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Frontera Peñas Blancas

El refuerzo de la seguridad fronteriza, el patrullaje en vehículos y a pie de agentes y militares ha creado un ambiente hostil para los familiares que esperan el paso de los varados en Peñas Blancas. LA PRENSA/ Roberto Fonseca

Familias separadas por un muro. La hostilidad que se vive en Peñas Blancas

Las precarias condiciones de la zona, la amenaza del virus y el asedio de los cuerpos de seguridad desplegados por Ortega obligaron a familiares a retirarse de la zona

Un recuadro de adoquinado cubierto por un plástico amarillo, donde se forman charquitos de agua acumulada por la lluvia reciente, fue el hogar de unas tres familias que de este lado del muro de Peñas Blancas esperaban día y noche noticias de los suyos “al otro lado”, en un multitudinario campamento improvisado en el limbo donde los tiene abandonado el gobierno de Ortega que les niega la entrada a su patria.

Una fuente en el lugar, quien solicitó anonimato por miedo a represalias, cuenta que todos se marcharon este martes muy temprano. “Iban a recargar energías”, comentó.  Una de las familias era un matrimonio y niños; otro unos hermanos y la tercera, una madre y sus hijos. No precisan la cantidad de personas en total, pero recuerda que iban hasta Chinandega y otros a Matagalpa. Habían viajado desde el occidente y norte del país con la esperanza de ver o ayudar a algún pariente varado del otro lado, pero aunque estuvieron a escasos metros, no pudieron ni siquiera verlos.

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La gente llega de repente y de igual forma se desaparece, dice la fuente. Usan el transporte interlocal y cargan alimentos para sus familiares varadas, algunos por más de diez días, en una franja desde la que divisan la entrada a su país, al que no les permiten entrar. Llegan y se van, van y vienen porque ni la situación económica ni las condiciones  les permite quedarse a esperar en la zona.

Pero las personas ya no pueden permanecer aquí mucho tiempo porque se sienten intimidadas ante la creciente presencia de vehículos de la Policía que hacen ronda en el lugar, agentes antidisturbios que se apostan en puntos estratégicos y militares que patrullan la zona, incluso varios kilómetros antes de llegar a la frontera. Luego de un interrogatorio, de pedir pruebas para cerciorarse que la gente va a lo que dice ir, permiten el paso, pero advierten que la estadía debe ser corta. Si ven un grupo que consideran grande de personas reunidas, puede ser razón suficiente para pedirles que despejen el área.

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La frontera que solía ser una agitada algarabía de buses, pasajeros y camiones, no es más que un murmullo de unos cuantos que van y vienen con mochilas o maletas a cuestas, o de comerciantes que pululan tratando de vender, pero no hay muchos compradores. Aquí el paso, de los que pueden transitar, debe ser rápido y discreto. Algunos comercios han cerrado y otros sobreviven con los escasos visitantes. Desde marzo, con la pandemia de Covid-19, el ritmo de viajeros fue mermando hasta imponer un estado de silencio donde antes reinaba el ruido. Aunque el Gobierno no ordenó un protocolo sanitario de cierre de la frontera, esta cerró siguiendo el orden de la pandemia.

Aquí, entre el paulatino avance de los furgones que serpentean despacio por nueve kilómetros desde el límite fronterizo hacia Rivas, todo el mundo sabe la situación de los migrantes nicaragüenses varados a escasos metros. Lo lamentan y repiten: “No los dejan entrar porque no tienen la prueba de Covid-19”. “Pobrecitos”, dice otra mujer, quien también vio pasar a los familiares que llegaban a esperarlos.

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Las oficinas de Migración de Nicaragua están amuralladas por paredes blancas con serpentinas. Nadie entra, ni siquiera a vender. Nadie sale, ni siquiera a comprar. Antes se lo permitían, pero ahora no, solo los que ya están autorizados. Desde afuera solo se ven oficinas, dos antimotines armados y otro policía de tránsito que vigila el ingreso al lugar.

Los únicos que van y vienen son los hombres de azul; a veces van a pie, otras en triciclos. Uno de ellos me dice que hacen entregas a los familiares varados y que en dependencia de la cantidad de cosas que envíe dependerá el costo de su servicio de mensajería, conveniente y necesario de uno y otro lado.

Los familiares de este lado les mandan agua, comida, ropa, plástico negro y cargadores de celular. Anotan sus nombres y los hombres de azul al llegar al otro lado del muro lo gritan y repiten en voz alta hasta que la entrega se hace efectiva. “Es un riesgo”, comenta un familiar quien sostiene el teléfono descargado que le mandó su esposa que está varada, pero hasta ahora es la única vía de comunicación con los suyos, de hacerles saber que no están solos, que ellos están muy cerca, que están pendientes. Que todo saldrá bien, aunque de ningún lado se saben noticias sobre la decisión que tomará el Gobierno sobre sus ciudadanos que sin posibilidad ni dinero para aplicar a una prueba de Covid-19 seguirán en la espera tortuosa expuestos aún más al contagio del virus.

Al otro lado del muro los varados se refugian debajo de las champas de plástico negro que recibieron de familiares o como parte de donaciones humanitarias, la carpa detiene los rayos del sol pero provoca un calor abrasador que asfixia a los que se amontonan buscando sombra. Así pasan otro día, entre sopor del mediodía y el frío húmedo de las noches. Nadie les dice nada. Ellos esperan entrar, muchos esperan ya casi dos semanas, mientras de este lado sus familiares vienen y van, según puedan con la esperanza de, en uno de esos viajes, poder regresar juntos.

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