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Y, sin embargo, nos protegen

El 1 de agosto se cumplió un año de la muerte de mi tío por Covid-19. El pasado verano aún no había vacunas que ofrecieran protección y mitigaran los efectos potencialmente letales de este virus tan tenaz. Desafortunadamente, cuando falleció en un hospital de Miami fue uno más de tantos que sucumbieron sin el auxilio de la inmunización que posteriormente estuvo disponible para quienes la quisieran.

Justo un año después ha nacido una nieta, la hermosa Alexandra, que mi tío Alex no llegó a conocer. Una de sus máximas ilusiones antes de contraer el virus y agonizar en cuestión de semanas era vivir más cerca de su hija y disfrutar de sus nietos. Su deseo se truncó, pero el nacimiento de esta niña en medio de una pandemia que sigue arreciando con nuevas cepas es la reafirmación de la vida frente a reveses inesperados.

En este aniversario agridulce se pone de manifiesto el insólito fenómeno de la politización de una crisis sanitaria global. En el caso de Estados Unidos se han acentuado las diferencias ideológicas de unos y otros, con las mascarillas como símbolo de posiciones encontradas. Tanto es así, que en protestas de padres que se oponen a que sus hijos las usen en las escuelas se ha llegado a expresar la analogía entre el uso obligatorio de mascarillas y el comunismo. Es decir, si las juntas escolares de los distritos deciden que usarlas ayuda a atenuar la propagación del virus en las aulas (tal y como recomiendan los expertos médicos), hay quienes lo interpretan como una medida coercitiva propia de regímenes despóticos que recortan libertades.

En un país rico donde desde el principio han sobrado las vacunas, el meollo del asunto no es cómo frenar el virus y sus mutaciones por medio de un alto índice de vacunación –como se logró en su día con la polio o la viruela– sino un debate tóxico sobre unas supuestas libertades que estarían en juego si se exige el uso de mascarillas o los “pasaportes” de vacunación. Todo un guirigay colectivo mientras el repunte del Covid-19 hace de las suyas y causa estragos.

Familias que se pelean. Amistades que se rompen. Relaciones laborales avinagradas. La pereza infinita de acudir a reuniones que pueden acabar en desagradables discusiones que se asemejan a la inutilidad de disertar sobre el sexo de los ángeles. Al final, aceptar con melancolía que es un “sálvese quien pueda” y tomar decisiones personales para al menos proteger a los seres queridos y el entorno más inmediato. Todo lo demás se presenta como un paisaje hostil que es preferible evitar.

Mientras circulan las descabelladas teorías de conspiración, los argumentos políticos que pretenden seducir a potenciales electores y la charlatanería en las redes sociales que cree tener más conocimiento que los científicos, lo que está claro es que hoy por hoy hay un puñado de evidencias: la vacunación y las medidas sanitarias como mascarillas y distancia social son de probada utilidad para vivir más protegidos en un momento en el que la pandemia nos ha colocado a todos a la intemperie. Defender lo contrario pone en riesgo a los más vulnerables y es una manera irresponsable de hacer saltar por los aires los avances que nos permiten aspirar a superar esta crisis mundial.

Hace poco escuchaba en televisión a una enfermera que describía la frustración nuevamente en unidades de cuidados intensivos por el ingreso de tantos jóvenes que eligieron no vacunarse y ahora batallan contra la variante delta. Con sentimiento, la mujer afirmó que todos lo que han muerto desde que comenzó la pandemia si pudieran se vacunarían para escapar del mal hado que se los llevó para siempre.

En agosto de 1610 el astrónomo italiano Galileo Galilei le escribe a su colega alemán Kepler, “…deseo que podamos reírnos de la notable estupidez de la manada común”. Poco después la Santa Inquisición romana lo enjuició y acabó condenándolo por su teoría (el heliocentrismo) “hereje”, de la cual se deducía que la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol. Según cuenta la leyenda, tras la sentencia final y obligado a abjurar de su doctrina, Galileo murmuró: “Y, sin embargo, se mueve”. A pesar del ruido y la sinrazón, siglos después se puede afirmar de las mascarillas y vacunas: “Y, sin embargo, nos protegen”. [©FIRMAS PRESS]

La autora es periodista

Twitter: ginamontaner

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