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A propósito de sanciones

Recientemente asistí a una reunión virtual con miembros de un gremio empresarial y surgió el tema de las sanciones. En ese intercambio comenté la historia de sanciones en la era moderna: es decir de comienzos del siglo XX hasta el presente. Y mi conclusión fue que el récord de sanciones como instrumento de presión era pobre. Como ejemplo de esto cité las sanciones norteamericanas en contra del Imperio del Japón en los años antes del ataque de Pearl Harbor en 1941. Por lo interesante de este caso, les brindo un resumen de lo que pasó.

Durante la Primera Guerra Mundial, Japón fue aliada de Gran Bretaña y Estados Unidos (EE. UU.) y atacó a bases militares alemanes en Asia y sumó los territorios donde estas se encontraban a su imperio que ya incluía Corea y la isla de Formosa, conocida ahora como Taiwán.

En los años siguientes, Japón continuó su rápida modernización industrial y ampliando sus fuerzas armadas. También siguió expandiendo su imperio. La adquisición más grande ocurrió en 1931 cuando Japón conquistó a Manchuria, una región de aproximadamente un millón de kilómetros cuadrados en el noreste de la China que, además, es rica en recursos naturales. Para camuflar esta acción Japón instaló al último emperador de la China como su títere en Manchuria.

Posteriormente Japón invadió al resto de la China y ocupó a gran parte de su costa y sus más grandes e importantes ciudades, incluyendo Beijing y Shanghái. EE. UU. condenó esta invasión y comenzó a imponerle sanciones al Japón buscando que se retirase de la China, con excepción de Manchuria. Por ejemplo, en 1939 EE. UU. canceló su tratado de comercio de 1911 con el Japón y fue suspendiendo su exportación de recursos estratégicos al Japón, incluyendo chatarra, cobre, hierro y, finalmente, petróleo. Japón era altamente dependiente de estas exportaciones norteamericanas que suplían 75 % de sus necesidades de chatarra y 90 % en el caso del petróleo. Además Washington le cerró acceso al Canal de Panamá a buques japoneses. Y a mediados de 1941 trasladó su marina de guerra en el Pacífico de San Diego, California, a Pearl Harbor en Hawái a pesar de que el almirante James Richardson, jefe de la flota, se oponía a esto justamente porque expondría la flota a un ataque japonés. Pero Roosevelt insistió en la movida como manera de advertirle al Japón que una continuación de su expansión territorial podría tener consecuencias militares.

La respuesta japoneses a estas sanciones y acciones no se hizo esperar. En 1936 se retiró de la Liga de Naciones, precursor de las Naciones Unidas. Y el 27 de septiembre de 1940 se sumó a un pacto con los gobiernos fascistas de Alemania e Italia conocido como “el Eje”. Mientras tanto, en el seno del gobierno japonés había una pugna entre dos diferentes bandos. El hermano menor de Hirohito, el príncipe Takamatsu, era parte del grupo —que, por cierto, incluía a los jerarcas de la Armada Imperial— que favorecía un arreglo con EE. UU. Pero la otra facción, encabezado por el general Tojo del Ejército, apoyaba una guerra con EE. UU. en lugar de una “humillante claudicación”. Tojo ganó, y en enero de 1941 fue nombrado primer ministro por Hirohito. ¡Con esto los dados estaban echados!

Mientras negociaciones continuaban entre Washington y Tokio, Japón ágilmente firmó un acuerdo de neutralidad con Stalin eliminando, así, un eventual segundo frente contra la Unión Soviética. También recibió permiso del entonces gobierno francés en Vichy de ocupar su colonia de Indochina. Esto era clave porque los japoneses habían tomado la decisión de obtener los recursos naturales que EE. UU. le negaba conquistando las colonias británicas y holandesas que ahora conocemos como Malasia e Indonesia, en donde abundaban los recursos naturales que Japón necesitaba. E Indochina, por su cercanía a ellas, era el trampolín ideal para apoderarse de estas colonias.

Curiosamente, la ocupación japonesa de Indochina fue el detonante que finalmente resultó en el ataque a Pearl Harbor por la fuerte reacción norteamericana a este paso. Cuando Tokio vio que no había flexibilidad estadounidense en las negociaciones, el emperador Hirohito autorizó el ataque sorpresivo japonés a Pearl Harbor un domingo, 7 de diciembre de 1941, fecha que Roosevelt dijo que pasaría a la historia como infame. Washington le declaró guerra a Japón el 8 de diciembre y tres días más tarde Alemania e Italia, los otros miembros del Eje, le declararon guerra a EE. UU.

Bajo un análisis convencional de costo/beneficio, las sanciones estadounidenses en contra del Japón no lograron su objetivo: convencer a Tokio que abandonase su plan de crear un imperio niponés en el Lejano Oriente. En este sentido, fueron igual de inútiles que, por ejemplo, más de sesenta años de sanciones contra Cuba o las recientes sanciones norteamericanas contra Irán. Pero historiadores revisionistas manejan otra versión del preludio a Pearl Harbor. Para ellos Roosevelt quería entrar a la Segunda Guerra Mundial para derrotar a Hitler y salvar, así, al Reino Unido. Sin embargo, como el pueblo estadounidense estaba renuente a entrar a una segunda guerra mundial, Roosevelt ordenó las sanciones para provocar Japón a iniciar hostilidades y así justificar la declaración de guerra norteamericana. Según esta escuela de pensamiento, Roosevelt confiaba que Berlín y Roma no tendrían más remedio que declararle guerra a EE. UU. por su pacto tripartito con Tokio. Y efectivamente así fue. Ambos socios fascistas cayeron, según los revisionistas, en la trampa que Roosevelt les había tendido. Desde este punto de vista, las sanciones fueron exitosas. Roosevelt logró la guerra que quería sin pagar el costo político doméstico que de otra manera hubiera implicado una guerra contra el Eje.

El autor es historiador.

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