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En el espejo del BDF

La ferocidad de las palabras de Ortega en las Fiestas Patrias, instruyendo a la Corte Suprema de Justicia (CSJ) que prepare un proyecto de legislación sobre los “crímenes de odio”, ha sido analizada desde el punto de vista penal, constitucional y político. Entre ellas, se ha destacado que cuando Maduro enfrentó las gigantescas protestas en 2016 y 2017, promulgó una legislación semejante a la que se planea en Nicaragua.

Mi artículo la semana pasada fue precisamente que hay lecciones de ida y vuelta entre las dos dictaduras. Recientemente Maduro canceló las personerías jurídicas de los principales partidos de oposición, que Ortega lo había hecho antes, desde 2008. Ahora, la réplica es al revés.

Ortega, desde luego, habló únicamente para su menguada base política. Ni siquiera para todo el FSLN porque, como lo sabemos, en el proceso de “privatización” orteguista y dinástica, muchos militantes y simpatizantes de ese partido político fueron excluidos. No sería extraño, por lo demás, que algunas de las pintas y rótulos demandando la salida de Ortega, y que tanto han irritado al déspota, sean en parte al menos producto de esos excluidos, y en alguna forma de los propios policías. Independientemente del creciente grado de organización de la oposición, la cual es responsable de la mayor parte de esas pintas y rótulos, dada las circunstancias de represión y pandemia que impide a muchos circular en las noches, solamente así se explicaría esa manifestación de protesta.

En su discurso Ortega dijo: “Quieren seguir cometiendo asesinatos, colocar bombas, provocar destrucción, más destrucción de la que ya provocaron en el 2018…”. Pero resulta que el Informe Final del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), de la Organización de Estados Americanos (OEA) y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), atribuye el 95 por ciento de las 325 víctimas del 2018 a la represión del gobierno.

Una explicación complementaria de la ferocidad del discurso de Ortega, que podría tener implicancias trágicas en la oposición por el fanatismo de los paramilitares, es que el dictador se estaría llenando de concesiones, como es el caso de los presos políticos, para después ceder en una negociación. Es posible que sea ese el propósito de Ortega, pero pensar que él mismo pueda rehacer la correlación de fuerzas que le permitieron gobernar hasta 2018 con estabilidad y crecimiento económico, es literalmente imposible sin que las elecciones previstas para noviembre de 2021 sean efectivamente democráticas. No solamente es la situación del Informe del GIEI y las muchas denuncias acogidas por la CIDH, sino también las implicancias del último informe del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Nadie, entre los actores nacionales relevantes, y tampoco algún país democrático del continente y de Europa, quiere verse vinculado a la dictadura de Ortega.

Asociarse a la dictadura implica un riesgo, con muchas consecuencias económicas y políticas negativas. Recién lo vimos a propósito que un grupo inversionista extranjero, socio mayoritario del Banco de Finanzas (BDF), adquirió la participación accionaria que tenía el Instituto de Previsión Social Militar (IPSM), del Ejército de Nicaragua. La Agencia Crediticia Fitch “cree que la transacción podría ser vista de manera positiva por los inversores externos y los bancos corresponsales, ya que la recompra reduce el riesgo potencial de reputación”.

El Ejército, que se supone no deliberante, pero al cual Ortega ha tratado de vincular a su destino político, en varios comunicados institucionales ha manifestado su respaldo a una solución pacífica de la crisis que enfrenta Nicaragua. Las elecciones del próximo año podrían ser esa oportunidad, en la medida que las condiciones de la misma correspondan a los estándares democráticos internacionales. El riesgo reputacional del BDF y las consecuencias económicas, no es diferente al del Ejército.

El autor es economista y analista político.

Opinión BDF espejo del BDF archivo
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