Jesús es el Hijo de Dios que se hizo hombre con todas sus consecuencias, siendo un ejemplo vivo de un buen ciudadano, nacido de mujer. Sus padres, María y José —dos ejemplares creyentes—, que cumplieron con su Hijo Jesús todo cuanto pedía la Ley de Israel. (Lc. 2, 22-40).
Vemos a María y a José con Jesús, recién nacido. María yendo a purificarse —según pedía el libro del Levítico a toda mujer— porque, al dar a luz un niño, quedaba impura (Lev. 12, 2) y presentar el niño al Templo y cumplir con pagar la ofrenda de dos palomas, que se pedía a todo primogénito recién nacido. (Lev. 12, 3 y Lc. 2, 23-24).
En este acto de presentación del Niño en el templo, teníamos que fijarnos en Simeón, un hombre bueno, honrado y piadoso (L. 2, 25) y en la profetisa Ana, una viuda llena de Dios (Lc. 2, 36-38).
Simeón, lleno de un gran espíritu de esperanza, aguardaba la venida del Mesías antes de morir (Lc. 2, 26). Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo y en ese mismo momento María y José entraban también al templo con el niño (Lc. 2, 26-27). Simeón toma en sus brazos al Niño Jesús y mirándolo lleno de gran fe dijo: “Este es a quien espera nuestro pueblo. El Salvador (Lc. 2, 30), el Dios de la Paz (Lc. 2, 29), la gloria de nuestro pueblo y de todos los pueblos (Lc. 2, 31) y la luz que brilla en las tinieblas de este mundo (Lc. 2, 32). ¡Ya puedo morir en paz!” (Lc. 2, 29-30).
Pero Simeón sabe que ese niño, va a ser “una bandera discutida” (Lc. 2, 34). Habrá quienes le reciban en Israel y se salvarán; pero otros lo rechazarán hasta llevarlo a la cruz. Por eso, la profecía de Simeón a María: “Una espada te atravesará el corazón” (Lc. 2, 35). Mirar a Jesús con los ojos de Simeón es fascinante. No podemos ante esa mirada sino decir con toda el alma: “Jesús es único, no hay otro que nos salve”.
La profetisa Ana era una gran mujer, viuda, llena de Dios (Lc. 37-38) y la primera mujer misionera de Jesús hablando de Él a todos: “Hablaba del niño a cuantos aguardaban la liberación de Israel” (Lc. 2, 38) y una mujer llena de una profunda alegría por haber tenido la gracia de conocerlo. (Lc. 2, 38).
Los padres de Jesús: José y María estaban admirados al darse cuenta de cómo Simeón y Ana hablaban de su hijo Jesús (Lc. 2, 33). Ambos eran unos ciudadanos ejemplares y cumplidores de sus deberes sociales y religiosos (Lc. 2, 39). María va al templo a purificarse, pues toda mujer que daba a luz un hijo tenía que hacerlo para cumplir con la ley del Levítico (Lev. 12, 2; Lc. 2, 22-24).
El Hogar de Nazaret era una verdadera escuela, José y María: padre y madre. Ambos dedicados por completo al cuidado amoroso de su hijo y a la educación de Jesús, el cual iba creciendo en “sabiduría y el favor de Dios le acompañaba” (Lc. 2, 40).
Maravilloso ejemplo el de la familia de Nazaret para todas nuestras familias hoy: José, María y Jesús. Llenos de grandes valores humanos y religiosos, vigentes para crear hombres nuevos como Jesús. Ya lo decía San Juan Pablo II: “La familia es la base de la sociedad y el sitio donde aprendemos los valores que nos guían toda la vida”.
Es en la familia que debemos construir ese hombre nuevo, capaz de crear, a su vez, una nueva sociedad en la que todos podamos vivir con dignidad, justicia y paz.
El autor es sacerdote católico..