14
días
han pasado desde el robo de nuestras instalaciones. No nos rendimos, seguimos comprometidos con informarte.
SUSCRIBITE PARA QUE PODAMOS SEGUIR INFORMANDO.

Los niños que crecen que crecen en un ambiente de pobreza, tienen altas probabilidades de tener un futuro bajo este escenario por las limitaciones que tienen las familias. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

“No queremos esto para nuestros hijos”. El trabajo generacional de los vendedores de los semáforos

Tres familias comparten cómo el trabajo de vendedor lo vienen haciendo desde pequeños, cuando ayudaban a sus padres. Ahora, sus hijos repiten la misma historia

Contenido Exclusivo CONTENIDO EXCLUSIVO.

Hace unos 40 años, cuando aún no existían los semáforos ubicados en Plásticos Robelo, en el kilómetro 4 de Carretera Norte, Managua, el matrimonio Huerta Rivas tenía un puesto de refrescos y de lustrar zapatos en ese sector. Era una familia pobre que vivía a unas cuadras de allí, en el barrio Pedro Joaquín Chamorro, pero que aún así su jornada laboral iniciaba antes que saliera el sol. Los Huerta Rivas llegaron a tener 13 hijos, todos —a medida que fueron creciendo— se incorporaron en el negocio familiar, en el mismo punto de trabajo de sus padres.

Miguel Ángel Huerta Rivas, de 41 años, es fruto de ese matrimonio. Recuerda que desde los 11 años él se animó a vender refrescos. “Después de clases yo me ponía a vender frescos, limpiaba carros (…) quería trabajar por mi propia cuenta y ganar dinero”, comparte. Muy de mañana, su mamá preparaba los refrescos y a primera hora el muchacho ya estaba en su puesto vendiendo.

Actualmente, de los 13 hermanos Huerta Rivas, 10 aún siguen vendiendo en los semáforos de la Robelo, pero ahora cada cual con su propia familia. Es un trabajo generacional, donde no solo el trabajo, sino que la historia parece repetirse en sus hijos.

Los Huerta Aguilar

En los 30 años que Miguel Huerta lleva trabajando en ese sector de Carretera Norte le ha tocado vender desde refrescos, frutas, sombrillas hasta limpiar parabrisas. “Vendemos de todo lo que salga”, dice con un rostro cansado y apoyado en la mesa que todos los días acomodan sobre el bulevar, bajo un pequeño árbol que les da sombra.  Al lado de él se encuentra su esposa Jessenia Aguilar y su hija Indira Huerta Aguilar, de 19 años. Aguilar está pelando mangos mientras su hija acomoda las guayabas y las bolsas de mango en una pana para ir a ofrecer a los conductores y pasajeros de buses.

Lea también: Vendedores informales en los semáforos de Plásticos Robelo esperan reubicación cuando se construya paso a desnivel

Jessenia Aguilar y Miguel Huerta Rivas son de los vendedores más antiguos que se ubican en los semáforos de la Robelo, en Carretera Norte. Tienen cuatro hijos, de los cuales uno quiere continuar con el trabajo de vender en la calle. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

Desde que Aguilar se casó con Huerta se fue a vender a los semáforos. Lleva ya 22 años en ese trabajo, la edad de su matrimonio. El horario es como el de un empleo formal: de lunes a viernes, de 8:00 de la mañana a las 5:30 de la tarde, y los sábados hasta mediodía. Pese a que el matrimonio Huerta Aguilar ha pasado muchos años aguantando sol, lluvia, malos tratos y poniendo en peligro su vida al desafiar el tráfico pesado de Carretera Norte, expresan que seguirán haciéndolo hasta que sus hijos sean independientes.

“En algún momento nos quisimos ir (cambiar de trabajo), pero de alguna forma uno gana más por su cuenta, es una forma (de trabajar) donde si queremos venimos si no no”, dice Aguilar. Pero la verdad es que si no trabajan, no comen y muy pocas veces se han dado el lujo de faltar a su jornada.

Los Huerta Aguilar tienen cuatro hijos: una joven de 19 años y tres varones de 14, 12 y 4 años. De ellos, solo Indira les ayuda de forma permanente a vender. Los demás quedan en casa o cuando llegan al puesto colaboran pelando frutas. El adolescente de 14 años es el único de los cuatro hermanos que quiere seguir vendiendo en la calle.

“A veces las ventas están malas, pero con tal de llevarles algo que comer a los hijos, pasamos sin comer un día, hasta que llegamos a nuestros hogares buscamos qué comer. Son cosas que pasan. La mayor (de sus hijos) dice que ya no quiere (seguir con ese trabajo), que quiere prepararse; pero si son los niños pequeños, el de 14 años dice que le gusta, que es bonito. Pero el pensar de nosotros es diferente, nosotros no queremos esto para nuestros hijos, aquí nosotros hemos pasado de todo”, manifiesta Aguilar, quien muestra la marca que le dejó un accidente en su antepierna izquierda.

“Le gente cree que porque tiene un poquito (de dinero) puede humillar al que tiene menos, y entonces uno ya no quiere eso para sus hijos. Que ellos se preparen, que estudien y sigan luchando, ya si el día de mañana uno ya no tiene fuerzas y ya no se puede, pues que se haga la voluntad de Dios”, añade Jessenia Aguilar.

“Ya no sigan en los semáforos”

A unos 50 metros de donde están los Huerta Aguilar se encuentra Johanna García. Dice ser la que inventó la venta de frutas en ese lugar, hace 27 años. De los cuatro embarazos que ha tenido, tres los pasó trabajando en los semáforos. “Comencé pelando las naranjas con cuchillos y luego pasé a hacerlo con la maquinita”. Pero antes de incursionar en la venta de frutas, García vendía lotería, “raspadita” y limpiones.

El mejor periodo que ha visto en su trabajo a lo largo de su trayectoria es cuando instalaron los primeros semáforos en ese lugar, vendía hasta 300 naranjas en un día, ahora si vende 50 es un “milagro”. “La venta era buena, se vendían 300 naranjas al día, ahora no se vende ni 50, peor ahora con esta peste (Covid-19)”, lamenta García.

Johanna García junto a su hija Scarleth venden frutas para llevar el pan de cada día a su casa. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

Saque la ganancia del día o no, en casa le espera su niño de 10 años. De sus dos hijos mayores, uno de vez en cuando le llega a ayudar a vender y el otro tiene un negocio de barbería. El primero no se pudo bachillerar y el segundo prefirió desistir del tercer año de la universidad para emprender. La única mujer, Scarleth García, de 19 años, es la que le ayuda a vender las frutas. Este año no pudo terminar el ciclo escolar por la pandemia, comparte.

Lea además: ¿De dónde vienen los famosos cocos que se venden en los semáforos de Managua?

“Antes se vendía y se ganaba, ahora está feo. Ahora ya hay más vendedores que compradores así que cuando nos va bien, comemos bien, si solo hay arroz y frijoles pues eso comemos (…). Yo les digo (a sus hijos) que sigan adelante para que no estén en los semáforos. El pequeño me dice ‘yo quiero trabajar en una empresa’ porque su papá es mecánico”, declara García.

García “trae en la sangre” lo trabajadora. De pequeña, su mamá era su ejemplo, una vendedora que buscaba la calle para darle de comer a sus hijos. “Yo sé lo que se vende y no se vende, yo no me muero de hambre. Yo he vendido de todo”, dice con orgullo García, quien reconoce que para sacar adelante a su hijo pequeño y que no repita su historia, tiene que dedicarle tiempo a las tareas del colegio. Para eso, lo tiene estudiando en un colegio de Carretera Norte.

“Con la ayuda de Dios y que ellos me hacen caso los he sacado adelante , no me han salido vagos, que eso es lo importante”, añade.

Pero el puesto de trabajo de García, los Huerta Aguilar y los demás hermanos Huerta Rivas, entre los otros vendedores del sector, tienen los días contados. En el 2021 está prevista la construcción de un paso a desnivel que interfiere los semáforos de la Robelo, esta obra forma parte de la rehabilitación y ampliación de la pista Juan Pablo II. Es por eso que el grupo de vendedores le ha pedido a la municipalidad una reubicación; otros solicitaron un empleo formal y en el caso de los hombres preguntaron por trabajo cuando esté en desarrollo la construcción del paso a desnivel.

Herencia familiar

María López Ramírez (camisa morada), trabaja junto a sus sobrinas vendiendo frutas, refrescos y otros alimentos en un puesto ubicado en los semáforos de Enel Central, en Managua. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

María López Ramírez tiene 55 años, de esos, la mayoría se los ha pasado como vendedora, afirma. Su mamá era una mujer que le gustaba “manejar” dinero. Tenía un comedor en las afueras del Palacio Nacional y desde chavalos “nos tiró a la calle”, comenta López.

Debajo de la sombra de un frondoso árbol, cerca de los semáforos de Enel central, en Managua, López Ramírez tiene desde hace 15 años un puesto donde vende refrescos, mangos, semillas de marañón, enchiladas, tajadas con queso y café. “Mi mamá nos heredó este trabajo”, señala. Su jornada inicia a las 4:00 de la madrugada para estar a más tardar a las 10:00 de la mañana en su lugar de trabajo. A sus hijos, dice, “no les gusta esto”, así que ella prepara los alimentos mientras sus tres sobrinas, a las que ha criado como hijas, los venden en los semáforos.

“Esto es para el que le gusta, porque el que está acostumbrado si le dicen ‘mire tiene que ir a vender’, el que es luchador va a cualquier lugar. Hay mil maneras de sobrevivir, así que esto le queda a mis sobrinas”, manifiesta López. Sus hijos trabajan en una zona franca y otro en una empresa particular.

Ingrid Ramírez Urbina, de 34 años y sobrina de López, lleva 15 años laborando en ese lugar. Tiene tres hijos, dos son niñas de 4 y 7 años, y el mayor tiene 14 años. Las menores de edad la acompañan todos los días, y cuando a ella le toca el turno de pararse entre la fila de vehículos, López se encarga de cuidarlas. “Aquí las tengo y las veo, y aquí hacemos las tareas de ellas”, comenta Ramírez.

Aunque Ramírez sabe lo que implica un trabajo informal, dice que gracias a la venta y a su esfuerzo ha podido mantener hasta ahora a sus hijos. La meta de ella es prepararlos y no dejarles de “herencia” el trabajo en los semáforos.

El ciclo “perverso” de pobreza

“Hay un principio que dice que los seres pobres solo generan hijos pobres. Es decir, si vos estás en un ambiente de pobreza, de delincuencia y droga, lo más probable es que vos terminés siendo un delincuente, un consumidor o sigás siendo pobre. Pero hay sus excepciones”, explica el sociólogo Cirilo Otero, quien agrega que este escenario va desde las familias, pero también abarca las amistades y  los distintos lugares donde se puede desarrollar y mover la persona.

Scarleth García aspira a ser enfermera. Pero por ahora deberá esperar el próximo año para sacar su bachillerato. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

Scarleth García, hija de Johanna García, es una joven de piel rojiza, tostada de tanto sol. Su protección es una gorra, un suéter que aunque la recalienta evita que se queme los brazos y ahora usa una mascarilla de tela. Comparte que quiere  seguir estudiando y convertirse en enfermera. Su meta es cursar el cuarto y quinto año de secundaria el próximo año. No se avergüenza de vender en los semáforos, dice, pero no le gustaría pasar toda su vida en ese lugar. “Lo más duro es asolearse, pienso seguir estudiando porque toda la vida no tengo pensado pasarla aquí”, señala.

Indira Huerta Aguilar, tiene 19 años. Lleva seis años ayudándole a sus padres vendiendo en los semáforos de la Robelo, en Carretera Norte. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

Desde los 13 años Indira Huerta Aguilar ayuda a sus padres a vender frutas en los semáforos de la Robelo, en Carretera Norte. Creció en ese ambiente, pero la necesidad la obligó —como a todos—  a sumarse desde temprana edad a esa jornada laboral demandante y peligrosa. “Todo este tiempo que he estado aquí he aprendido lo que es ganarse el dinero”, expresa. Su sueño es concluir el bachillerato y entrar a la universidad a estudiar Ingeniería Química y Mercadotecnia.

Bianca Flores, de 15 años, trabaja limpiando carros en los semáforos de Enel Central. LA PRENSA/WILMER LÓPEZ

A diferencia de las demás jovencitas, a Bianca Flores, de 15 años, no le gusta vender frutas. Ella prefiere limpiar los vidrios de los carros. “Es tímida, pero trabajadora”, dice María López Ramírez, tía de Bianca. La adolescente apenas concluyó la primaria, y aún no sabe si iniciará el próximo año la secundaria, le gusta ganarse el dinero, confiesa. Aunque después recapacita y aclara: “Pienso seguir trabajando y estudiando para el día de mañana ser otra persona”.

Un análisis de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), publicado en mayo de este año, reveló que el peor escenario que podría dejar la crisis sanitaria del coronavirus en Nicaragua es aumentar la brecha de pobreza a un 52.7 por ciento, y el 22.2 por ciento sobreviviría en pobreza extrema. En el caso de la pobreza general, la tasa pasaría de 47.1 por ciento en el 2019 a 50.6 por ciento en el mejor de los escenarios; y en un 51.6 por ciento en un contexto menos negativo. Se desconoce cuánto es la cifra oficial de trabajo informal en Nicaragua.

Víctimas de exclusión social

Las tres jóvenes coincidieron que más allá del sofocante calor y el riesgo que supone pararse justo en la “raya amarilla” y ver pasar a centímetros de ellas los vehículos, lo peor es el abuso e irrespeto de los conductores, así como la discriminación.

“Los hombres son morbosos, o la gente cuando se le ofrece (el producto) te miran con menosprecio”, comenta Indira. “A veces los hombres te quieren pasar tocando, te miran como objeto, te dicen ‘te doy 500 pesos y nos vamos’, o si no ‘qué rica que estás’. Claro que hay riesgos porque aquí pasan (los conductores) como si tienen ganas de pasárselo  llevando (atropellarlo) a uno, no importa si sos hombre o mujer”, cuenta por su parte Scarleth.

Puede interesarle: El drama del desempleo y los salarios en Nicaragua. ¿Por qué 2020 tampoco será un buen año para buscar trabajo?

El sociólogo señala que este comportamiento de la población es porque existe una exclusión social en la que  persiste la desigualdad social. “El origen del problema que tenemos en este país, y en los demás países empobrecidos, es precisamente la exclusión social, el rechazo; a los ricos no les importa que miles de niños no vayan a la escuela”.

Otero lamenta que la brecha de pobreza en el país solo siga aumentando puesto que los gobiernos, hasta ahora, no se preocupan ni por el sector salud ni por la educación, menos por las familias empobrecidas.

Las familias que laboran en los semáforos dependen del ingreso de las actividades diarias para subsistir. LA PRENSA/EILMER LÓPEZ

“Lo duro no es el trabajo, lo duro es el trato que tienen los conductores para todos los vendedores, el rechazo. Pero el que anda ahí es porque tiene una gran necesidad de trabajo, de economía, de llevar el pan a su hogar todos los días, pero se sufre desprecio”, declara López.

Los desempleados del futuro

Jorge Mendoza, director ejecutivo del Foro de Educación y Desarrollo Humano, señala que si la sociedad naturaliza el trabajo infantil,  o que acompañen a sus padres de familia en el trabajo, particularmente en el sector informal, los niños van aceptando esa situación como una opción de vida.

“Esto requiere por parte del Estado programas que estén focalizados a atender esta problemática para que los niños no solo trabajen sino también que los padres de familia tengan alternativas reales para poder proveer alguna posibilidad de desarrollo de los niños”, declara Mendoza.

“Los niños que trabajan hoy son los desempleados del futuro”, lamenta el especialista, quien considera que la crisis sociopolítica que se viene arrastrando desde el 2018 en el país y la crisis sanitaria del Covid-19 agudiza esta problemática.

Para el especialista Otero es difícil, no imposible, salir del ciclo de pobreza porque muchos padres de familia no visionan otro futuro para sus hijos que no sea la realidad que están viviendo, debido a que consideran el enviar a sus hijos a la escuela como una “tradición” y no como una oportunidad de cambio de vida.

Puede interesarte

×

El contenido de LA PRENSA es el resultado de mucho esfuerzo. Te invitamos a compartirlo y así contribuís a mantener vivo el periodismo independiente en Nicaragua.

Comparte nuestro enlace:

Si aún no sos suscriptor, te invitamos a suscribirte aquí