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Xavier Mojica desapareció en medio de la ola represiva que Daniel Ortega desató contra la rebelión ciudadana de 2018. A pesar que estaba ajeno a las protestas pasó 10 meses recluido en una cárcel clandestina, secuestrado por paramilitares. LA PRENSA/ Cortesía de Randall Hernández Wright

Xavier Mojica está vivo y relata el calvario que sufrió en cárceles paramilitares

Es uno de los desaparecidos más famosos de la ola represiva que Daniel Ortega desató en 2018. Pasó diez meses en celdas clandestinas, totalmente oscuras, y sin más contacto humano que la voz y los golpes de sus secuestradores. Su familia pagó el rescate a los paramilitares. Ahora trata de recuperar la vida que le destruyeron.

Aproximadamente a la una de la mañana el 20 de marzo de 2019, un hombre y una mujer esperan dentro de un vehículo pequeño, estacionado en una carretera sin identificar cerca de Managua. Están ansiosos. Temerosos. Temen por sus vidas en un país que está viviendo unos de sus años más violentos de las últimas décadas. Temen que los estén engañando otra vez.

Finalmente, aparece una camioneta Toyota doble cabina. Se estaciona cerca, y de ella baja un hombre encapuchado con ropaje y armas militares. La pareja siente que el corazón se les va a salir del pecho. El hombre se baja y va al encuentro del encapuchado. Apenas cruzan palabra. Le entrega un paquete al encapuchado y este hace una seña. Tres encapuchados más bajan arrastrando un muchacho esquelético, peludo y con una incipiente barbita de chivo. En la oscuridad, y tapado por los hombres, la pareja no logra ver bien lo que sucede. El muchacho se sorprende de encontrar a sus padres. ¿Por qué están ellos aquí? ¿Nos van a matar a todos? Es lo primero que se le ocurre. Abraza a su madre que llora y saluda a su papá.

—Montate al carro —le ordena el padre, y él obedece sin preguntar. En el carro, reclina el asiento y se queda mirando el techo, sin entender todavía lo que está pasando.

Hasta ese momento, Xavier Mojica Centeno llevaba 303 días secuestrado en mazmorras clandestinas, tan oscuras que no sabía cuándo terminaba un día y cuándo comenzaba otro; sin hablar con nadie más que con sus carceleros. Cumplió 22 años en un calabozo. Pasó las fiestas patrias, la griterías, la Navidad y el Año Nuevo en un hoyo donde solo había oscuridad.

Afuera, su familia recorría desesperada estaciones de Policía, hospitales, medios de comunicación y amigos, buscando al hijo desaparecido. Pegaron carteles por todo Managua, distribuyeron volantes e hicieron camisetas preguntando: ¿Dónde está Xavier Mojica? Siempre dejaban un número de teléfono, que al final fue clave para que los paramilitares que lo secuestraron buscaran contacto y el muchacho regresara vivo.

“Me arruinaron la vida”, dice ahora, llorando y desde su exilio solitario, siempre clandestino, Xavier Mojica Centeno, quien por primera vez decide contar su historia.

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“Estoy tratando de recuperar mi vida”, dice desde el exilio el muchacho de 22 años. LA PRENSA/ Cortesía de Randall Hernández Wright

Yo tenía una vida

Xavier Mojica era un chavalo feliz a su manera. El mayor de tres hermanos, vivía en un hogar tradicional, donde la madre, doña Lorena Centeno, lo vigilaba con severidad. “Para que no ande en malos pasos, usted sabe”, dice la madre. Xaviercito, le decía, y siempre lo trató como el tierno de la casa a pesar de que luego vinieron dos hijos más. El muchacho tampoco era de vagancias. De la escuela a su casa. Su vida era el mundo anime.

“En el colegio siempre estaba con mis compañeros de clase. Trataba de hacer lo mejor posible todo. Entregaba las tareas. Era casi lo típico. Ningún deporte. Me manejaba en el salón dibujando. En mi tiempo libre hacía arte anime, arte histórico, bosquejos. Lo que me inspiraba era lo que ponía sobre el papel”, dice en una entrevista por teléfono.

—Demasiada televisión te fundió —le reclamaba doña Lorena cuando lo veía ensimismado en sus dibujos y sus historias.

“Casi nunca tuvo amigos. Eran contados con los dedos. Tenía una vida tranquila”, replica su padre, don Xavier Mojica.

Lo que posiblemente no sabían los padres es que el muchacho había construido un organizado mundo de amigos, donde cada quien era escrupulosamente colocado en un grupo según unas características que el propio Xavier decidía. Así, el “Grupo Beta” era el de los amigos más íntimos y el “Grupo Alfa” era más amplio, el de los chistes y la fregadera. Se había inventado un alias, “Xharly” (así lo escribía), que le sería muy útil en la tragedia que se le avecinaba, de tal forma que a un grupo de sus mejores amigas les decía “Ángeles”, jugando con aquello de “Los Ángeles de Charlie”.

Ya poco queda de la vida que Xavier tenía antes de ser secuestrado por paramilitares. LA PRENSA/ Cortesía de Randall Hernández Wright

Estudió primaria y secundaria en el Instituto Ramírez Goyena, y había comenzado el primer año de Diseño Gráfico en una universidad privada. Hacía trabajo social en su colegio y sus mayores escapadas eran al parque japonés a ver festivales anime. Era un “otaku”, dice doña Lorena, para explicar su afición a la cultura japonesa.

La política nunca le interesó. No le gustaba el gobierno pero casi nunca opinaba y se mantenía al margen de actividades políticas. Cuando consiguió su primera cédula de identidad y su grupo de amigos estaba excitado porque votaría por primera vez, él dijo:

—Yo no voto. ¿Para qué? Sin llegar a votar ya mi voto está depositado ahí.

Cuando inició la rebelión de abril de 2018, aunque todos en su familia estaban contra el gobierno de Daniel Ortega, se mantuvieron al margen, por prudencia y temor. “Cuando estallaron las revueltas, yo solo decía que hay que tener cuidado. Hay que prevenir. Mi familia era de no meterse, ellos estaban completamente en contra al igual que yo pero no nos metíamos. No participábamos en nada de lo que se hacía”.

Sin embargo, la política los alcanzaría a pesar de todo. La vida tranquila que llevaba Xavier Mojica cambió violentamente el 11 de junio de 2018, cuando regresaba del colegio y un grupo de paramilitares lo secuestró mientras hacia una recarga de su tarjeta TUC, o sea, la que servía para pagar el pasaje de los buses.

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Xavier Mojica, con un año de nacido. LA PRENSA/ Cortesía

La desaparición

“Yo venía de clases con mi hermana. Mi madre nos llegó a traer porque las cosas se estaban poniendo feas en las calles y todo era terrible. Me bajé cerca de la casa. Recargo la TUC y me regreso. No pasa nada, dije. No pensé que me fuera a pasar algo. Y sí pasó”.

Para ese día la represión había llegado a niveles insospechados. Había tranques y barricadas en todo Nicaragua. Caravanas de paramilitares con armas de guerra, realizaban la llamada “Operación Limpieza” en los barrios orientales de Managua, y patrullaban agresivos a plena luz del día por las calles de la ciudad.

Xavier Mojica acaba de recargar 10 córdobas en su tarjeta TUC a eso de las once de la mañana del lunes 11 de junio y caminaba hacia su casa, cuando una de esas camionetas paramilitares se estacionó a su lado. “Unos hombres encapuchados me tomaron y me subieron. En ese momento todo fue tan rápido. No tuve tiempo de pensar ni nada. Era un secuestro. Me metieron a la fuerza. Eran dos los que yo veía. Me tuvieron atrás de la camioneta con la cara en el asiento, viendo para abajo. Uno de ellos me amenazaba con un arma”, relata.

El encapuchado le advertía que si trataba de ver a dónde lo llevaban, le iba a disparar. El muchacho temblaba. Se dejó llevar sin resistencia alguna. En el camino le hacían preguntas que no entendía. Que si estaba con los universitarios, que si estaba en los tranques. “Por el mismo miedo no podía responder o contestaba con respuestas cortas”.

En su casa, doña Lorena lo esperaba ya preocupada por la tardanza. Le había servido el almuerzo y tuvo que taparlo para que no se mosqueara. Si solo son tres cuadras, se decía. Tal vez se habrá quedado hablando con algún amigo, se alentaba. Don Xavier se molestó cuando supo que su hijo se había bajado solo una parada antes de llegar a casa. “¿Por qué te separaste de él?”, reclamó. Y decidieron regresar sobre sus pasos para preguntar por él. En la parada de buses, nadie les dijo nada. En la pulpería donde recargó la tarjeta, le confirmaron que pagó y se fue caminando. Nada más.

Un señor que fabrica llaves y es conocido de la familia les dio la mala noticia: “Dicen que una camioneta de paramilitares se lo llevo”. Ahí doña Lorena se quebró. Todos los “tal vez” en que ponía esperanzas se esfumaron. Fue a la estación II de la Policía a denunciar la desaparición y no quisieron atenderla. Fue a los hospitales, a las morgues, a Medicina Legal, y a El Chipote, la cárcel donde llevaban generalmente a los presos políticos. En todos esos lugares le negaron información.

Al día siguiente de la desaparición, el martes 12 de junio, estaba en el Chipote de nuevo cuando doña Lorena vio salir a un compañero de clases de su hijo.

“Me voy al Chipote y veo a un compañero de clase que se llama José García, y se hizo famoso porque tenía una frase: ‘Fui a defender mi patria’. El 11 de junio a las cuatro y media de la tarde lo arrestan y los llevan al Chipote. El 12 lo estaban sacado con la nariz quebrada para llevarlo al Hospital Bautista. Me le acerco y le pregunto si no miró a Xaviercito. Me dijo que a las seis y media vio que tres policías me lo estaban pateando. Se me cayó el corazón”.
“Su pecado fue andar mochila”, dice el padre. “Tener la pinta de estudiante era un delito”.

Xavier Mojica, padre, y Lorena Centeno batallaron para recuperar a su hijo. LA PRENSA/ Jader Flores

Dejé de ser persona

“Creo que el primer lugar al que me llevaron era El Chipote. No estoy seguro. Cuando me encerraron escuchaba voces de fondo, pasos. Yo no lograba ver a las personas que estaban ahí. Las voces que oía no se entendían. Todo estaba oscuro. No sabía qué hora era. No tenía noción de tiempo. No sabía lo que estaba pasando conmigo ni lo que estaba pasando afuera. Nada”, dice.

Xavier Mojica recuerda esa vez que su amigo vio cuando lo pateaban. Él cayó de rodillas e inexplicablemente se sintió bien en el suelo. Quería quedarse ahí. Pero él ya no decidía nada. Y lo levantaron a la fuerza. “Dios mío, ¿por qué me está pasando esto?”, se preguntaba. Yo sentía que estaban cometiendo una injusticia terrible. Lo único que quería era devolverme a la casa. Escapar”.

“En la cárcel ellos solo se acercaban y me hacían preguntas desde afuera. Yo sentado en el suelo, sin poder hacer nada. Me hacían preguntas tales como: ¿En qué tranques estaba? ¿Cuántos son? ¿Están armados? ¿Andabas un arma? ¿Para dónde ibas? Yo por el miedo, por el terror que sentí en ese momento, solo decía no sé, por favor sacame de aquí. Quería razonar con ellos, pero solo se iban. Era silencio. No escuché a nadie más que a esas personas que llegaban a hacerme preguntas”.

En lo que supone era El Chipote estuvo entre dos y tres semanas. No puede saber con precisión porque la oscuridad de la mazmorra donde lo tenían no le dejaba saber cuándo terminaba un día y cuándo comenzaba otro.

“Un día me sacan a mí y a otras personas que no logro identificar. No sé si pasaron el mismo encierro que yo o fue diferente. Era la primera vez que miraba a otras personas que no fueran esos encapuchados. Me llevaron de golpes y patadas. Me separaron del resto y me montaron en la tina de la camioneta. Solo podía ver para abajo. No me dejaban reconocer el lugar. Siempre apuntándome con un arma”.

Esta vez sintió el camino largo. No sabe si fue que lo llevaron lejos o que dieron muchas vueltas en Managua. A veces oía otros carros y a veces solo el viento. Y a pesar de ir en cuclillas, viendo hacia abajo y amenazado con un arma, disfrutaba el aire libre. Era su pequeña libertad, se decía él mismo.

Al lugar que lo llevaron era peor. Mucho más oscuro y terriblemente caliente. Lo desnudaron y bañaron. A veces lo tiraban desnudo a la celda y otras le daban su ropa, la misma con la que lo capturaron: una camiseta verde y un pantalón café que terminó en harapos. Pero era tanto el calor, que aun cuando le permitían su ropa, él se denudaba por el día. El único contacto humano que tuvo era con los encapuchados que de vez en cuando llegaba a golpearlo, humillarlo o a hacerle preguntas. La comida que recibía era una pasta amarillenta que hasta el día de hoy no sabe qué era.

“Me decían que era solo un pedazo de mierda mas de todas las que habían a fuera. Que nos iban a matar a todos. Me daba por llorar. Me golpeaban. Lloraba de dolor y de rabia. Me preguntaban si yo era de la UNAN o de la Upoli. Yo solo decía no sé nada, por favor sáquenme. Me preguntaban si los obispos estaban involucrados. Si ellos financiaban algo. Me preguntaban cómo se llamaban mis padres”.

En un momento, dice, dejó de sentirse persona, En la oscuridad a veces sentía que había alguien más en su celda. Pero ahora cree que solo era su imaginación. Se sentía muerto. Y empezó a desear su muerte. “En un momento busqué que me dispararan. No se los dije pero se lo di a entender. Me acerqué a uno de los que estaban armados. Me le pegué al arma que me estaba apuntando y cerré los ojos esperando el disparo. Me empujó y me devolvió al lugar en el que estaba. Estaba realmente deseando que lo hiciera. No quería saber nada, ni de mí ni de lo que pasaba alrededor. Nada”.

A los meses, no sabe cuántos porque perdió la noción del tiempo en la oscurana, una noche lo trasladaron a una tercera cárcel. Esta vez el recorrido lo sintió más corto. Nuevamente se sintió libre, gozando del aire con la cara contra la tina de la camioneta. En este lugar ya no lo golpean. Solo le gritan. La celda sigue siendo solitaria y oscura. “En el tercer lugar ya distinguí que era arroz lo que me daban en la comida. Pero siempre tenía miedo que tuviera algo. La revolvía lo más que podía”, dice.

En uno de los interrogatorios lo llaman por primera vez con su nombre. “Solo me jalaban y me tiraban, hijueputa chavalo levantate. Nunca me decían mi nombre. Nunca había escuchado mi nombre completo”. Y luego le mencionaron el nombre de su mamá: Lorena Centeno. Ahora piensa que debió haber oído el nombre de su madre sin mostrar ninguna emoción para no darles armas a sus verdugos, pero no pudo. Entró en pánico y comenzó a temblar. “Si sabían el nombre de mi madre, de mi familia o amigos, no sé qué podía pasar con ellos. Ya mi preocupación era otra. Mi preocupación era por ellos”.

Con unos nueve años, junto a su hermana menor. LA PRENSA/ Cortesía

El rescate

Lo que no sabía Xavier era que los paramilitares que lo mantenían preso ya habían entrado en contacto con su familia con intención de extorsionarla.

La familia del muchacho desaparecido había comenzado una intensa campaña de búsqueda. “¿Dónde está Xavier Mojica?”, se leía por todas las redes y medios. La búsqueda del hijo desaparecido, provocó que don Xavier perdiera su trabajo en una pastelería. Comenzaron a vender y empeñar cosas para sobrevivir y costear la búsqueda. Vendieron una de las dos motos y el carro Nissan que tenían.

“La Policía llegó a mi casa diciendo que no siguiera publicando nada porque ya el caso estaba en sus manos. Decían que yo estaba poniendo mal la imagen del país al estar diciendo que mi hijo estaba desaparecido”, dice doña Lorena.
—Si ustedes mismos lo tienen, dénmelo—les respondía la madre.

“Nunca acusé a la Policía públicamente porque no tenía pruebas”, dice.

El teléfono que dejaba por todos lados para que la contactara cualquiera que supiera algo de su hijo, comenzó a llenarse de llamadas y mensajes. Muchos con información falsa, burlas y bromas. A mediados de septiembre empezaron a recibir, sin embargo, algunos mensajes que ellos sintieron distintos.

—¿Vos crees en Dios? —le dijeron–. ¿Vos crees que Dios te lo va entregar? Si cree en Dios, comuníquese con Dios.

Eran números anónimos. Estaban sondeando el terreno. Poco a poco se fueron identificando como los captores. En dos momentos citaron a los padres a dos lugares donde supuestamente entregarían al muchacho secuestrado. “Eran falsos. Tal vez para probar si íbamos”, dice doña Lorena. Una de esas veces fue en la Cuesta del Plomo. “Tuvimos la imprudencia de ir en la madrugada. Le dimos cinco vueltas en moto y nadie llegó. Estuvimos ahí como entre las once de la noche y las dos de la mañana”.

El récord policial de Xavier está limpio. LA PRENSA/ Cortesía

Se decidió que solo don Xavier contestara las llamadas, porque doña Lorena ya no soportaba la tensión. “Se comunicaron de nuevo con nosotros y ya comenzaron a hablar más en serio. Uno percibe cuando ya la cosa iba en serio. Ya comenzaban a hablar de una cantidad de dinero para entrega. Antes no habían hablado nada de eso. Y que si nosotros decíamos algo, ellos sabían más de nosotros que nosotros de ellos”, explica don Xavier.

El rescate se estableció en 600 dólares. Una fortuna para una familia pobre de Managua, más aun después de un año sin trabajo y con los gastos de la búsqueda. “Ellos pusieron ese precio. No hubo negociación. Comenzamos a pedir ayuda a la familia y amigos. Empeñamos varias cosas. La mayor ayuda fue de amigos”, dice don Xavier Mojica. A los cuatro días llegó la llamada definitiva:

—Dame y te damos —le dijeron del otro lado del teléfono y le indicaron el lugar de la entrega.

Mientras tanto, en la cárcel clandestina, un encapuchado se acerca a la mazmorra de Xavier.

—Vamos pues, te llegó la hora —le informa.

“Creí que iban a desaparecerme definitivamente. Yo sabía que estaban hartos de mí. Sabía que no les había servido de nada porque no les había dicho nada de utilidad”, dice el muchacho.

El viaje fue similar a los anteriores. Solo que ahora insistían en advertencias:

—Cuidado si hablás. No digás nada—le decían. —Si volvemos a saber de vos ahora sí te vamos a matar.

“Me llevan en la parte de atrás de una doble cabina”, relata. “Me bajan y me comienzan a arrastrar. Voy viendo a mi familia. Estábamos en una carretera, no sé cuál era. ¿Qué hacen ellos aquí? Estaba contento de verlos, pero ¿qué van a hacer con ellos? Me sueltan. Corro y abrazo a mi mamá. Saludo a mi papá. Ellos me dijeron: ‘Móntate en el carro’. Me monto y me pongo a ver el techo. Trato de no pensar más”.

Don Xavier dice que al principio no lo identificaron, porque lo tapaban los encapuchados con su cuerpo. Era como la una de la mañana. “Tenía que ser en un momento súper silencioso. Se acerca uno, se le da el dinero, y ya le dan pase al otro. Nos volvieron a advertir que si los denunciábamos ellos sabían más de nosotros que nosotros de ellos”.
Ya en el carro, Xavier absorto, solo escucha decir:

—Miralo cómo está. Tenemos que llevarlo a otro lugar. La casa no es segura.

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Xavier escapó hacia Costa Rica para proteger su vida. LA PRENSA/ Cortesía de Randall Hernández Wright

El exilio

Ya libre, Xavier Mojica permanece una semana escondido en una casa de Managua. Luego deciden que escape a Costa Rica para proteger su vida, sobre todo porque alguien que conoció de la liberación publicó un tuit con detalles del rescate. Temían que los secuestradores se fueran sobre ellos. Tanto miedo tenían que, incluso, sabiendo que era cierta, llegaron a un canal de televisión a desmentir la información del tuit.

“Salgo esquivando la frontera de Nicaragua. Tenía miedo de lo que fuese a pasar. Ya tengo comunicación con mis padres. Me dicen que no era seguro hablar, manifestar ni decir todo lo que había pasado. Esta es la primera vez que estoy, contando esto. Pasé escondido seis meses. Logré que una iglesia me resguardara”, relata Xavier.

Dice que trataba de hablar pero no podía. “Tal vez mucho tiempo en el encierro me dejaba sin posibilidad de hablar”, piensa. Comenzó a usar su seudónimo de chavaladas. “Yo soy Xharly (Charlie) para mis compañeros de la iglesia”, dice. No ha querido ponerse en contacto con sus viejos amigos para no ponerlos en peligro. Pero los extraña. Se hizo un perfil falso en Facebook para entrar a ver qué ha pasado con sus amigos sin que ellos se den cuenta.

En el exilio evita hablar con mucha gente. Tiene miedo de que lo reconozcan si va a lugares públicos. Cree que en su búsqueda su rostro se hizo muy conocido. “Los pastores llegan a darme un trato de recuperación. Comienzan a ayudarme de todas las formas posibles, sicológica, física y emocionalmente. Ellos comienzan a hacerme sentir de nuevo una persona”.

***

 


Cinco preguntas que Xavier Mojica respondió

—¿Por qué alguien querría hacerte daño? Si ya te soltaron y al fin de cuentas nunca te metiste en nada contra el gobierno.

“Ellos son paramilitares. Han asediado mi casa. Han preguntado por mí. Me han estado buscando. Yo soy una prueba que existe el crimen en la política. Los mismos policías, los mismos paramilitares, ellos mismos cometieron cosas que haría el crimen organizado. Intentan extorsionar a la familia. Hasta hace muy poco llegó la Policía a preguntar por mí”.

—¿Qué pensás hacer con tu vida?

“Quiero irme lejos a un lugar donde no voy a ser una presa. Que si me quedan viendo es porque soy un extranjero y no porque me conozcan o me hayan visto en las noticias. No quiero ir por la calle, montarme en una ruta o taxi y tener que cubrir mi rostro para movilizarme. Conseguir trabajo, estudiar en algún lugar. Ser de nuevo yo sin la necesidad estarme escondiendo. Sin tener que ser un anónimo siempre”.

—¿Sentís que te arruinaron la vida?

(Llora) “Si, me la arruinaron. A mis 15 años yo dije, voy a construir algo, voy a poder salir con mis amigos, ir a eventos, eventos anime, trabajar, tenía planes, proyectos. Tenía personas que yo les prometí que iba a estar siempre a su lado. Personas que quería mucho y les mentí porque ya no estoy con ellos”. (Llora de nuevo)

—¿A quién responsabilizas de lo que te ha pasado?

“El primer responsable es el gobierno. Nada de esto hubiese pasado si se hubiese hecho de otra forma, si por lo menos no hubiesen actuado de forma tan violenta, al sacar policías y paramilitares, y que sean sicarios, asesinos. Uno ahora no solo tiene miedo de los criminales normales sino de la Policía”.

—¿Por qué decidiste contar tu historia?

“Necesito recuperar mi vida. Al dar este testimonio, al exponer este caso, al tratar de hacerlo como una forma de valor, intento volver a ser yo. Intento dar este testimonio con el único propósito de recuperarme como persona. Ya no sentir miedo. No ser un anónimo. Que mi madre ya no reciba llamadas de medios de comunicación pidiéndole hablar de mí. Ella ha sufrido mucho. Lo principal es recuperarme a mí”.

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