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Ser como hijos de la luz

No hay vida sin problemas y conflictos en los ámbitos tanto social, como político, laboral, familiar o personal, que tenemos siempre a la orden del día. No hay grupo o comunidad, de la clase que sea, que no tenga sus problemas. No hay una sola persona, sea de la clase que sea, que no tenga sus problemas grandes o pequeños.

Pero lo malo de todo ello no son los problemas o conflictos, sino la actitud que muchas veces tomamos ante ellos: tomar la actitud de avestruz, “enconcharnos”, cerrar los ojos para no verlos o negarlos cuando estén ahí, es lo mismo que aumentarlos y hacer que su solución se haga imposible. Esta fue la actitud del pueblo de Israel en el tiempo del profeta Jeremías; no quiso ver los graves problemas que le estaban afectando y cayó en manos de los asirios. Por eso, Dios le dice: “Oye, pueblo estúpido y tonto, que tiene ojos y no ve” (Jer. 5, 21). Esta fue la actitud que tenían los fariseos y, por eso, Jesús les dijo: “Tienen ojos y no ven” (Mc. 8, 18). No hay peor ciego que el que no quiere ver. No hay peor actitud ante los problemas que nos puedan venir que la de pretender esconderlos. Es el no querer responsabilizarnos ante las dificultades que se nos presentan en el diario acontecer.

La postura humana y cristiana ante nuestros problemas y conflictos posibles es la “abrir bien los ojos”, como lo hizo Jesús con el ciego de nacimiento (Jn. 9, 7). Nos dice el libro del Eclesiastés: “El sabio tiene los ojos en la frente” (Qo. 2, 14). Esto es lo que hace Jesús con el ciego: le abre los ojos a la vida y con esa luz este afronta con valentía su propia vida conflictiva (Jn. 9, 1-11). Esto es lo que significa el grito de Jesús en la puerta del templo de Jerusalén el día de la fiesta de los Tabernáculos, cuando dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no anda en tinieblas” (Jn. 8, 12).

Cristo se nos ofrece para abrir nuestros ojos, para infundirnos su luz: “Yo soy la luz del mundo” (Jn. 9, 5). Dejarse iluminar por Él es abrir los ojos a la vida y sus posibles problemas y poder empezar a solucionarlos con su luz. Esto es lo que nos dice San Pablo: “En otro tiempo eran tinieblas, ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz” (Ef. 5, 8).

Abrir los ojos a la luz es descubrir que Jesús es nuestro único Mesías y Señor y, por tanto, gritarle como el ciego: “Creo, Señor” (Jn. 9, 38). Cuando nuestra vida y sus problemas son iluminados por Jesús, luz del mundo, la vida empieza a tener otro sentido y sus problemas empiezan a solucionarse también con otras perspectivas. Por eso, el grito de San Pablo viene muy bien para todos nosotros también hoy: “Despierta, tú que duermes… y Cristo será tu luz” (Ef. 5, 14).

Como dice la poesía: Luz de Dios que ilumina mi camino, luz bendita que quita mi oscuridad, luz que sana, que restaura, luz del que tanto me ama. Gracias a Dios por su luz, que de día y noche disfruto, con su calor que me arropa y su resplandor que me conforta.

El autor es sacerdote católico.

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