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Un ruso libre frente a la mentira

En 1970, Alexandr Solzhenitsyn no acudió a recibir el Premio Nobel de Literatura que le habían otorgado. A casi nadie le extrañó. Hay personas a las que la vida parece someterlas a sufrimientos intensos solo para extraer de ellos nuevas palabras con las que contar esos espacios donde aún no se han posado los nombres.

Una de esas palabras es “Archipiélago Gulag”, el título del testimonio de este autor ruso sobre la experiencia de un encierro forzoso, precisamente por pensar y expresar sus opiniones libremente. Alexandr, si me permiten llamarlo así, pues seguro acabo por comerme alguna letra de su apellido, era un hombre de paz, pero también un hombre libre. Luchó en el ejército ruso contra los nazis, pero al final de la guerra Stalin se la tenía guardada. Habían descubierto cartas personales en las que expresaba sus opiniones críticas sobre el dictador del bigote poblado, de gestos lentos, taimado, y con la mirada miope de un criminal. Envió a Alexandr, durante ocho años a esa red de campos de internamiento forzosos a los que sobrevivió, con el compromiso vital de reescribir aquel sufrimiento compartido con muchos compañeros que no tuvieron la misma suerte.

Su liberación del gulag no supuso el fin de las amenazas ni de las condenas de largos destierros, ni, finalmente, del exilio. Cada vez que el poder soviético se enteraba que algún libro o artículo crítico de Alexandr se publicaba en el exterior, lo volvían a condenar. Solo hasta después de la Perestroika se le concedió volver a su patria, en la que murió en 2008. Había nacido 90 años antes. Su vida y sus libros, que ahora leo con más atención, son un monumento, no solo del siglo XX, sino de esta parte del XXI, que tiene el afán de repetir lo peor de su antecesor en tantas partes del mundo.

Además de sus obras, Alexandr nos dejó otro texto literario hermoso: ese discurso que no pudo dar de viva voz por el Nobel de Literatura. Los discursos del Nobel son también un género literario. En él, como buen ruso, explora la identidad y el papel del escritor, con frecuentes citas a Dostoievski. Entre otros fragmentos, pongo el ojo en este, sobre lo que pueden o no pueden hacer las palabras frente a los golpes de la violencia sistemática: “No olvidemos”, escribió, “que la violencia no puede perdurar a solas: necesita la complicidad de la mentira. Las unen naturalmente los lazos más íntimos y profundos. El único amparo de la violencia es la mentira, y el único apoyo de la mentira es la violencia. Cualquier hombre que haya adoptado alguna vez a la violencia como MÉTODO, tiene que elegir inexorablemente a la mentira como PRINCIPIO (copio mayúsculas del discurso). En sus orígenes, la violencia se ejerce abiertamente, incluso con orgullo. Pero tan pronto como se establece con fuerza, empieza a percibir la rarefacción del aire a su alrededor y no puede mantenerse sin caer a una niebla de mentiras, que se disimula a veces con un discurso dulzón. No es que siempre necesite apretar los cuellos directamente; lo más habitual es que se limite a exigir a sus súbditos un juramento de complicidad y adhesión a la mentira”.

Alexandr creía que el paso sencillo y valiente que alguien puede dar ante la violencia es no tomar parte en la mentira ni apoyar acciones falsas. Una actitud que puede traducirse así: “Tómense el mundo entero si quieren, pero no con mi ayuda”. Sin embargo, a los artesanos de la palabra, tanto a escritoras como periodistas o comunicadores, Alexandr les exigía algo más: conquistar el terreno ocupado por la mentira, que jamás pervive ante la palabra verdadera del arte y la justicia.

“Una vez dispersada la mentira, la violencia se queda desnuda, en toda su fealdad, y decrépita ya, acaba por caer”. Alexandr sabía de lo que hablaba. Quizá por ello, se opuso inteligentemente a la mentira. Por ejemplo, nunca se declaró inocente de nada. Al contrario, era consciente de ser culpable por pensar y opinar sobre lo que estaba prohibido en ese momento. Era un ruso libre.

El autor es periodista.
@jsanchomas

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