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Zoilamérica Ortega Murillo trabajando en casa, siempre con una agenda a mano. No le puede faltar el café ni lapiceros en al menos dos colores. LA PRENSA/ Cortesía de Bernabé Jirón.

La Zoilamérica que no conocías

Zoilamérica Ortega Murillo es profesora universitaria y en el exilio está luchando por construir su propia identidad, lejos de la sombra de su madre y su padrastro: Rosario Murillo y Daniel Ortega. No le gustan las etiquetas, dice, porque a ella toda la vida la han etiquetado.

A las 5:30 de la mañana Zoilamérica Ortega Murillo ya debe estar en pie. Mira el celular y se levanta medio dormida para encender la cafetera; vuelve al cuarto y recoge su sábana, la dobla y la coloca debajo de la almohada. Todo debe estar en perfecto orden. Se toma la primera taza de café y hace algo de ejercicio. Prepara el desayuno de su hijo menor, Giordano, y lo deja servido sobre la mesa. Se baña, se maquilla, empaca su almuerzo y antes de las 8:00 sale rumbo a la universidad donde trabaja como docente. Lo mismo todos los días. En esta sencilla rutina ha empezado a encontrarse a sí misma, luego de tantos años viviendo a la sombra de su madre y su padrastro: Rosario Murillo y Daniel Ortega.

Hay caos cuando se queda dormida. En sus propias palabras, Zoilamérica vive, duerme y respira “con una libreta”. Siempre anda llena de listas, papelitos y marcadores, y su agenda casi no tiene sitios en blanco. Una letra menuda, mitad de molde mitad cursiva, lo puebla todo. La mayoría de los compromisos anotados son tutorías que imparte a sus estudiantes. En el exilio al que la forzó su propia madre, se ha dedicado por entero a la docencia y eso la hace “profundamente feliz”.

“Ha sido una misión de todos los días, no creerme lo que me dijeron que era. Desprenderme de todo eso en lo que quisieron convertirme y ser yo misma”, relata hoy, a sus 53 años, dispuesta a dejarse ver como la persona que realmente es, más allá del estigma de ser la hija mayor de Rosario Murillo y del recuerdo de la denuncia contra su padrastro.

“Imaginate querer ser como quiero ser, cuando la mitad de la gente que te ve del otro lado te tiene estigmatizada como la hija de los fulanos, la víctima, y, por otro lado, la que tiene ínfulas de poder”, expresa con serenidad. No quiere que la victimicen más. “Siempre he dicho que lo que más me gusta de mí es mi nombre”, sostiene. “Y siempre sentí que había alguien dentro de mí que tenía que salir”.

Zoilamérica Ortega Murillo es un centro de trabajo, una universidad privada de Costa Rica, donde está a cargo de la revisión de los planes de estudios de todas las carreras, así como del seminario de graduación. LA PRENSA/ Cortesía de Randall Hernández

La profesora

Le pusieron el nombre de su abuela materna, Zoilamérica Zambrana Sandino, y de su bisabuela, Zoilamérica Zambrana Tiffer. Es una mujer alta, morena y esbelta. Tiene una cabellera oscura que ya le cae por debajo de la cintura, porque hizo la promesa de cortársela hasta que Nicaragua sea un país libre y la está cumpliendo. Suele ser “penosa” ante personas desconocidas; pero en cuanto toma confianza se revela hablantina y bromista. “Yo me río sola de mis propias locuras”, admite.

También puede ser muy despistada. Prueba de ello es la vez que estuvo casi una hora diciéndoles a sus estudiantes (cincuenta muchachos al otro lado de la pantalla) que el audio de su computadora no funcionaba, para al final descubrir que tenía conectados los auriculares y no se los había colocado en las orejas. O cuando dio una clase sin compartir pantalla. O el día que fue al banco y por accidente se llevó todos los papeles que la joven de atención al cliente tenía sobre el escritorio.

En Costa Rica, donde vive exiliada desde hace siete años, no falta quien la reconozca, porque allá también ha resonado su nombre. A veces el conductor del Uber la queda viendo con curiosidad y le pregunta: “¿Usted es Zoilamérica?”, justo cuando ella está haciendo algún chiste sobre algo que vio en la calle: “Ve, el peinado de aquel hombre parece de puercoespín”.

En las aulas de la universidad, sin embargo, es simplemente la profesora Zoilamérica. “Esa es mi mayor satisfacción”, afirma sonriente. “Cuando me conocen se desmonta todo lo que han visto en los medios. En el camino se les olvida. Algunos le cuentan a la familia, pero cuando a veces la mamá viene al final a agradecerme, es la Zoilamérica y no es la hija de…”

Trabaja en una universidad privada costarricense, en el puesto de analista curricular. Su tarea es revisar los planes de estudio de todas las carreras y, aparte, imparte el seminario de graduación a los estudiantes de último año que ya están haciendo la tesis. “En distintas carreras me toca ayudar con la metodología de investigación, generalmente los muchachos saben más que yo”, bromea.
En los años noventa estudió sociología en la Universidad Centroamericana (UCA) y sacó en Estados Unidos cursos libres en educación para la paz, conocimiento que aplicó en programas de educación para desmovilizados de la Resistencia Nicaragüense.

Al centro, Zoilamérica vestida de indita, en su cumpleaños número cinco, 1972. Desde niña ha sido alta. Ahora mide un metro con 79 centímetros. LA PRENSA/ Cortesía de Zoilamérica Ortega Murillo

Desde los 12 años de edad supo que quería ser maestra y a lo largo de su vida se dedicó a dar talleres y capacitaciones. Incluso dirigió por muchos años una ONG llamada Centro de Estudios Internacionales de Nicaragua (CEI), que a partir de 2012 se volvió blanco constante de los ataques del régimen Ortega Murillo.

Ese año comenzó a coordinar una serie de alianzas a nivel de Centroamérica y logró una importante colaboración del gobierno de Noruega. “Percibieron que podía crecer como actor político y no lo iban a permitir, porque de alguna forma era el recuerdo de lo que había pasado (la denuncia por abuso sexual)”, considera. Su madre y su padrastro empezaron a limitar los proyectos y luego, en la última etapa, a bloquearle toda la cooperación extranjera.

Después ocurrió lo que casi todos sabemos. En junio de 2013 el gobierno de Ortega deportó con violencia al boliviano Carlos Alberto Ariñez Castel, en ese tiempo novio de Zoilamérica y asesor de comunicación del CEI. Ella también estaba sufriendo asedio y de igual manera cruzó la frontera hacia Costa Rica, con un niño de 9 años de la mano y una valija con algo de ropa. Pasaron seis meses antes de que tomara la decisión de quedarse ahí y más de cinco años para que el gobierno costarricense le otorgara el estatus de refugiada.

En su segundo año en Costa Rica, pudo conseguir un permiso de trabajo similar al que reciben las empleadas domésticas. Luego estuvo año y medio sin nada y en el quinto año las autoridades ticas le dijeron que podía solicitar refugio. Se lo concedieron en junio de 2019. Mientras tanto, laboró como lo hace la mayoría de las personas que llegan en calidad de migrantes, sin papeles y casi sin contactos, porque en ese tiempo incluso venció su cédula nicaragüense.

En su primer trabajo usaba los documentos de alguien más. Ella impartía las clases, cobraba y la persona dueña de los papeles ganaba una comisión. Luego ha trabajado en consultorías y como docente que presta servicios profesionales.

Cada vez que inicia un nuevo ciclo escolar, siente que va para “una piñata”. Ese día incluso se peina y les advierte a sus estudiantes que no la volverán a ver así de arreglada. “Preparar una clase para mí es fascinante”, afirma. “Puedo pasar horas planeando mi clase como un juego”.

“Lo que ella (Rosario Murillo) no calculó fue mi crecimiento fuera del poder de ellos”, sostiene. “Y el proceso de construcción de identidad que esto me iba a permitir”.

Con su hija Carolina Bendaña Ortega. LA PRENSA/ Archivo

Etiquetas

A Zoilamérica no le gustan las etiquetas. De ninguna clase. No quiere ni definir su religión, es creyente y ya. Durante buena parte de su vida fue etiquetada por esto o lo otro y desarrolló una cierta alergia a las delimitaciones.

“El tema de las etiquetas te dice hasta de qué reírte y de qué no, lo que es políticamente correcto y lo que no, lo que es bien visto y lo que no”, señala. Por eso disfruta del humor del comediante nicaragüense Reynaldo Ruiz. “Soy su fan. Ese sentido del humor pasado de tono y todo lo que vos querás, me da risa, qué voy a hacer”.

El otro tipo de etiqueta que no soporta es el de la vestimenta. “Para mí tener que ir a un hotel, a la presentación de algo, y tener que disfrazarme… Con solo que me digan eso, ya no, ya me pierdo. A mí decime que vayamos a tomar café y que puedo ir como quiera”, expresa. Sin embargo, sus amigas se quejan de que tampoco es fácil llevarla a tomar café. Cuesta sacarla de casa.

“Me encanta platicar, pero tengo una necesidad muy grande de ir y venir hacia mí”, explica. “Puedo estar dos horas platicando con alguien y ya, otra vez a mi mundo, a mi casa. Eso tiene que ver con que pasé gran parte de mi vida sin más vínculo social que el de mi casa, siempre he tenido un mundo bien reducido”.

La mayoría de sus salidas son al trabajo y al supermercado. En casa se tiñe el cabello, se pinta las uñas e intenta hacerse colochos siguiendo videos tutoriales, misión en la que hasta el momento sigue fracasando. En materia de audiovisuales, YouTube es lo que más consume. Rutinas de ejercicio y la vida cotidiana de celebridades, sobre todo. Ver una película es una tarea más compleja y ya ni se diga sentarse a ver toda una serie.

“Mi cabeza se va a otro lado”, dice. “Hago una cosa y otra cosa. Me siento a ver la serie, ya está, no me atrapó. Cuando veo algo durante un capítulo y medio seguido es un triunfo: ¡Me gustó!”. La última que vio completa fue Merlí; pero fue porque la serie trata sobre la vida de un profesor de Filosofía que se mete a resolver los problemas de sus estudiantes.

Como profesora, Zoilamérica es “chavalera”, pero a la vez exigente, algo que trasciende a otras esferas de su vida. Y aquí es donde viene la etiqueta que más le disgusta: que cuando se porta firme le digan que se parece a su madre. “Firmeza no significa prepotencia, pero me gano comparaciones por ser alguien que piensa que las cosas se tienen que hacer bien”, lamenta. “Es injusto, porque toda persona tiene valores y yo no puedo, para no parecerme a ella, dejar de ser como debo de ser”.

“Eso es un reto para mí, todos los días saber quién soy, aun cuando la gente establezca paralelos malintencionadamente”, confiesa. “Lo que soy hoy no tiene nada que ver con mi pasado. Yo he hecho mi camino y no es un camino para diferenciarme de ella, es un camino por mí misma”.

Zoilamérica en junio de 2013, poco antes de exiliarse en Costa Rica, donde comenzaría una nueva vida, desde cero. La acompaña su hijo mayor, Alejandro Bendaña. LA PRENSA/ ARCHIVO/ OSCAR NAVARRETE

Una llamada

Un año después de exiliarse en Costa Rica, Zoilamérica se separó de Carlos y desde entonces vive con su hijo Giordano. A través del teléfono y las redes sociales mantiene constante comunicación con sus hijos mayores, Alejandro y Carolina. Y también con sus tías maternas. Ninguna se habla con Rosario Murillo.

“En esta etapa ha sido importante la relación con mis tías, las hermanas de mi mamá. Ese cariño me volvió a dar la sensación del afecto que tuve cuando era niña”, cuenta. “Tenemos una identidad fuerte, con esto del sentido del humor. Cuando hablamos en Zoom no se sabe quién es porque todo mundo habla al mismo tiempo. Ha sido bonito reconocer cosas mías en ellas. Son mujeres fuertes, determinadas, y mis primas, un mujeral, son chavalas esforzadas”.

Con quienes no tiene comunicación es con su mamá, su padrastro y sus hermanos. La última vez que supo de Juan Carlos Ortega Murillo, por ejemplo, fue en noviembre de 2019. Ella compartió un tuit secundando a las feministas que en esos días coreaban “¡El violador eres tú!” y su medio hermano le respondió: “La mitomanía es una enfermedad. Hay doctores especialistas que te pueden ayudar a tratar ese mal que llevás ya encima por demasiados años y del que, miserablemente, has hecho un modus vivendi. Los mejores deseos para vos”.

Antes de eso, asegura, Rosario Murillo intentó convencerla en varias ocasiones de que regresara a Nicaragua. La última vez fue en diciembre de 2018. Cuando la llamada entró a su celular y reconoció el número de la casa de los Ortega Murillo, lo primero que se le ocurrió fue que alguno de sus hermanos le avisaría que alguien había fallecido. Pero al otro lado de la línea escuchó la voz de su mamá, pidiéndole que volviera.

“Obviamente quería la foto (de la reconciliación)”, considera. Según Zoilamérica, Murillo dijo que volvería a llamar y ella ya no contestó. Está consciente de que su difícil condición de exiliada acabaría con solo hacer una llamada. “Mi situación la resuelvo levantando esta mano, marcando un número y diciendo: ‘Ya pues’. El costo que tiene no hacerlo y que ni siquiera te dé tentación, es alto”.
“La convicción se confirma todos los días”, sostiene. “Los que podemos ser coherentes somos los que todos los días confirmamos dónde queremos estar”.

Por ahora ella quiere seguir descubriéndose. Identificando las cosas que le gustan y las que no. Ya camina más erguida y, aunque todavía no se siente cómoda para mostrar un escote, ya no se cubre el rostro con el cabello. “Hacia donde voy es a salir de la esquina en la que me pusieron el exilio y la realidad”, afirma. “Ahora puedo salir de ese rincón para empezar a hacer un camino. Pero, aunque tenga que ir a otro lado, aunque tenga que caminar mucho, el destino final siempre va a ser Nicaragua. Eso lo tengo absolutamente claro”.

***

Sobre Zoilamérica

  • Todavía le da miedo dormir sola y no se siente cómoda ante figuras de autoridad. Ella es feliz interactuando con personas que no representan poder político ni económico; como las señoras conserjes de la universidad o los exiliados nicaragüenses que no son mediáticos y pasan necesidades en Costa Rica.
  • Camina con el bolso lleno de “chunches”: cepillo para el pelo, cepillo de dientes, dos cargadores para el celular, lapiceros, etcétera, etcétera, etcétera…
  • No se cambia el apellido Ortega porque sería un tremendo lío legal. Aparte de que también tendrían que cambiárselo sus tres hijos: Alejandro, Carolina y Giordano. Pero, además, dice, ya está cansada de estarse cambiando el apellido paterno. Ya fue Narváez, como su padre biológico, Jorge Narváez, y también Hassan, como el segundo esposo de Rosario Murillo: Anuar Hassan. “Menos mal que nunca me puse mis apellidos de casada”, dice entre carcajadas.
  • Se ha casado dos veces. Primero con Alejandro Bendaña, a quien define como un caballero, padre de sus dos hijos mayores. Después con Alberto Araica, padre de Giordano, quien ahora es su amigo. “Yo siempre digo que soy mejor ex que pareja”, bromea. Pero no descarta la posibilidad de volverse a enamorar. Hay muchas cosas que tiene pendientes para hacer en pareja, como ver un atardecer.
  • Actualmente trabaja de lunes a viernes, desde las 8:00 de la mañana hasta las 7:00 de la noche, y los sábados de 8:00 de la mañana a 3:00 de la tarde, porque se queda tres horas más, por voluntad propia, para dar tutorías a sus estudiantes. También da talleres para exiliados nicaragüenses y el resto del día se le va en ir al súper, lavar y acompañar a su hijo Giordano, que está aprendiendo a cocinar.
  • El domingo es un día sagrado para despertarse tarde. Para Zoilamérica las 9:00 de la mañana “es tardísimo”. Se levanta y se pone a ver videos en YouTube, toma café, hace el desayuno y se sienta a comer con su hijo, que tiene 15 años y va en tercer año de secundaria. Después escucha alguna misa y baña al perro… Así transcurre el día.
En la oficina de la universidad. LA PRENSA/ Cortesía de Randall Hernández

Vida sencilla

En San José, Costa Rica, Zoilamérica Ortega Murillo lleva una vida modesta. No compra ropa porque se viste de lo que le regalan sus tías y sus amigas. Tampoco posee casa propia. Su única casa es la que tiene en Managua, pero en 2015 el régimen encabezado por su madre la mandó a destruir para que no pudiera seguir percibiendo el dinero de la renta.

“Desde 1990 he vivido de mi trabajo. Llegué a tener ahorros que se vinieron al suelo por las consecuencias de mi denuncia”, afirma. “Dependo exclusivamente de mi salario mensual. Pago alquiler en una zona modesta de San José y la casa todavía tiene solo lo básico. No me traje nada de Nicaragua. Uso transporte público. En algunos pagos ordinarios a veces me atraso y pido que me esperen”.

“Si hay gastos no contemplados, a apretarse la faja o mis hijos reúnen para apoyarme”, sostiene. “Todos los migrantes pasamos por eso. Y no hay nada mejor que saber que todo lo que tengo aquí en Costa Rica es producto de las casi catorce horas que trabajo todos los días. La paz que eso me da no la cambio por nada”.

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