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Decenas de jóvenes han escapado de Nicaragua debido a la represión, pero cuando llegan a Estados Unidos los encierran. LA PRENSA/Agencias

Los nicas que huyen de la dictadura y los encarcelan en Estados Unidos

Mientras el régimen de Daniel Ortega los persigue y el gobierno de Donald Trump los encarcela al llegar a Estados Unidos, un grupo de ciudadanos se encarga de ayudar a los jóvenes durante los meses que pasan en los centros de detención

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En la frontera de Estados Unidos y México a Allan Monzón le pusieron las esposas por primera vez en su vida. Le chocó un poco verse apresado de manos, pero pensaba que era lo que le tocaba hacer al agente gringo que le explicaba en inglés que estaba siendo detenido por cruzar ilegal. Unos segundos después, el mismo agente lo encadenó de la cintura y los pies, y fue ahí que se hundió al sentirse tratado como el narcotraficante Joaquín “el Chapo” Guzmán.

Era 25 de enero del año 2019 en Arizona. A Monzón, de 26 años de edad, y otros hombres más, los llevaron a la famosa “Hielera”, un cuarto super frío en el que solo recibió una especie de cobija térmica para intentar dormir apiñado con otros desconocidos. Horas más tarde fue trasladado al Centro de Detención de Florence y más adelante a La Palma Correctional Center, una cárcel que la adaptaron para detener a migrantes, pero que en el momento que llegó Monzón la mitad de los encarcelados eran reos comunes.

“Cuando yo empiezo a ver que me está pasado esto, se me derrumba el mundo”, dice Allan Monzón a LA PRENSA desde México, donde se encuentra desde hace meses viviendo con su esposa y su hija, después de pasar nueve meses en estos centros de detención y ser deportado hacia Nicaragua.

Este es el carnet de estudiante de Ingeniería Mecánica de la UNI de Allan Monzon. LA PRENSA/Cortesía

Monzón llegó a la frontera con Estados Unidos huyendo de las turbas del régimen del Frente Sandinista, partido liderado por Daniel Ortega, quien gobierna Nicaragua desde 2007. Hace más de dos años, cuando estallaron las protestas en abril de 2018, fue uno de los estudiantes universitarios que salieron a las calles a manifestarse. Lo hizo en Managua y Jinotega, donde vive su familia, lo que provocó que fuera perseguido por sujetos armados.

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Esta es la misma razón que ha empujado a otra decena de jóvenes que arriesgan sus vidas en la travesía hacia los Estados Unidos para buscar refugio. Hasta febrero de este año, antes de la pandemia de coronavirus, 360 nicaragüenses habían estado en centros de detención esperando sentencias sobre sus casos, según estadísticas de Nicaraguan American Human Right Alliance (Nahra), una organización que asiste a los nicas en los centros de detención.

Las edades de los detenidos rondan entre los 19 y 35 años como máximo. Un 77 por ciento se encuentra en Arizona, por ser uno de los estados fronterizos con México. Para febrero de este año, Nahra tenía registrado que solo el 34 por ciento de los detenidos ganaba los casos de asilo. El 25 por ciento sale con fianzas, el 9 por ciento estaba en proceso de apelación, mientras que el 13 por ciento tiene órdenes de deportación y el 24 por ciento ya ha sido deportado.

En otras palabras, solo a tres de cada 10 nicaragüenses que pasan meses en los centros de detención les dan asilo en Estados Unidos. El resto son deportados a Nicaragua, como fue el caso de Allan Monzón.

Allan Monzón actualmente está viviendo en México. LA PRENSA/Cortesía.

Diáspora

Alfonso Hernández es uno de los primeros 12 arquitectos que graduó la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Fue cachorro del Servicio Militar y participó en la Cruzada de Alfabetización y los cortes de café durante el primer régimen sandinista. “Yo era de la generación soñadora que quería cambiar Nicaragua”, dice Hernández, de 55 años de edad, ahora viviendo en Boston, Estados Unidos. “Pero tenía que salir de Nicaragua porque no quería seguir yendo a la guerra y que me mataran”.

Al igual que Allan Monzón —el joven universitario que huyó en 2018 del régimen de Daniel Ortega— Alfonso Hernández hace 31 años tomó un avión para viajar a Guatemala huyendo del primer gobierno sandinista de los años 80. Como si una historia fuera el reflejo de la otra, ambos emprendieron el mismo viaje hacia México, atravesando los peligros de todos los migrantes en el camino. Con la única diferencia, dice Hernández, que la política migratoria de Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos en ese tiempo, era más flexible que la del actual gobierno de Donald Trump.

“Uno llegaba a Migración diciendo que era nicaragüense y solo le daban un papel para poder entrar al país y después podía gestionar el asilo o los permisos de trabajo”, dice Hernández.

Foto de detenidos que son trasladados en el Centro Correcional La Palma, donde han llevado a decenas de nicas detenidos. LA PRENSA/Agencias

Hoy en día, Hernández es el encargado de las aplicaciones médicas en un hospital de Boston. Pero nunca olvida que para llegar hasta ahí tuvo que atravesar el río Bravo, el que divide parte de la frontera de México y Estados Unidos, aguantó humillaciones por ser migrante, y estudió y trabajó el doble para ascender en las empresas.

Tampoco olvidó Nicaragua. Para no ser absorbidos por la cultura estadounidense, Hernández junto con otros nicas hicieron un grupo, Nicas en Boston, que se reunía para hacer actividades, como bailes folclóricos, presentaciones de libros, charlas y culminaban izando la bandera todos los 15 de septiembre en la plaza principal de la ciudad desde 1997.

En resumen, eran un grupo de ciudadanos que se reunía para actos culturales, pero que recogían ayudas humanitarias cuando en Nicaragua ocurrían desastres naturales. De manera que cuando ocurrió el estallido de abril de 2018, el grupo de Hernández no esquivó la mirada. “Nos reunimos para hacer denuncias internacionales, yendo a las universidades y haciendo manifestaciones públicas”, dice Hernández, y agrega: “En fin, haciendo de todo lo que podemos para ayudar con los reprimidos”.

El propio Hernández ha viajado en trenes, con otros nicaragüenses, durante más de ocho horas, con temperaturas súper bajas para hacer manifestaciones en contra del régimen de Daniel Ortega en Washington DC, la capital de Estados Unidos. “Nosotros somos los nicaragüenses que nos sacó el mismo régimen en los años 80. Muchos de los niños que nacieron en esa época que nos expulsaron eran hijos de sandinistas. Ahora esos niños han huido de Ortega y nosotros somos los que los hemos asistido cuando caen en las cárceles de Estados Unidos”, dice Hernández, quien ahora pertenece a la organización Conexión Nicas USA.

En algunas noches, Hernández recibía llamadas de jóvenes que le decían que él “era la única esperanza” que tenían para salir. Muchos le decían que se querían suicidar. “Muchos estaban baleados o tan golpeados que les habían dañado sus órganos”, dice Hernández.

Para poder ayudar a los jóvenes en las cárceles, este grupo de nicaragüenses hace ferias de ventas de gallo pinto, chicharrón, piden dinero a otras organizaciones y realizan colectas para pagar abogados, documentos o fianzas de hasta 20 mil dólares para sacarlos de los centros de detención. Hasta el momento, solo en Boston han liberado al menos a ocho jóvenes, incluyendo los que han pagado fianzas, algo que se replica en varios de los estados del país.

Alfonso Hernández de las organizaciones Nicas en Boston y Conexión Nica USA. LA PRENSA/Cortesía.

Procesos

Cruzar la frontera de forma ilegal, entregarse en un puesto fronterizo o en Migración en uno de los aeropuertos son tres de las formas más comunes de cómo han detenido a los jóvenes en Estados Unidos. En ese momento los agentes les hacen una entrevista llamada “miedo razonable” para saber si la versión los convence de dejarlos pasar. Esto casi nunca ocurre y los que hacen es enviarlos a los centros de detención para comenzar un proceso de asilo político.

El proceso suele demorar meses. Las audiencias son en inglés y las pruebas que tienen que presentar también deben de estar traducidas en ese idioma. Las leyes a veces no son congruentes. Por ejemplo, si un nicaragüense pisaba suelo estadounidense de forma ilegal tenía que pagar una multa para poder quedarse porque había violado la ley, mientras que si otro se entregaba por su propia cuenta, no podía pagar la multa y solamente podía aspirar al asilo presentando un caso sólido. Es decir, era más probable quedarse en el país si cometió la ilegalidad.

Las políticas migratorias se han endurecido más con las caravanas de migrantes que empezaron a salir desde el Triángulo Norte, El Salvador, Honduras y Guatemala, a mediados de 2018. Y se han puesto mucho más estrictas a raíz de la pandemia de coronavirus: si se pisa suelo estadounidense serán deportados de inmediato. Esto fue lo que le pasó a Valeska Alemán, la joven que podía tener todas las pruebas para un caso sólido de asilo político, pero la nueva política no dejó ni siquiera exponerlo en un tribunal migratorio.

Carolina Sediles afuera de uno de los centros de detención donde visita a los jóvenes nicas. LA PRENSA/Cortesía.

“El Ángel”

En todos estos temas se ha especializado Carolina Sediles, una nicaragüense que, por vivir en el estado fronterizo de Arizona, le ha tocado estar dentro de estos centros de detención durante todos estos meses. “Todo me tocó aprenderlo a la brava, con tal de ayudar a los muchachos porque no tenían a nadie, a nadie”, dice Sediles, quien es coordinadora de la organización de derechos humanos Conexión USA.

Ahí conoció a Allan Monzón, el muchacho de Jinotega que fue deportado a Nicaragua el 30 de octubre de 2019. Para ella, su caso merecía el asilo político porque tenía todas las pruebas a su favor. Sin embargo, la mala suerte fue que el juez John Davies, uno de los más duros contra los migrantes en Arizona, ya había dado un asilo antes a un compañero de él, y según Sediles, era muy difícil que fallara a favor de otro nica en tan corto tiempo.

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A pesar de que no logró el asilo, Monzón la ve a Sediles como “un ángel”. Ella lo acompañó cuando él estuvo en depresión en la cárcel y sufrió enfermedades: problemas cardíacos, gastritis y úlceras. “La comida, con el perdón de Dios, es una mierda”, dice Monzón, a quien se le revuelve todo cuando recuerda los purés de papas sintéticas que les daban todos los días.

En esos nueve meses padeció de paperas, una enfermedad que inflama las glándulas salivales, y se le inflamaron los testículos. Lo trasladaron para tratarlo en un supuesto centro médico, que no era más que un cuarto pequeño en el que le tendieron una colchoneta y un doctor lo llegaba a ver una vez al día. “Yo mejoré por mis deseos de salir de ese infierno”, dice Monzón.

Foto tomada dentro de un centro de detención. LAPRENSA/Cortesía.

El asilo

La última marcha de protesta que se realizó en Nicaragua fue el 23 de septiembre del año 2018. Aquel día asesinaron al adolescente de 16 años de edad, Matt Romero. Fue un disparo directo al pecho que llegó desde unos simpatizantes del Gobierno armados, que son conocidos como paramilitares.

El video de Romero tendido en el suelo circuló de inmediato. Se ve a varias personas que lo asisten. Pero hay una en la que se ve a Matt en medio de un hombre, de casco, que maneja una scooter y otro de gorra, barba cerrada, con una chaqueta, que sostiene el cuerpo inconsciente del adolescente. Este último es Christian Martínez, un joven que pasó seis meses en un centro de detención de Estados Unidos hasta que un juez aprobó su asilo político.

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La foto, tomada por el fotógrafo Óscar Sánchez, fue una de las pruebas más contundentes de Martínez para demostrar que su vida corría peligro en Nicaragua y que lograra convencer al juez de otorgarle el asilo. “Fueron dos horas de preguntas en las que logré controlar mis nervios para ganar mi caso”, dice Martínez, quien después de haber ganado su caso estuvo tres días más encerrado.

Una vez afuera, Martínez se fue a Miami y luego a New Jersey, donde actualmente saca un curso de Enfermería. Estuvo trabajando en Amazon, pero desde hace meses labora para una compañía que repara techos. “Estoy viviendo bien, pero como nicaragüense quisiera regresar a Nicaragua. Ahorita no se puede porque está el dictador Daniel Ortega. No quiero estar aquí, lo mío está en Nicaragua”, dice Martínez.

Esta fue la foto que sirvió de prueba a Cristhian Martínez, de gorra sosteniendo a Matt Romero, para que le dieran el asilo político. LA PRENSA/ Cortesía Óscar Sánchez

Abuelas solidarias

Anita Wells, nieta de un marino de Estados Unidos y una nicaragüense, es fundadora de Abuenica, una organización que ayuda a los nicaragüenses en el exilio. “Me involucré en esto porque escuché el llamado de dolor que un familiar de un campesino de Pantasma que me clamaba en el teléfono: Anita, por favor ayudanos”.

Wells ha formado una red de abuelas que han recibido asesoramiento sobre casos migratorios, leyes y derechos migrantes. Empezaron ayudando en los centros de detención porque los muchachos no tienen ningún contacto con el exterior. “No hay noticias, no reciben periódicos, desconocen totalmente lo que ocurre en Nicaragua y están totalmente desconectados de todo”, dice Wells, quien vive en Estados Unidos desde los años 80.

Cuando salen de la cárcel, Wells dice que ha ayudado a integrarlos en grupos de voluntarios. Muchos de los liberados viven en sus casas, les ayudan a conseguir documentos para trabajar y a que paguen sus apartamentos. “No todo es color de rosa, sufren mucho, algunos se deprimen y quieren regresar aunque los maten”, dice Wells, quien también comenta que algunos les han pagado mal porque les han mentido sobre su vida en Nicaragua o han tenido malos comportamientos.

Cristhian Martínez muestra el trabajo que hace ahora: reparar techos. LA PRENSA/Cortesía.

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