Sin recuperarnos todavía del dolor y las muertes cotidianas causadas por la pandemia, nos acercamos rápidamente a la inevitable discusión sobre la reforma electoral.
Esta dictadura se instaló y consolidó por medio de continuos fraudes electorales que anularon y confiscaron la voluntad popular. El primer paso para recuperar el derecho del pueblo a decidir su destino, pasa obligatoriamente por aprobar una profunda reforma que desmantele el sistema electoral construido en los últimos 20 años.
A raíz del pacto Alemán-Ortega del año 1999, se aprobó una reforma constitucional y la promulgación de una nueva Ley Electoral que restauró el sistema bipartidista. No obstante, salvo la reforma del artículo 133 referido a la diputación del candidato presidencial del segundo lugar, la Constitución no incorporó ninguna otra referencia sobre bipartidismo. La actual dictadura pudo gestarse y consolidarse porque la Ley Electoral, violentando abiertamente la Constitución, es explícitamente bipartidista. El nuevo sistema le permitió al FSLN eliminar gradualmente la competencia de otros partidos políticos, para finalmente esclavizar a su antiguo aliado, imponer su hegemonía y posteriormente establecer su dictadura.
En el último siglo, en Nicaragua, el sistema bipartidista ha terminado inevitablemente en una dictadura. Así ocurrió bajo el somocismo (1939-1979) y también en el largo e inestable periodo 1996-2020. A veces se nos olvida que, a raíz del pacto de 1999, Alemán intentó reformar la Constitución para poder reelegirse y establecer su dictadura, pero no pudo porque el gran capital le dio la espalda y el FSLN también se opuso vigorosamente, porque esperaba impaciente su turno que finalmente llegó durante las elecciones del 2006.
Debemos asimilar las bofetadas que nos da la historia. La inminente reforma electoral nos brinda la oportunidad de corregir errores y rediseñar el sistema electoral. Como siempre ocurre, ante nuevos problemas surgen diferentes interpretaciones y propuestas para solucionarlos.
Entre algunos grupos de oposición existe una visión predominante, aunque discreta, de que la dictadura no cederá una reforma electoral y que, por lo tanto, para no cometer el error de la oposición venezolana en el año 2005, debemos acomodarnos con cambio mínimos a la actual Ley Electoral, e ir a las elecciones bajo esas condiciones, siempre que exista supervisión internacional, confiados en que la participación masiva reeditará un triunfo electoral semejante al de 1990. Incluso, existe el temor a demandar la flexibilización de los requisitos para constituir nuevos partidos políticos, por el profundo temor a la división del voto.
Sin darse cuenta, una parte de la oposición es víctima inconsciente del sistema bipartidista, no logra romper la trampa que le han tendido. Los continuos fraudes electorales han provocado el abstencionismo y acentuado el pesimismo. La ciudadanía desconfía de los partidos tradicionales o “zancudos”. En esas circunstancias, es poco probable una repentina y milagrosa participación electoral. La reciente encuesta de CID-Gallup confirmó que el 70 por ciento de los nicaragüenses no se identifican con ninguno de los actuales partidos políticos. Los datos científicos están ahí en la mesa, y los grupos de oposición no quieren verlo.
Para vencer el abstencionismo y que la ciudadanía recupere la confianza en sí misma, un eje central de la reforma electoral debe abrogar el nauseabundo sistema bipartidista contenido en la Ley Electoral, facilitando la formación de nuevas fuerzas políticas, garantizando a cada una de ellas su autonomía y el derecho a existir, así como la libertad de constituir alianzas electorales y escoger el nombre, emblema y casilla electoral. La unidad de las fuerzas de la oposición es un proceso político muy complejo, que no se logra asustando al electorado con predicciones apocalípticas y falsos castigos divinos si se rompe el mandamiento de la “unidad”.
Los diferentes grupos de oposición deben abandonar las discusiones y negociaciones de cúpula en las alturas del Olimpo, bajar a la llanura y abrir un debate nacional, de cara a la ciudadanía, sobre la necesidad de aprobar una profunda reforma electoral.
La dictadura no puede definir los límites de la reforma electoral, debe ser la ciudadanía, con su participación activa y crítica en la discusión nacional sobre los cambios que deben implementarse. Si logramos despertar el interés popular, los días finales de la dictadura están contados, nadie podrá detener la participación masiva en unas elecciones libres y democráticas.
El autor es abogado constitucionalista.