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Extorsión o cárcel

El 20 de agosto de 2016, más de dos años antes que estallara la crisis política, publiqué en LA PRENSA y comenté en Radio Corporación un artículo titulado “Política oficial de rehenes”. Entonces reseñaba el caso de los Certificados Negociables de Inversión, los famosos Cenis, y señalaba que decenas de personas estaban bajo la amenaza, algunas de ellas viviendo en el extranjero en una suerte de exilio político, por el temor a la reactivación de una acusación judicial politizada, que entonces llevaba casi una década sin sentencia. Y señalaba que independientemente de la naturaleza jurídica y financiera del caso, lo que resultaba evidente es que el juicio nunca se falló, para tener a los involucrados como rehenes.

Y lo mismo ocurría en toda suerte de casos comerciales, administrativos, civiles, y con mayor razón los penales, en que los nicaragüenses podían terminar en la cárcel. Entonces me preguntaba si acaso había alguna línea de separación entre los intereses políticos de Ortega y el sistema judicial, desde los niveles locales hasta la Corte Suprema de Justicia (CSJ). Y me respondía que no, en particular para quienes estábamos en la actividad política opositora a la dictadura. Para entonces, se había legalizado la famosa política de consenso, con la reforma constitucional de 2014, y como se demostraría después de la masacre, esa política no aceptaba ningún disenso, mucho menos contradicciones. Para Ortega, el consenso es subordinación absoluta a sus intereses. Si en algún momento cede, es pensando en sus intereses, no en los intereses de la otra parte.

Así se demostró cuando ante la masacre, el Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) y todas las cámaras empresariales cerraron filas con los ciudadanos que protestaban, y con la Iglesia, organizaciones de la sociedad civil y partidos políticos. La reacción de la dictadura fue la ocupación ilegal de propiedades de varios empresarios. Y ante las consecuencias económicas de la crisis política, en vez de solucionar las causas de la misma, realizó una reforma tributaria en 2019 que eliminó los impuestos a diversos productos de la canasta básica y gravó adicionalmente a los empresarios aumentando las retenciones.

Algo semejante está ocurriendo con Juan Sebastián Chamorro, dirigente de la Alianza Cívica por la Justicia y Democracia (ACJD). Su esposa y familia enfrentan una verdadera extorsión, con un cobro millonario de la Alcaldía de Managua, y si no ceden la alternativa es la cárcel. La reacción de Juan Sebastián y su esposa han sido de verdaderos ciudadanos. Primero, en hacer pública la denuncia. Segundo, hacen “un llamado a todos los que han sido afectados por este tipo de prácticas intimidatorias, que las denuncien para que Nicaragua y el mundo” sepan de casos semejantes de extorsión. Ayer se informó que son centenares de empresarios, de todo tamaño, objetos de la misma persecución. Y tercero, señalan que no se dejarán intimidar, por la amenaza de cárcel.

Hay, sin embargo, otro ángulo del problema. El tema no es simplemente recaudatorio, aunque el acto en sí mismo sea terrorista, sino que corresponde a la naturaleza intrínseca de la mezcolanza Estado-Partido-Familia, en que hay una total confusión entre los intereses del dictador, que actúa como sultán mayor, y los intereses del Estado. Hay gestores legales y jueces que en nombre del sultán conducen la operación como verdaderos “sultancitos”, actuando en nombre del Estado, para que los perjudicados vayan a tocar las puertas de El Carmen para pedir como favor lo que por derecho les corresponde.

En los departamentos y municipios los nicaragüenses pueden contar de numerosas experiencias de esos “sultancitos”, que actúan en nombre del Estado. Así ha sido siempre desde que Ortega regresó al gobierno, y la solución no es tocar a las puertas de El Carmen sino la democratización de Nicaragua.

El autor es economista y analista político.

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