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La historia de doña Coquito, la abuela “vandálica” de los azul y blanco

Tuvo 18 hijos y perdió la cuenta de sus nietos. En los años ochenta el sandinismo le quitó lo poco que tenía y desde entonces se opone al partido rojinegro. El agua ha tenido un papel importante a lo largo de su vida y en 2018 se la cambiaría para siempre

A las 7:00 de la mañana doña Coquito acaba de despertar. Tiene el pelo revuelto y está sentada en el borde de su cama, todavía con cara de sueño, viendo un televisor apagado. Tuvo una mala noche, dice, por eso hoy se levantó tarde. A su lado duerme Steven, de 11 años, uno de sus nietos. Doña Coquito tiene muchos, pero no puede decir exactamente cuántos. Dejó de llevar la cuenta de sus descendientes la última vez que parió.

Entre sus 15 y 43 años de edad tuvo 18 hijos, pero se le murieron doce, que se enfermaron o se le “cayeron”. De los seis que quedaron, una falleció “hace poco”, cuenta. Murió hace diez años cuando en un hospital de Managua le aplicaron una inyección equivocada.

“Mi vida ha sido dolorosa, pero a la vez victoriosa”, afirma. Ahora que se halla enferma y a cuatro meses de cumplir ocho décadas, se ve a sí misma como “un ícono” de la lucha de los nicaragüenses que en 2018 se autoconvocaron contra el régimen Ortega-Murillo.

La mañana del 18 de mayo de 2018 se hizo famosa por haber regalado toda el agua helada que tenía destinada para su venta, más de cien bolsitas, a las personas que se manifestaban en las afueras del Seminario Nuestra Señora de Fátima, donde se desarrollaba la Mesa del Diálogo Nacional. Desde entonces doña Coquito ha encabezado marchas azul y blanco, ha sido apresada y liberada, ha dado muchas entrevistas, se ha ido al exilio y ha regresado de él.

Sin embargo, sus discrepancias con el Frente Sandinista son bastante más antiguas. Datan de la década de los ochenta, cuando el partido le quitó lo único con lo que contaba para dar de comer a sus hijos: un tramo de granos básicos en el mercado Oriental. Luego de eso cayó en la más absoluta pobreza, primero lavando y planchando ajeno y después vendiendo chucherías y agua helada.

Fue vendedora ambulante hasta que, siete meses antes de aquel 18 de mayo, se instaló con una mesita en las cercanías del seminario.

También puso un termo con hielo para vender agua. El “agua bendita” que le cambiaría la vida.

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Doña Miriam del Socorro Matus Alemán, más conocida como doña Coquito, en la puerta del anexo que habita, en un barrio de Managua. LA PRENSA/ Oscar Navarrete

Amores e hijos

Miriam del Socorro Matus Alemán nació en Managua el 17 de noviembre de 1940, pero su familia es originaria de Camoapa, Boaco. Ahí vivió ella sus primeros dos años, antes de que su madre, enferma, se trasladara a la capital para ser asistida por una hermana.

Su padre era talabartero y su mamá vendía santos, espejos y “perfumes y brillantina hechizos” que ella misma elaboraba. En Managua, sin embargo, Coquito fue criada por esa tía. Una señora estricta que cuando la enviaba a hacer compras a la pulpería escupía en el suelo y le ordenaba regresar antes de que la saliva se secara.

El método disciplinario no impidió que conociera a un jovencito que también salía a hacer mandados. Doña Coquito hace un esfuerzo para recordar el nombre de su primer amor, el hombre del que estuvo “locamente enamorada”… “Se llamaba César Augusto Rocha”, dice al fin.

“La venta quedaba como a cuatro cuadras de la casa”, recuerda sonriente. “Nos quedábamos debajo de un palo de malinche, en lo oscurito, y ahí nos dábamos besitos. Después volvía corriendo a la casa, porque ni quiera Dios”.

A los 13 se fue a vivir con él, a los 14 estaba embarazada y a los 15 tuvo su primer hijo. De esa primera y prematura relación le nacieron nueve. Solía parir en el hospital Central, donde ya era conocida por el personal médico.

“Los llevaba al año. Salía de una panza y ahí nomás ya estaba en otra. El doctor me decía: ‘Qué matriz la tuya, muchacha, tanto que aguanta’. Ya me tenían colorada, me hacían chistes. Yo paría en la ambulancia, en la camilla cuando me llevaban a la sala de parto. Pero todos mis hijos los tuve normal, una cesárea yo no tengo, ni rayas ni nada. Nada, nada, nada. Bien bonita mi barriga”, dice sobándose el vientre con ambas manos.

Rocha, dos años mayor que ella, tocaba los timbales en un conjunto musical y, de tanto acompañarlo a los “toques”, aprendió a bailar. “Era un hombre maravilloso, bueno, amable, consentidor. Bien inteligente”, afirma. Pero falleció a los 30 años de edad, pues “la diabetes lo fulminó”.

Unos años después, en sus visitas a la costurera que le hacía los vestidos, conoció a Donaldo Emilio Vargas. Un hombre “delgado, blanco, simpático” que un día se ofreció a acompañarla a casa y acabó convirtiéndose en su segunda pareja. O, más bien, su segunda “caída”, como a ella le gusta decir. A él también le tuvo nueve hijos, hasta que su matriz ya no pudo más. Pero, a diferencia de la primera, esa relación fue poco menos que un infierno.

Donaldo era alcohólico, celoso y violento. Cuando estaba ebrio la golpeaba, doña Coquito se escondía debajo de la cama y de ahí la sacaba a escobazos. Murió hace nueve años, tras sufrir una caída que, de alguna manera, le desencadenó todos los males de la vejez.

—Ahí te quedan las pastillas —dice Roberto Vargas, el hijo con el que comparte un anexo de dos cuartos—. Estas tres van a las 10:00 de la mañana. Esta a las 11:30. Esta después del desayuno… Y esta después de que vayas a orinar.

La anciana vive con sus dos hijos menores, al fondo de un estrecho callejón en un barrio de Managua. Su hija habita la casa de al lado. A las 8:00 de la mañana en el patio ya circulan varios nietos y bisnietos y dos gatos sin nombre que juegan cerca de la puerta.

En unos minutos Roberto se irá a vender al puesto cerca del seminario. Hasta hace poco, doña Coquito también iba, pero en las últimas semanas sus problemas de diabetes e hipertensión se lo han impedido.

—¿Dónde están los seis hijos que sobrevivieron?
—Por ahí andan —responde—. Una que se me acaba de morir. Llegó con dolor y me la mataron en el hospital. Otro está preso, una pareja lo acusó de robarle. Solo ellos saben lo que pasó. Ese fue indómito desde chiquito, cuando lo de la alfabetización nunca quiso estudiar. Animal, animal, animal. Incorregible. Qué va a ser… La mala vida.

Doña Coquito habla con una franqueza apabullante. Llora, ríe, se enfada y en algún momento se excusa para encender un cigarro. Saca una cajetilla roja de debajo de la almohada y sale al patio. Fuma desde los 14 años.

Lea: Los personajes emblemáticos que nacieron en abril de 2018

Doña Coquito en su cocina, ubicada frente a su cama. La abuela vandálica está nuevamente en pie, luego de haberse enfermado gravemente por la diabetes y la hipertensión. LA PRENSA/ Oscar Navarrete

Años ochenta

El agua ha tenido un papel crucial en la vida de doña Coco. En los años ochenta se ubicó en el mercado Oriental, junto al puesto de una señora que vendía hielo, y empezó a ofrecer, precisamente, agua helada. Aunque la vendía en bolsitas plásticas, su mayor éxito era el agua en vaso.

“Eran vasos de vidrio lavados con limón”, relata. “Viera cómo me hacían fila para comprarla porque mi agua era bien cristalina, bien lavadito todo. Ya venía bendecida por el agua. Daba a dos pesos el vaso y eran monedazales. Después vendí tomate en bolsa y fui recogiendo para comprar que medio quintal de arroz, que medio quintal de frijoles. Fui creciendo y llegué a tener bodega de granos básicos en mi casa”.

En esa época simpatizaba con el Frente Sandinista. “Andaba yo de payasa, cooperando con las cosas del Frente. No voy a negarlo”, confiesa. Sus malestares con el partido comenzaron cuando vio cómo los sandinistas le quitaban sus provisiones a la gente.

Solo se podía comprar cierta cantidad de granos y la intendencia del mercado decomisaba lo que consideraba excedente, asegura. “Yo tenía mi tramo y lo que me molestó es cuando vi que a una señora le quitaran su maíz. Me golpeó el corazón”.

—Mirá vos, chele. ¿Por qué le vas a quitar ese poquito de maíz a esa pobre señora? —le preguntó al hombre que vivía “fiscalizando” los tramos.
—Órdenes son órdenes y la ley se debe cumplir —le respondieron. Y ella pensó: “No, yo así no voy”.

“Me los eché de enemigos”, cuenta. “Cuando uno tenía bastante cliente uno requería más producto que el que te entregaba Enabas. Yo compraba escamoteado arroz, azúcar, frijoles para poder vender. Me llevaban entre ceja y ceja y un día me llegaron a quitar un saco de azúcar”.

—Mirá, nos vamos a llevar ese azúcar —le informaron.
—¡Cómo! ¡Vos estás comido de mierda! —respondió iracunda.
—¿Quién me lo va a impedir?
—¡Pues yo! —exclamó doña Coquito, y acto seguido tomó una botella de gas que roció sobre el costal de azúcar —. Ahí está, ahora sí llevátelo. Lléveselo. ¿Verdad que no se lo llevan? Ahí está. Porque todo lo que le quitan a la gente se lo roban.

Se la llevaron detenida a la intendencia y Donaldo llegó a reclamar, pero terminó protagonizando un pleito. Uno de los funcionarios “lo quiso agarrar y él le apartó la mano”. “Entonces otro más huevoncito salió que lo iba a penquear, él sacó una navaja y lo chuceó en la espalda”, recuerda doña Coco. “Se tiró todos los tramos de las carneras y se fue a huir. Después de eso a mí me daban persecución, jodedera y jodedera”.

Por un tiempo anduvo huyendo y hubo que comprarle cama y otras cosas para que se escondiera. Pero como era “bien celoso” llegaba al mercado “a espiar” a doña Coco y un día lo agarraron para echarlo preso. Estuvo tres años en la cárcel.

Lea: Doña Coquito grave de salud pero no quiere ir a un hospital por temor a la dictadura

Siempre mantiene esmalte en azul y en blanco para pintarse las uñas con los colores de la patria. En la foto, su hijo Roberto Vargas le sostiene las manos. De sus 18 hijos, cuatro nacieron en partos gemelares, pero no sobrevivieron. LA PRENSA/ Oscar Navarrete

En ese tiempo ella se fue “desmoralizando” y el negocio vino a menos. Finalmente llegó la mañana en que no encontró un solo rastro de su tramo. Se le llevaron hasta las tablas. Fue a protestar a la intendencia y las halló utilizadas como gradas. “Los detesté y los odié desde ese momento, porque son unos sinvergüenzas y siguen siendo más sinvergüenzas ahora”, expresa enojada. “Caí en una depresión que yo creí que me iban a llevar al Cinco (Hospital Psiquiátrico)”.

Tenía un marido preso, ninguna fuente de ingresos y seis hijos que alimentar. Se dedicó a recorrer los barrios preguntando: “¿No tiene para lavar y planchar?”

Desde hace muchos años tampoco tiene casa, vive en un patio que pertenece a su hija. Su segundo esposo vendió todo y los “dejó en la calle”, dice.

Pero su vida cambió ese viernes 18 de mayo. “Después de ser vendeagua, me sentía importante”, admite sollozando. “Recibí los abrazos que no tuve de mis hijos, pero sí de mi pueblo. A este pueblo yo lo amo”.

Lea: Policía se ensaña con doña Coquito, símbolo de las protestas en Nicaragua. 

En noviembre doña Coquito cumplirá 80 años. Llegó hasta tercer grado de primaria, pero sabe leer y escribir. LA PRENSA/ Oscar Navarrete

La abuela vandálica

El 18 de mayo de 2018 doña Coquito vio que había mucha gente reunida afuera del Seminario Nuestra Señora de Fátima y decidió ir a vender su agua helada. Agarró su “carretoncito destartalado”, subió su termo y se fue al seminario. Pero estando ahí una manta con los rostros de los muchachos víctimas de la represión del régimen la conmovió.

La palabra “justicia” se le “clavó en el corazón” y se dirigió al lugar donde se encontraban, bajo el sol, las madres de los jóvenes muertos.
—¿Van a querer agua?
—No, gracias…
—Yo no vengo a vender, vengo a regalar —insistió.

Ese día su noble gesto la hizo ganar el cariño de miles de nicaragüenses y a partir de entonces le llovieron muestras de solidaridad. Cada vez que doña Coquito necesita ayuda, muchas personas se movilizan para prestársela.
En este diminuto cuarto donde a duras penas alcanzan cuatro personas, tiene un pequeño televisor, dos abanicos, una cocinita y una pila de pastillas. Todo se lo ha obsequiado su gente.

También tiene una bandera nacional chiquita y siempre anda las uñas pintadas de azul y blanco. Incluso ahora que no sale de casa. “Y aquí estoy”, afirma con una sonrisa. “Hecha no añicos, sino ícono”.

Doña Coquito se emociona cuando habla del movimiento autoconvocado nicaragüense. “A este pueblo yo lo amo”, dice. LA PRENSA/ Oscar Navarrete

Sobre doña Coco

  • Le gusta tomar café, pero solo cuando ya está preparado. De lo contrario, ella no lo prepara. Es su método para minimizar el consumo de cafeína.
  • Tiene muchos nietos y bisnietos, pero no sabe exactamente cuántos. Suele bailar con ellos en el patio de la casa donde vive, propiedad de una hija. “Yo soy alegre”, afirma. “Donde Dios me ponga, estoy bien”.
  • Es católica y tiene la imagen de Cristo en su pequeño cuartito.
  • No le gustan los alimentos condimentados. Tampoco la chiltoma ni la cebolla.
  • Acostumbra ver noticias en un televisor diminuto que le regalaron.
  • El 30 de septiembre de 2018 fue apresada por la Policía cuando se disponía a participar en una marcha azul y blanco. Fue llevada a su casa unas horas más tarde, por una patrulla.
  • Un mes antes su negocio fue saqueado por orteguistas.
  • Debido al asedio, en marzo de 2019 se exilió en Costa Rica. “Se fue llorando” porque no quería dejar Nicaragua. Dos meses después estaba de regreso.
El cuartito de doña Coco. LA PRENSA/ Oscar Navarrete

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