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Poetas pioneras de Nicaragua-antología

El mejor acuse de recibo de un libro es leerlo y comentarlo. Es lo que hago con el envío de Jorge Eduardo Arellano (JEA) de 60 páginas por el correo del doctor Arnulfo Barrantes y escaneado por su secretaria Silvia Sobalvarro. Mi agradecimiento a ambos.

Sesenta páginas en papel de oficio pueden significar un libro de 120. El título del escrito es con el que me permito también titular el presente.

Indudablemente el trabajo de JEA es acucioso sobre las poetisas nacidas antes de 1935. A JEA no le agrada la palabra poetisa, a mí, sí. Poetisa sugiere sacerdotisa, o pitonisa, la poesía predice, no importa su procedencia. La poesía desentraña el misterio. No se podría calificar de exhaustiva esta antología, porque en información nada es exhaustivo, menos en asunto tan delicado sobre la mujer poeta, que pasó por siglos ignorada y hasta vilipendiada cuando se arriesgaba a escribir.

Sor Juana Inés de la Cruz, la mayor poetisa de América, según Octavio Paz en su espléndido estudio sobre ella en Las trampas de la Fe, dice que el arzobispo del Virreinato de la Nueva España (México) le prohibió escribir a sor Juana, cuando se marchó la virreina que la protegía.

Arellano rescata a muchas poetisas que serían desconocidas hoy hasta por quienes nos preocupamos de la historia literaria de Nicaragua. Él es un tremendo investigador. Hurga compendios, sobre mujeres de letras. Analiza las breves antologías escritas sobre poesía femenina. Llama “Colección Zapata” a las 378 hojas sueltas que se imprimieron en 1854 y 1870 sobre unas 50 precursoras, como él las llama, de los cuales solo consigna 12. ¡Discriminador! Todas leonesas, con algunas excepciones. Destaca a Rosa Umaña Espinoza, sobre la que aseguran era de Chinandega. Poetisa que apasionó mi adolescencia por creer equivocadamente que era una poetisa trashumante, según leyendas que corrían en Chinandega hace ochenta años. Era, según estas, una especie de juglar que en compañía de varios muchachos bohemios andaba por los polvosos caminos chinandeganos recitando sus poesías. Mentira. Fue una infortunada poetisa Rosa Umaña Espinoza, huérfana de padre y madre y costurera. Murió en León, de tuberculosis, sola, abandonada y triste. Sin embargo, logró escribir tres libros de versos y el escritor y crítico don Mariano Barreto escribió sobre La poesía de nuestros poetas (1888), ocupándose ampliamente de ella, lo mismo que deploró la tristísima forma en que ocurrió su muerte.

Consigna el estudio de Arellano algunas otras mujeres poetisas de Chinandega, de Masaya, Managua, Ocotal. No es posible referirse a todas las poetas que Arellano ha rescatado en su estudio sobre la poesía de la mujer nicaragüense en un artículo de prensa. Sin embargo, sería justo que quienes quisieran informarse sobre este tema, leyeran este libro de Arellano, el que desconozco si está impreso en papel o es solo digital. Pero el libro vale y debería ser de estudio imprescindible en la carrera de letras de las universidades del país.

Él cita y juzga las antologías sobre poesía femenina, la de María Teresa Sánchez, la escrita por Daisy Zamora-Julio Valle Castillo, tremendamente selectiva en su opinión. Dignamente alude al trabajo investigativo de Helena Ramos, esa rusa infatigable, a quien califica de “Sherlok Holmes femenino”, especializada en la literatura escrita por mujeres nicaragüenses. Inmensamente bello me parece el juicio de Ernesto Mejía Sánchez que cita Arellano: “no merecen reinar en el olvido las poetisas nicaragüenses”. Son las que no alcanzaron el Modernismo, aunque cantaron la muerte de Darío. Las que no alcanzaron el vanguardismo porque no vivieron hasta esa época de las letras nicaragüenses.

No es justo calificar como adocenadas a las mujeres del siglo XIX y principios del siglo XX por inclinar su sentir poético hacia la religión y hacia el amor familiar y amores no correspondidos. Hubo algunas que hasta se atrevieron a escribir poesía erótica. Otras como sor Juana Inés hicieron poesía palaciega.

Leamos, mujeres, este libro. Todas estamos, un poco, en él. Ojalá sea publicado en papel para quienes los preferimos, a las publicaciones digitales.

Al libro de papel lo podés oler, besar, anotar al margen, romperlo y hasta estrellarlo contra el suelo, según el humor de quien lo escribe y el tuyo propio, al tenerlo entre las manos, no en frente y luminoso. Vejez. Quizá; pero vejez que ha leído varias veces el libro de Jorge Eduardo.

La autora es profesora retirada.

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