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formas de mortalidad, poetas, Carlos Gadel

Una extraña cuarentena

Llevar una mascarilla, usar guantes para tocar los artículos expuestos en el supermercado, desinfectar bolsas y empaques cuando regresamos a casa, y desinfectar, además, la superficie donde los colocamos para desinfectarlos.

Hay una escena de El aviador, la película de Martin Scorsese, donde Leonardo de Carpio se lava maniáticamente las manos hasta sacarse sangre. En estos tiempos de pandemia esa imagen resulta memorable, porque un buen y eficaz lavado de manos después que hemos tocado algo que puede contaminarnos, puede pasar por algo comparable a una obsesión.

Llevar una mascarilla, usar guantes para tocar los artículos expuestos en el supermercado, desinfectar bolsas y empaques cuando regresamos a casa, y desinfectar, además, la superficie donde los colocamos para desinfectarlos.

Las asépticas reglas de Howard Robard Hughes, el personaje a quien Scorsese busca retratar en El aviador, no eran muy diferentes, solo que él padecía de microfobia, un trastorno obsesivo compulsivo que causa aversión a los bacilos, gérmenes microbios, virus: la parentela infinita del Covid-19 que en tan pocos meses ha trastocado nuestras existencias.

Hughes, piloto, diseñador y constructor de aviones, productor de cine, dueño de compañías aéreas y de casinos en Las Vegas, heredó esta enfermedad mental de la madre, que obligaba a su hijo a enfrentar la legión de enemigos invisibles que acechaban día y noche en el aire. Algunos otros dicen que su demencia no era hereditaria, sino que provenía de la sífilis.

Acosado por el gobierno de Bahamas donde había buscado refugio, y bajo la mira de los inspectores fiscales de su país, frente a los que el presidente Nixon no podía influir para que dejaran en paz a su amigo, Hughes se vio obligado a buscar la protección del dictador Anastasio Somoza, y así aterrizó en Managua en febrero de 1972, adonde se quedaría, encerrado en el último piso del hotel Intercontinental.

Somoza pensó que había hallado un excelente socio para instalar una cadena de casinos, multiplicar la flota de su línea aérea, que solo tenía un avión, y seducirlo para que financiara el canal interoceánico, una manía recurrente de los dictadores de Nicaragua.

Solo se entrevistaron una vez, a medianoche, a bordo del jet Gulf Stream de Hughes en la pista del aeropuerto de Managua. La única deferencia de Hughes para con su anfitrión fue hacer que le recortaran las uñas, que se dejaba crecer como garfios, y la barba y el pelo, que formaban una hirsuta maraña. ¿Le habrá extendido la mano calzada en un guante de látex a Somoza, o se habrá abstenido del saludo?

Nadie pudo verlo nunca mientras vivió en la reclusión del hotel, una pirámide trunca, rodeado por su guardia mormona, todos abstemios por regla, y todos fieles de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que se encargaban de asearlo y cargarlo en brazos.

Se alimentaba de sopas Campbell, y barras de chocolate Hershey. Hizo instalar en las habitaciones un sistema de purificación del aire, y el personal de la limpieza recogía cada día decenas de mascarillas y guantes desechados, mientras las mucamas debían dejar las sábanas y las toallas en la puerta. Pero alguna de ellas logró vislumbrar en la penumbra una cama de hospital, y a una enfermera moviéndose alrededor de la cama.

La medianoche del 22 de diciembre se encontraba viendo la película Goldfinger, la tercera de la serie de James Bond, cuando el edificio empezó a cimbrarse violentamente. Era el primer anuncio del terremoto que arrasaría la ciudad. Los guardias mormones lo bajaron a toda prisa en una angarilla, y tuvo que esperar el amanecer para abordar el Gulf Stream que se lo llevó para siempre de Nicaragua, mientras abajo se alzaba la humareda de los incendios.

El autor es escritor. San Isidro de la Cruz Verde, abril 2020

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