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“Van a salir de ahí muertas”, “van a salir putrefactas”, “no las vamos a dejar salir”. Ocho noches de terror en la iglesia San Miguel Arcángel en Masaya

Los policías que rodearon el templo San Miguel Arcángel en Masaya les gritaban a los familiares de presos políticos amenazas y grosería mientras estuvieron retenidas

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La lluvia caía con fuerza sobre Masaya, una ciudad que desde hacía una semana se había convertido en noticia, otra vez, porque adentro de la iglesia San Miguel Arcángel estaban encerradas quince personas, incluido el propio párroco, Edwin Román.

Nueve de estas personas eran mujeres que pasaban hambre para demandar la libertad de sus familiares, presos políticos de la dictadura orteguista. La aparición de la lluvia renovó sus alegrías, aunque fuese por momentos. Al escuchar el golpe de las gotas sobre el techo, saltaron del piso de la sacristía y se metieron al chorro natural que salía borbollante de la canaleta de la casa cural. La felicidad duró un par de horas, pero fue suficiente.

Para ese jueves 21 de noviembre, las huelguistas llevaban ocho días encerradas en la iglesia. Quedaron atrapadas después que el jueves 14 iniciaron una huelga de hambre indefinida para presionar al régimen de Daniel Ortega a que liberara a las más de 130 vidas que están en las cárceles; incluidos sus hijos, hermanos y esposos.

Las mujeres, jóvenes en su mayoría, pensaban que los policías que rodearon a la iglesia desde la tarde de ese jueves se irían en la noche, como había sucedido en ocasiones anteriores, pero no fue así.

Adentro del templo, el padre Edwin Román celebró la misa que la Policía intentó impedir ese mismo jueves, horas antes del encierro total. Los únicos que la escucharon fueron los que luego  quedarían encerrados.

La luz eléctrica fue cortada cuando el sacerdote celebraba la homilía. Después sería el servicio de agua potable.

Solidaridad las hizo sobrevivir

Con dos barriles de agua que tenía almacenado el padre Román, así como algunos galones de agua y suero oral que habían dejado los médicos que ese mismo día habían revisado a las huelguistas, más tres botellas que les entregó la Unidad Nacional Azul y Blanco, a medianoche, y lo que recolectaron de la lluvia; sobrevivieron nueve días y ocho noches de terror, en los que la iglesia se convirtió en su fortaleza ante la violencia intempestiva de la policía orteguista y las turbas de la dictadura.

El racionamiento

Las madres fueron racionando el agua que tenían, al grado que algunas solo tomaban un vaso de agua al día, otras ni siquiera eso.

Cuando las reservas de agua purificada que habían combinado con suero se acabaron, recurrieron al agua de lluvia. Antes de ese último jueves había llovido con menos intensidad, pero esto les permitió recoger un poco.

Hervían el agua, y así la consumían. “El estómago se cerró por completo”, dice doña Diana Lacayo, quien pese a su asma no dudó en mantenerse firme en la huelga de hambre. Dormir en el suelo provocó que enfrentase ataques de asma.

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Como no comían, no necesitaban ir al baño más que para orinar. Acordaron que lo utilizarían en varias ocasiones y después realizarían una sola descarga, para ahorrar agua.

En el patio del padre había un árbol de naranja agria y otro de noni. La abogada Yonarqui Martínez, quien también quedó atrapada con los familiares de presos políticos les hacía un té, lo tomaban y trataban de calmar los nervios.

Sus noches las iluminaban con candelas. El contacto con los familiares se fue perdiendo a medida que la batería de sus celulares menguaba.

Habían acordado que el teléfono del padre Edwin y el de la abogada Yonarqui tenían que ser priorizados para que se cargaran con la batería del carrito amarillo del sacerdote, estacionado en el parqueadero de la casa cural. Esa fue su ventana al mundo durante su encierro.

En la sacristía se acurrucaban cubiertas por cortinas rojas y verdes que el padre Román les brindó. Tres días antes que las mujeres llegaran a la iglesia, donde se desarrollaría la huelga de hambre con asistencia médica y con el apoyo de sus familiares, el padre había recibido una donación de ropa, las mismas que las mujeres usaron durante su encierro.

Días de “baño ruso”

Al segundo o tercer día dejaron de bañarse y solo humedecían un trapito y se limpiaban lo más necesario. “Baño ruso”, dice Karen Lacayo Rodríguez, de 42 años, hermana del preso político, Edward Lacayo.

Durante el día dormían, hablaban de sus vidas, contaban chistes y también recordaban a los suyos. La bulla de la calle que va hacia el mercado, con sus ofertas de ropa de paca, y el gentío que iba y venía les daba cierta seguridad que mientras hubiese luz del sol, los policías no intentarían entrar.

Sin embargo, las amenazas de los oficiales, que “iban a salir en bolsas negras” o los abusos contra quienes intentaban acercarse para lanzarles comida o para orar, las obligó a cerrar la ventana, que abrían para tener un vínculo con el exterior.

Doña Flor Ramírez y Karen Lacayo se abrazan, después de pasar nueve días encerradas en la iglesia San Miguel Arcángel. Ambas temían no salir con vidas. LAPRENSA/C. TÓRREZ

Diana Lacayo recuerda a una señora que llegó con hielo para la insulina del padre, y la corrieron del lugar. Relata que un Policía decía: “Cuidado le tiran comida a estas hijueputas o agua. No permitan nada”, asegura.

La orden era como una sentencia contra sus vidas; adentro el hambre, la sed y la ansiedad hacían de las suyas.

Las mujeres sabían que estaban aisladas del vecindario. La iglesia permaneció rodeada de retenes, a través de los que se podía caminar, pero que en las noches quedaban desiertos.

Enfrente de la entrada principal de San Miguel hay un parque, que por ironía de la vida, se llama Parque Las Madres, y era donde se reunían grupos parapoliciales, y a donde llegaba el mismo comisionado general Ramón Avellán en su camioneta blanca.

Las madres miraban todo desde algún espacio que permitía la madera pandeada.

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La noche del jueves, en la que integrantes de la UNAB llegaron a dejarles agua los confundieron con turbas. Estaba todo a oscuras y no sabían que ellos se atreverían a llegar, pese al gran despliegue policial.

La voz de Lesther Alemán diluyó sus dudas y abrieron las ventanas. Le pasaron tres botellas de agua de tres litros, mientras dejaban otros galones en el atrio de la iglesia, que nunca llegaron a sus manos.

El sacrificio de los aguadores

Trece personas del grupo que llevó agua ahora es acusado por tráfico de armas. Ellas pensaron que los dejarían libres porque no estaban haciendo algo malo.

“Se lo juro por mi hijo que está preso, solo agüita era lo que ellos nos llevaban en ningún momento nos llevaron otra cosa; agüita y la solidaridad de cada uno de ellos”, dice Diana.

Doña Flor Ramírez está sentada en un sofá amarillo de un hotel de la capital. Es una mujer de 63 años, no tiene presos políticos, no tiene víctimas directas de la masacre orquestada por Ortega, pero le duele Nicaragua y eso la motiva hasta pasar hambre por ver lo que ella denomina una nueva Nicaragua. Durante dos días se comunicó con su familia y de ahí, perdió cualquier conexión.

¿Usted sintió que no iba a salir con vida de la Iglesia?,  se le preguntó.

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Responde que sí. Enseguida las palabras se atropellan al tratar de seguir hablando y a la vez, reprimir sus lágrimas. Era triste ver algunas de las que estaban con ella, se ponían histéricas porque no tenían lo necesario, estaban encerradas y sin comunicación, cuenta luego de sobreponerse un poco.

Ella temía por la salud del padre Román, y le preocupaba que si él se ponía mal sabían que afuera solo habían policías con armas. “Creíamos que nadie nos iba a sacar de ahí”, dice entre lágrimas.

“Muchas caían en crisis por no saber nada de su familia, por no saber qué sucedía, algunas creían que nos habían abandonado, y no. Yo les decía mantengámonos firmes, la gente está luchando afuera”, relata.

“Yo veo que este gobierno tan hostil, tan asesino es que nos acorraló, nos arrinconó para eso, para matarnos” dice. Sin embargo, previendo una situación extrema, todos sabían que debían hacer.

Había una cuerda que estaba sujeta a la campana, y  esa sería la alerta. Era un SOS que recordaba los minutos previos de los ataques brutales que ejercían grupos parapoliciales contra el pueblo de Masaya en el período más álgido de protestas.

Esta imagen fue del tercer día que madres de presos políticos  permanecen en huelga indefinida exigiendo  la inmediata libertad de sus familiares. Mientras tanto la Policía Orteguista (PO) mantiene cercada la Iglesia San Miguel de Masaya, donde se encuentran junto al padre Edwin Román. LA PRENSA/Roberto Fonseca

La solidaridad fue condenada

El padre Edwin Román no desaprovechaba cualquier comunicación con periodistas para solicitar que llevaran comida, que llevaran colchonetas y que les dejaran pasar agua.

Nada de eso permitió la Policía. Hasta los mismos sacerdotes de Masaya fueron impedidos de ingresar al templo católico. A lo interno, los vecinos del padre le ayudaban, pero la Policía se enteró y se mantuvo en el patio de una de las casas colindantes. La ayuda tuvo que cesar.

El padre y su sacristán, dos excarcelados, la doctora Yonarqui y otra joven que no estaban en huelga de hambre se repartían lo poco que tenía el sacerdote de 59 años y diabético. Pasaron el estado de sitio con algunas sardinas, pastas, arroz y frijoles. Siempre priorizaban al sacerdote.

Karen López cuenta que enterraron una olla, le echaron agua y ahí permaneció la insulina. Como la tierra estaba mojada conservó un poco la humedad y así trataron de alargar la vida del medicamento.

El padre dejó de pincharse dos veces y solo lo hacía una. Sus energías fueron decayendo, estaba desvanecido. Las mujeres decidieron acabar con la huelga de hambre por la salud del sacerdote.

No querían que nada malo le pasara al hombre que había orado por ellas, que había celebrado misa para ellas y que les había asegurado que estaría hasta el final. Él también había padecido el asedio de las turbas, que también le gritaban insultos.

“Van a salir de ahí muertas”, “van a salir putrefactas”, “no las vamos a dejar salir”, esas eran las amenazas que atormentaron ocho de sus noches a las mujeres, quienes en todo momento estaba vigiladas, incluso con drones.

Heysell Palacios, hermana del preso político Denis Javier Palacios, temía el ingreso de las turbas orteguistas. Psicológicamente las amenazas estaban afectándola.

Pasaba durmiendo, ahora sabe que se debía a que tiene anemia. Asegura que aunque las condiciones fueron difíciles, todas seguían aferradas a mantener la huelga de hambre.

Sintieron que tenían que salir ese viernes porque presentían que las turbas orteguistas iban a entrar al día siguiente. La huella del encierro se percibe cuando cada una relata su calvario. En algún momento, todas temieron por sus vidas.

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