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formas de mortalidad, poetas, Carlos Gadel

Los oscuros pasillos de la historia

Nadie es tan sabio en los detalles como Suetonio, y en esto se ampara en una de las reglas básicas de toda buena narración, que es convencer al lector que lo que cuenta es verdadero.

Entre mis lecturas de cuarentena he vuelto a Suetonio, quien, en su Vida de los doce césares, entra en los pasillos mal alumbrados de la historia con paso de espía del pasado, y con diligencia de escritor de nota roja, o de gacetillero de revistas del corazón, busca penetrar los viejos misterios de la vida de los poderosos, sus vicios y excesos, taras familiares, incestos, megalomanías, crímenes, lujuria, avaricia.

El lector curioso, que busca instruirse en las minucias de las vidas narradas, puede dejar de lado las arideces de las fechas de batallas. Mejor seguir a Suetonio por los caminos escabrosos que recorre con la barbilla levantada solemnemente para mostrar su desprecio moral ante las inmundicias de que se alimenta el poder.

Bajo Trajano fue jefe de los archivos imperiales, y fue secretario de Adriano, con lo que tuvo acceso a los archivos donde figuraban las cartas, testamentos y demás documentos personales de los emperadores anteriores, desde Julio César y Augusto.

Nadie es tan sabio en los detalles como Suetonio, y en esto se ampara en una de las reglas básicas de toda buena narración, que es convencer al lector que lo que cuenta es verdadero.

Son once puñales, ni uno más ni uno menos, los que se levantan contra Julio César. Son veintitrés heridas las que recibe. Son tres los esclavos que lo llevan a su casa en una litera, “de la que pendía uno de sus brazos”. Los números hablan.

Vanidades y veleidades, obsesiones y mentiras, crimen y locura. Los subterráneos del poder que recorre Suetonio son de doble fondo; arriba están las anécdotas que pueden parecer banales, banquetes excesivos, triunfos militares fingidos; debajo corren las aguas negras que fluyen desde la naturaleza misma del poder.

Sus personajes, obsesos y arbitrarios, están muy lejos de pensar que al final serán cosidos a puñaladas, o acabarán envenenados. Es su destino de déspotas.

Psicópatas, como Calígula, que pasaba la noche deambulando por los pasillos, urdiendo crímenes, y que tenía por divisa la regla de que todo le estaba permitido, y con todas las personas, dueño de sus vidas, de sus cuerpos, y de sus muertes.

O locos de otro tipo, como Nerón, y ambos han llegado hasta nuestros días convertidos en caricaturas de historieta, el uno elevando al consulado a su caballo, el otro tocando la lira mientras ardía Roma. Esas historias, siempre tan populares, se las debemos a Suetonio.

Nerón, quien tenía la vanidad infantil de creerse un genio del bel canto, tanto como para presentarse en los teatros, y gastar fortunas en sus lujosas puestas en escena, a costillas del erario público. A nadie le estaba permitido abandonar el recinto cuando subía al escenario, y así hubo mujeres que dieron a luz en las gradas, y muchos espectadores “saltaron furtivamente por encima de las murallas… o se fingieron muertos para que los sacaran”.

Vigilaba que los aterrorizados jueces no fueran a dejar de escogerlo ganador de los concursos de canto, y perseguía a sus competidores hasta arruinarlos. A sus súbditos los clasificaba entre quienes alababan la excelencia de su arte, y quienes cometían traición al no elogiarlo. El ridículo es también una forma del poder desmedido.

En el año 122, Suetonio cayó en desgracia. El rumor sigue repitiendo en ecos, a través de los pasillos oscuros de la historia, que llegó a tomarse demasiadas libertades con Vibia Sabina, la esposa del emperador Adriano, quien, furioso, lo alejó del entorno palaciego.

Quién iba a decirlo. Suetonio, quien tantos adulterios nos dejó narrados.

El autor es escritor. San Isidro de la Cruz Verde, mayo 2020.

Columna del día Calígula Suetonio archivo

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