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Dos carpinteros sacan un ataúd para pintarlo. En las últimas semanas estas cajas no permanecen más de un par de horas en los talleres. LA PRENSA/O.NAVARRETE

Dos carpinteros sacan un ataúd para pintarlo. En las últimas semanas estas cajas no permanecen más de un par de horas en los talleres. LA PRENSA/O.NAVARRETE

Noches de muerte: el trabajo de los sepultureros en tiempos del Covid-19

Todo ha cambiado en cementerios, carpinterías y funerarias desde que comenzó la pandemia. Los sepultureros se esmeran por acaparar clientes y hacen horas extras por la noche. En un hospital un camión militar retira un cadáver.

Unos 20 sepultureros esperan en la entrada del Cementerio General de Managua a que llegue el siguiente entierro. Son casi las 5:30 de la tarde y todavía está nublado y brisando, por lo que los tramos donde se venden flores tienen encendidas las luces.

Los panteoneros no son los únicos que están haciendo su “agosto” con el aumento de fallecidos desde que en Nicaragua se desató el Covid-19, algunas semanas después de que, el 18 de marzo, se confirmara el primer caso en el país. Los hospitales privados, las farmacias, las funerarias e incluso los vendedores de flores han visto cómo repentinamente ha crecido la demanda de sus servicios.

Un niño salta el charco que está frente a la entrada del camposanto. Tiene unos nueve años y su trabajo es ofrecer “el mejor precio” a todo el que se acerque al cementerio.

“¡Qué pasó jefe, lo que quiera! Le limpiamos la tumba de su familiar y se la pintamos bien barato”, dice con seguridad, mientras con miradas intimidantes y desconfiadas los sepultureros se ponen en guardia.

Es un grupo variado en edades. Lodo en los zapatos y al lado pala, pico y mecate. La mayoría anda sin mascarilla. Entre ellos el más aventado es Maykol, un sepulturero que trabaja por cuenta propia. Lleva tapabocas, anda en bicicleta y nada más saludar comienza con su batería de precios que van desde los 6 mil córdobas hasta los 10 mil.

Algunas cuadras adentro se hace notorio que en este lugar ha habido mucho movimiento en los últimos días. Algunas tumbas lucen sellos nuevos de concreto, hay rastros de tierra recién removida y, casi caída la noche, llega otra cuadrilla de sepultureros para relevar a los primeros.

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La tragedia de muchos es la fortuna de algunos. Maykol tiene poco más de 30 años, vive en el barrio Monseñor Lezcano y admite que “se está ganando bien con lo del virus”, pero que hay enterradores que están “reventando a la gente”.

—Solo ando cotizando. ¿Cuánto cuesta enterrar a alguien y la limpieza de la tumba? —pregunto.
—Padre, por ser usted se lo dejo en seis mil. Yo entierro, sello y le pinto la tumba. Si me da un adelanto de tres mil, ahorita mismo compro el cemento y ya mañana me da el resto cuando entregue el trabajo —responde Maykol.
Para explicar mejor en qué consiste su oficio o quizá para demostrar que habla en serio, llama a otro sepulturero y entre ambos quitan la tapa semiabierta de una vieja tumba, que ya tiene el nombre de una familia y que por suerte está vacía.
—No, no es necesario eso, solo ando cotizando.

De largo los otros sepultureros comienzan a asomarse y a señalarnos. Me despido, pero Maykol insiste y sigue hablando de las tapas para las bóvedas y del entierro. Da igual acelerar el paso, él va en bicicleta.

Al llegar donde está la cuadrilla de enterradores estallan las ofertas. La hostilidad y desconfianza de antes ahora es acoso. Todos ofrecen “el mejor precio”.

Hasta 20 en un día

Las ventas de flores cierran muchas veces más tarde que los mismos cementerios. LA PRENSA/ÓSCAR NAVARRETE

Ahora son más de las 7:00 de la noche y en una estación de radio hablan de la muerte del alcalde sandinista de Masaya, Orlando Noguera. Sospechan que fue víctima del nuevo coronavirus, pero en Nicaragua eso no se confirma oficialmente mientras Rosario Murillo, primera dama, vicepresidenta y vocera del régimen, no lo diga.

El cementerio Oriental está cerrado; no así las ventas de flores alrededor que inundan toda la acera con coronas y arreglos artificiales.

El vigilante del portón principal es un señor bastante mayor y moreno, usa lentes gruesos y una mascarilla gastada pero limpia. Dice que los entierros a estas horas de la noche necesitan el “permiso especial de una delegada”.

Desde hace un mes en este cementerio se prohibió la entrada de más de cinco familiares por sepelio. Aunque, en realidad, la mayoría prefiere no ingresar al camposanto y los pocos parientes que entran se quedan llorando a muchos metros de distancia mientras ven cómo la caja baja hacia la tierra.

“Nunca se había visto esto”, señala el señor que cuida el portón del cementerio Oriental. “En términos normales aquí entran dos o tres diario, pero con la pandemia son ocho, quince, una vez de veinte y otro de veintiuno. Eso fue un susto para nosotros ver tanto carro entrar a cada ratito”, comenta el vigilante.

Enfrente, un pequeño negocio ha resentido la caída de las ventas. Su propietaria, quien no quiso ser identificada por temor a represalias, asegura que solo hace una semana vio más de veinte entierros en un solo día.

—Nosotros ofrecemos comidas y algunas veces los mismos familiares de los muertos se cruzaban a comprar cerveza y ron para ahogar las penas, pero ahora se ha bajado todo —relata.
—¿Nunca había visto esto antes?
—No, estoy horrorizada. Aquí al lado de mi casa han enterrado a varios, pegados a mi muro. Vienen a enterrarlos a toda hora. Hasta de noche y de madrugada. Yo los he visto.

Hace unas semanas la dueña de este negocio subió en sus redes sociales fotografías de los constantes entierros en el cementerio Oriental y al poco tiempo llegó la Policía a “inspeccionar y a censar”. A todos les pidieron cédulas y los permisos del negocio.

Esta semana, sin embargo, en los cementerios de la capital se percibió una baja en la frecuencia de los entierros. Pero es solo una percepción temporal, a juicio del epidemiólogo Álvaro Ramírez.

Sobre esta aparente disminución en la mortandad, el especialista opina que las “personas que van a enfermarse o a morir dentro de 20 días se están contagiando hoy”. Además, señala, en ausencia de cifras oficiales creíbles no es posible determinar si este decrecimiento de las muertes es real.

Antes de dejar el cementerio Oriental suena mi celular. Contesto y, para mi sorpresa, es Maykol, el sepulturero del cementerio General.

“Jefe, aquí andamos todavía”, dice al otro lado del teléfono. “Usted me dice y hacemos el ensayo con las mochetas para tapar la bóveda. Ya le dije que le voy a dar buen precio”.

Los carpinteros

Las carpinterías comenzaron a fabricarlas de madera barata, plywood, fibra y hasta de cartón comprimido. LA PRENSA/O.NAVARRETE
Las carpinterías comenzaron a fabricarlas de madera barata y otros materiales para acelerar el proceso. LA PRENSA/O.NAVARRETE

Cuando la demanda de ataúdes empezó a crecer de manera casi alarmante los propietarios de las carpinterías comenzaron a fabricarlas de madera barata, plywood, fibra y hasta de cartón comprimido. No solo para acelerar el armado sino también porque así se venden más baratas.

Conforme avanzaron los días les comenzaron a quitar los adornos, luego la ventana y el cristal por donde se ve al difunto y finalmente les dejaron de poner forro en el interior. Ahora todos son cajones sellados que se fabrican de un día para otro.

Las carpinterías que se dedican a la producción de estas cajas son una parte importante del triste engranaje de la muerte. Si no las venden directamente al comprador, son enviadas a las funerarias que han aumentado los pedidos mensuales.

Uno de estos negocios es la carpintería La Amistad, ubicada en Carretera Norte. Sus dueños han tenido que extender la jornada laboral y contratar a más carpinteros para dar abasto. El crecimiento es brutal según Mario Herrera, hermano del fundador del negocio.

“El año pasado vendimos como setenta cajas fúnebres en esta fecha, ahorita ya se han vendido más de cuatrocientos”, dijo a la Voz de América.

Otoniel Gaitán es otro carpintero que se ha visto obligado a redoblar esfuerzos para cumplir con los pedidos. Cuenta que los materiales de fabricación han sido acaparados por talleres más grandes, pero que se las han ingeniado para elaborar las cajas, que pueden rondar los tres mil córdobas las más baratas y hasta 50 mil córdobas las más lujosas.

A diferencia de los sepultureros, que a duras penas usan mascarilla, los empleados de las funerarias no escatiman precauciones. Interrogan a sus clientes antes de prestar su servicio de traslado de cadáveres al cementerio, para saber si será o no necesario vestirse para la ocasión.

Trabajadores de una funeraria privada son desinfectados luego de realizar un entierro. Al fondo una pala mecánica trabaja en varias fosas. LA PRENSA/Óscar Navarrete

Es el caso de Alfredo, un joven que ha solicitado se omita su identidad. Cuando sospecha que se trata de un caso de Covid-19, usa mascarilla quirúrgica y también una mascarilla con visor que le cubre todo el rostro. También suele utilizar guantes y uno de esos trajes herméticos que se han popularizado con la pandemia, porque prácticamente es el nuevo uniforme de las funerarias.

Al final queda vestido como para asistir a una guerra bacteriológica y no usa la carroza fúnebre porque luego “es muy difícil de desinfectar”. Después de retirar el ataúd en algún hospital, lo traslada en la tina de una camioneta, que posteriormente será lavada con detergente y cuatro galones de agua con cloro. Al volver a casa mete los pies en una bolsa plástica, se quita con cuidado el traje protector, amarra la bolsa y la quema. Ningún traje se utiliza dos veces.

Antes de la pandemia, dice, en su funeraria, que además es un taller de fabricación de ataúdes, no habían vendido ni uno solo en dos meses. Sin embargo, para la segunda semana de mayo ya tenían un pedido de sesenta cajas normales para otras funerarias y estaban elaborando quince sin ventana, porque de todas formas en los hospitales los entregan sellados.

Un camión militar

Un portón de malla forrado con plástico negro es la entrada al área de la morgue y el área de consulta externa. LA PRENSA/O.NAVARRETE

La brisa paró en seco y ahora hace algo de frío. En una de las entradas del área de emergencias del Hospital Manolo Morales, unos jóvenes se asoman por el vidrio de una puerta. Al poco tiempo sacan un cuerpo envuelto en sábanas blancas sobre una camilla. Lo dejan en un pasillo y detrás sale una mujer.

Un portón de malla forrado con plástico negro es la entrada al área de la morgue y al área de consulta externa.
Cerca de las 8:00 de la noche llegan tres ambulancias con bastante personal a bordo. Al poco tiempo comienzan a sacar a dos personas en silla de ruedas y una camilla con un señor mayor conectado a un tanque de oxígeno.

Los trabajadores del hospital usan guantes, mascarillas, lentes de protección y andan cubiertos con largas batas parecidas a las que usan los pacientes al salir de una operación.

El señor con el tanque de oxígeno se mira desorientado. Es muy delgado y está casi desnudo. Como si no fuera suficiente con el frío, comienza a brisar otra vez. Varias de las mujeres que están esperando protestan.

“Ideay, metan al señor”, grita una de ellas. De los ocho hombres que venían en las tres ambulancias, solo uno se apresura a meter la camilla del esquelético hombre.

Al fondo, en dirección a la morgue, entra un camión. Es un camión militar del cual se bajan dos soldados usando guantes y mascarillas. Son recibidos por un enfermero que los conduce al cuarto principal donde los espera al parecer la misma mujer que estaba en la zona de emergencias.

Un camión militar sacando un cadáver de la morgue del hospital Manolo Morales, la noche del pasado lunes. LA PRENSA/ÓSCAR NAVARRETE

Los soldados bajan el ataúd que va envuelto en plástico. Este tiene ventana, adornos y hasta agarraderos a los lados. Un poco después montan la caja ya con el difunto y se marchan a toda velocidad.

Ya pasan las 8:00 p.m. y a esta hora en el cementerio Sierras de Paz, en el sur de la capital, no hay una sola alma. Al parecer esta noche no habrá entierros nocturnos.

En cambio, en el cementerio General ya entró otra cuadrilla de hombres “listos para el trabajo”. Así me lo informa, casi a las 9:00 de la noche, Maykol, el sepulturero que sigue haciendo ofertas a “buen precio”.

Miedo

Vestido como para asistir a una guerra bacteriológica así salen los empleados de las funerarias a trabajar en plena pandemia. LA PRENSA/O.NAVARRETE

Los choferes de las funerarias “vuelan” por Managua. El miedo a infectarse de Covid-19 los ha hecho sentir como si transportaran material radiactivo al cual quieren exponerse la menor cantidad de tiempo posible. Igualmente, los conductores en las calles por miedo más que por educación, instintivamente ceden el paso a esas minivans que ahora atraviesan las calles de Managua con más frecuencia.

El negocio de las funerarias ha cambiado en el último mes. Las más grandes ya no alquilan sus salones para velas, que antes podían durar toda una noche y el día. Ahora solo venden la caja y ofrecen el traslado directo del hospital al cementerio, eso bajo estrictas medidas sanitarias.

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El personal viste trajes de seguridad que luego son quemados, después de cada servicio los vehículos son lavados con abundante detergente y cloro, y la desinfección de los trabajadores tras la jornada es un auténtico ritual minucioso.

Cementerio General

Mide unas 36 manzanas y bajo su suelo están los huesos de personajes como el doctor Fernando Vélez Paiz, el expresidente René Schick, el guerrillero Jonathan González y por un tiempo ahí estuvo enterrado el fundador de la dinastía de los Somoza. Fue terminado de construir en 1922, su impulsor fue el alcalde Samuel Portocarrero, que dicho sea de paso fue uno de los primeros en estrenarlo.

Cifras altas

El Observatorio Ciudadano en un reporte de esta semana señaló que, hasta el 30 de mayo, se han registrado 980 muertes, de las cuales 887 son sospechosas de ser a causa del Covid-19. Ese número estaría sobrepasando las proyecciones de muertes que la dictadura había hecho para seis meses. Además, este organismo reporta que al menos existen cuatro mil contagiados en el país.

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