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La década de la esperanza

Sesenta años después es importante evocar los esfuerzos y sacrificios que muchas personas ejecutaron por construir un mundo mejor.

Fueron tiempos en los que la mayoría de los actores políticos, sin importar ideologías, creían que estaban construyendo un mundo de oportunidades para todos.

Si la década de los ochenta fue la de la “Deuda”, los sesenta fueron los años de los “Sueños”, porque, frente a la teoría de la Destrucción Mutua Asegurada (uso masivo de artefactos nucleares en caso de conflicto), la permanente crisis de una guerra fría que mutaba a rojo con demasiada frecuencia. (Crisis de Berlín, de los Cohetes en Cuba, Guerra de los Seis Días, Guerra de Vietnam) irrumpía un anhelo de cambio, una necesidad vital de destruir viejas estructuras para crear un mundo más justo, donde la soberanía de las naciones fuese una realidad entre iguales; la riqueza un disfrute de todos y la libertad instrumento y fin para conquistar la justicia individual y social.

El anhelo de un mundo mejor latía en todas las naciones, pero se crecía en aquellas que hacían consciencia de sus grandes limitaciones y las injusticias de que eran objeto.

Ese nuevo mundo no geográfico, sino sociopolítico, con plena consciencia de necesidad de redención era multirracial, de vastísima pluralidad religiosa, de lenguas diferentes, de culturas y tradiciones a veces en conflicto y de formas e ideas políticas diversas.

Ese “Nuevo Mundo” conocía la necesidad de instrumentar fórmulas que aceleraran el desarrollo económico y produjeran la ansiada estabilidad política y económica sin mediatizar la soberanía ante potencia alguna.

Ese era el sueño y en aras de lo que fue una quimera muchos se perdieron en el abrazo de oso de la utopía marxista, el populismo demagógico, el caudillismo militar aderezado con marxismo, en la confianza de que se quemarían etapas de desarrollo y se alcanzarían las anheladas metas.

Los sueños de los años sesenta alcanzaron el delirio cuando la dirigencia contestataria tomó el socialismo real como arquetipo.

El Marxismo, con todas sus aberraciones para los conversos se convirtió en el único instrumento de justicia, se renegó de la inversión extranjera, se censuraba la actividad económica privada, se estableció el culto del estado-todo-poderoso, la metrópoli política suplantaba la nación y el derecho del individuo nada significaba ante la masa irredenta.

En ese sueño ocupó un lugar prominente la Revolución Cubana. La poesía épica de los barbudos embriagó el lirismo justiciero de los inconformes. El ejemplo antimperialista, la reafirmación de la nacionalidad cubana frente a Estados Unidos y los subsidios de la URSS ofrecían una imagen poderosa que ocultaba los fracasos económicos, la violación de los derechos humanos y pérdida total de la soberanía al convertirse el soldado cubano en fuerza mercenaria de los apetitos imperiales del Kremlin.

El sueño duró treinta años y de él no escapamos muchos de los que éramos antimarxistas, porque también entre nosotros hubo quien creyó en la idea del estado poderoso, el rechazo a la inversión extranjera, el reclamo por un desarrollo auténtico. Lo que básicamente nos enfrentaba a nuestros enemigos era un sólido amor a la libertad y la certeza de que ninguna clase social debe prevalecer sobre otra.

El sueño de un desarrollo acelerado, de una justicia verdadera, de libertades sin restricciones con fórmulas marxistas se derrumbó como el Muro de Berlín, cuando se hizo público que no existía tal justicia ni desarrollo; que los pueblos estaban hartos de la farsa y que repudiaban a los artífices de la estafa más grande de la historia, pero el fin de lo que resta del mito solo se producirá cuando el bastión de La Habana se extinga.

Solo entonces, el Nuevo Mundo que llamamos Tercer Mundo podrá constatar el colapso total que produjo en uno de sus pares el ejercicio de la utopía.

El autor es periodista y escritor cubano-estadounidense.

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