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La dictadura y las elecciones

No es descabellada la información extraoficial y no confirmada, de que en el próximo mes de julio la dictadura podría llamar a los partidos políticos con personería jurídica para discutir la reforma electoral, y que en octubre serían nombrados los magistrados del Consejo Supremo Electoral.

Cabe recordar al respecto que el 9 de enero pasado, al instalar la legislatura de 2020 de la Asamblea Nacional, su presidente orteguista Gustavo Porras anunció oficialmente que este año se discutirá y aprobará la reforma electoral, la cual, enfatizó, “será para fortalecer el voto popular, el sistema de partidos políticos, la organización electoral y el sistema técnico-electoral dirigido por el Consejo Supremo Electoral”.

En realidad, independientemente de lo que vociferan algunos miembros del ala extremista y más dura del Frente Sandinista, de que por la pandemia “a lo mejor ni habrá elecciones el próximo año”, lo cierto es que Ortega está obligado a celebrar los comicios en noviembre de 2021. Su objetivo es quedarse en el poder para siempre, al menos mientras tenga vida, y después heredarlo a alguien de su familia, de eso no cabe ninguna duda. Pero no lo puede hacer con una dictadura revolucionaria, tiene que hacerlo con la dictadura electoral.

En este orden Ortega y sus secuaces se rigen —aunque lo más probable es que por su falta de ilustración y cultura política ni siquiera lo sepan— por la guía para la estrategia electoral que fue trazada por el doctrinario jurídico del nazismo, Carl Schmidt, de que “se accede al poder por la puerta de la legalidad, para cerrarla tras sí seguidamente en detrimento de los enemigos políticos”.

Así lo hizo Adolfo Hitler, que llegó al poder por medio de las elecciones y después no lo cedió, hasta que se suicidó en los últimos días de la II Guerra Mundial para no pasar la vergüenza de ser capturado por los rusos y los aliados, que ya estaban en Berlín, en las inmediaciones del Reichstag. Y es lo mismo que ha hecho Daniel Ortega, quien ganó de manera precaria y dudosa las elecciones de noviembre de 2006 y desde entonces no volvió a poner en juego el poder. Sin embargo no ha dejado de hacer elecciones, que en realidad han sido simulacros y fraudes para darle a su dictadura vitalicia apariencia de legalidad y legitimidad. De manera que lo que hay en Nicaragua es una dictadura electoral.

El concepto de dictadura electoral se refiere a aquellos gobiernos que habiendo sido elegidos en condiciones normales, una vez establecidos se sienten con capacidad e incluso con derecho de hacer lo que quieran, sin someterse a ningún control institucional ni social. Y no vuelven a permitir elecciones competitivas en las que podrían ser derrotados por una eventual mayoría opositora.

Algunos llaman también “democracias degeneradas”, a esos regímenes que celebran elecciones pero en ellas los ciudadanos no tienen el derecho ni la posibilidad de elegir, donde no existe la rendición de cuentas, todos los poderes públicos están sometidos al caudillo o dictador, tampoco hay Estado de derecho y aunque las libertades y garantías de los ciudadanos están escritos en el papel de la Constitución y la Ley, no existen en la realidad.

Lo cierto es que, aparte de la Alemania nazi de Hitler, prácticamente en todos los Estados totalitarios se ha acostumbrado realizar elecciones periódicamente, aunque no para elegir sino solo para votar por los candidatos que proponen el partido hegemónico y el caudillo dictador.
En Cuba hay esa clase de elecciones. Las hay hasta en Corea del Norte, que ostenta el pomposo nombre de República Popular Democrática de Corea, donde cada cinco años se celebran elecciones o farsas electorales de ese tipo.

Pero en Nicaragua Daniel Ortega no las tiene todas consigo. Él quiere hacer otra farsa electoral en noviembre de 2021, pero se debe enfrentar a una fuerte presión para que las elecciones sean auténticas, sobre todo de la comunidad democrática internacional de la cual no se puede escapar.

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