sujeta a las acostumbradas intimidaciones político/judiciales— pueda convertirse en un bloque electoral vigoroso y obstaculizador de nefastos proyectos políticos.

Al mismo tiempo, mientras sus voluminosas remesas son bienvenidas, el Consejo Supremo Electoral, servidor incondicional del orteguismo y en flagrante violación de la ley, les niega el derecho a votar y a obtener la cédula de identidad fuera de Nicaragua, covirtiéndolos en ciudadanos de segunda clase dentro de su propio país.

Por ello, a pesar de la discriminación y abusos de que es víctima, o justamente por causa de ello, es ineludible que la diáspora y la oposición unida realicen una alianza política en la que la capacidad económica de la primera contribuya a contrarrestar el descomunal e inusitado crecimiento del poder financiero de Ortega y sus planes de permanencia en el poder.

Aunque ello signifique una nueva reforma, esta alianza no puede ni debe constituirse sin un compromiso pétreo por parte de la oposición que garantice que desde el primer año se introducirán las enmiendas constitucionales necesarias para eliminar todo artículo discriminatorio contra la diáspora, que reafirme la cedulación y voto en el exterior y que se incluya una representación legislativa.

No se debe permitir que una vez más Ortega se salga con la suya introduciendo nuevamente corruptas reformas constitucionales simplemente para saciar su sed de poder y que la diáspora permita nuevamente ser utilizada sin recibir una merecida participación en el escenario político nicaragüense. Ni esta ni el pueblo nicaragüense merecen ser regidos por una Constitución tan espuria como la actual.

El autor es arquitecto.
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