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La crueldad y la clemencia

“En el último segundo, lo miré a los ojos”. Un superviviente de una ejecución relató así cómo se salvó del tiro de gracia. Seguro que muchas veces, esa estrategia desesperada ha fallado. Pero, por algo será, los verdugos suelen preferir que sus víctimas estén de espaldas.

La tendencia, en cambio, suele ser la de dirigir nuestra mirada con espanto hacia el que está armado, como hacia un monstruo. Reducirlo, cosificarlo, animalizarlo en un concepto, un insulto, una palabra, un hashtag que los deshumanice ¿para siempre? en redes sociales y en nuestra conciencia.

¿Cómo no sentir esa tentación ante la incomprensible crueldad del régimen Ortega-Murillo con las familias de los presos políticos? Después de tantos días de encarcelamiento, no se tiene señal del más mínimo gesto de misericordia. La furia desatada contra personas de pensamiento libre, sin importar edad ni condición, implica la tortura psicológica contra sus familiares que, a diferencia de los de cualquier otro reo, se ven privados del derecho a ver y saber de los suyos. Algo que supone un principio humanitario elemental, y debería concederse, al menos, a las hijas, hijos, padres y madres, parientes que padecen enfermedades graves, más expuestos al deterioro precipitado de la salud por estos sufrimientos.

Es complicado dirigir la mirada a los ojos de quienes conducen un régimen violento, como hacen algunas víctimas ante su verdugo. Nos expondría a ver algo poco digerible. Veríamos, no monstruos, sino seres humanos haciendo daño a otros seres humanos.

Pero salgamos al aire fresco. Aquí se siente todo tan sofocante y oscuro. Viajemos por un momento con la imaginación. Elijamos un libro. Este mismo. Se titula El mercader de Venecia. Nos servirá para el viaje. Lo abrimos en una de las escenas más interesantes. El judío Shylock se encuentra en medio de un juicio reclamando el pago de la deuda contraída por Antonio. Según habían dejado sellado en un contrato, en caso de impago, Shylock podría cobrarse una libra de carne del propio cuerpo de Antonio. Prácticamente, herirlo de muerte. Por extraño que parezca, la ley de esa Venecia del siglo XVI amparaba el derecho de Shylock. Ya en el juicio, el prestamista es inmune a los ruegos por hacerle desistir de su empeño en cobrarse la carne de Antonio.

El tipo tiene sus motivos. Acumula tanto rencor, tanto daño moral, envidias e injurias que, aunque ahora es una persona con mucho dinero, jamás ha conseguido sacudirse el complejo de paria de su tiempo. Ahora tiene la oportunidad de vengarse, amparado por una ley que parece favorecerlo. Argumenta que las emociones desatan las pasiones y confiesa que él siente un profundo odio, visceral, contra Antonio, y no puede evitarlo. El rencor mata a la verdad y la justicia. Estrecha la entrada de la acción humanitaria.

El mejor momento es cuando una mujer, Porcia, disfrazada de juez experto, se presenta y le dice a Shylock que, en lugar de cobrarse la carne, hay algo que él, solo él, puede conceder en ese instante: la clemencia, cualidad que se otorga sin obligación y desde la libertad de quien tiene el poder de concederla. Otros traducen del inglés “misericordia”.

Shylock no da “ni un paso atrás”. Vuelve a reclamar la carne de su víctima, su vida. Por suerte para Antonio, el buen juez precisa que el contrato no hace mención a un detalle importante. No incluye la sangre. Si al cortar la carne de Antonio, Shylock provoca una sola gota de sangre, la deuda queda invalidada. Con esta argucia legal, Antonio se salva y Shylock se desespera. El punto es que ha tenido la ocasión de volver a la humanidad y la ha desperdiciado.

Mirar a los ojos, buscar la humanidad que nos vincula no siempre da resultado. Pero no se trata solo de una estrategia de última hora. Es una opción, como la de una protesta pacífica y no armada. Un modo de esperar hasta el fin. ¿Esperar a qué? En medio de esta raya, pues, sobre la que nos movemos y existimos, a un lado y a otro de la violencia, quizá sea esperar a que la puerta de los ojos del otro se abra. Y una vez allí, buscarnos adentro.

El autor es periodista.

Opinión Ortega-Murillo presos políticos Venecia archivo
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