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En los últimos meses, más nicaragüenses se han aventurado a llegar de manera irregular a Estados Unidos sin saber lo que les espera. Getty Images

Nicas secuestrados: cuando el sueño americano se convierte en pesadilla

Estados Unidos se convirtió este año en el principal destino de los nicaragüenses que migran, pero llegar allá no es tan sencillo. De eso se dio cuenta Julio Ampié, quien junto a su familia fue secuestrado dos veces por narcotraficantes.

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“El Cañas” llamó aparte a Julio Ampié para proponerle una solución al secuestro de su familia.

 –Vamos a pasar a tu familia el río para que se entreguen a la migra, y tú te vas a llevar una mochila con cocaína y se la vas a dar a un contacto al otro lado. Así no pagan los cinco mil –le dijo el secuestrador a Julio.

El hombre ya tenía más de veinte días secuestrado junto a su esposa y sus dos hijos por un cártel mexicano que controla la ciudad de Reynosa, en el estado de Tamaulipas, fronterizo con Texas. Por ahí pasan cientos de migrantes en busca del “sueño americano”, pero a algunos como Julio, les toca primero vivir una pesadilla.

La familia de Julio, en Boaco, vendió prácticamente todo. Hicieron rifas, colectas, vendieron comida, prestaron dinero, empeñaron sus pertenencias y hasta propiedades. Tocaron las puertas de varios amigos y conocidos hasta juntar los 17,000 dólares que el cártel mexicano les pidió una calurosa tarde de junio para liberar a Julio y su familia. Inicialmente, pedían 6,000 dólares por cada uno, pero pudieron regatear.

Cuando la familia hizo llegar la plata a través de varios métodos para que no fuese posible que las autoridades de ningún país la rastreasen, los secuestradores informaron a Julio que “el jefe” decía que hacían falta cinco mil dólares. Mientras tanto no podían honrar el acuerdo inicial, que era pagar el dinero al cártel a cambio de ser liberados al otro lado del río, en territorio estadounidense.

Julio se niega a llevar la mochila con cocaína. Suelta en llanto. Está desesperado, con hambre y sed. Preocupado por su pequeño hijo de cuatro años que está a unos metros de él al cuidado de su esposa y su otro hijo de 16. Los tres tirados en el suelo de una pequeña bodega. “¿Por qué a mí?”, se pregunta. “Me hubiese venido yo solo”, se regaña.

Julio junto a su esposa e hijos con los que migró a Estados Unidos. CORTESÍA

Al norte

Pobreza, deudas, desempleo y principalmente la represión de Daniel Ortega. Son las principales causas por las que los nicaragüenses están en medio de una segunda ola de éxodo masivo. Ya no es mayormente hacia Costa Rica, si no que van más de dos mil kilómetros al norte, hacia Estados Unidos, lejos de todo lo que los atormenta en Nicaragua. Así lo dicen las cifras.

Según datos de las autoridades migratorias de los Estados Unidos, hasta octubre del 2021 han interceptado a unos 60,000 nicaragüenses tratando de llegar de manera irregular a ese país, y se calcula que para finales de este año serán 70 mil, una cifra sin precedentes en la historia de Nicaragua.

Solamente en julio, cuando la represión de Ortega contra opositores se encontraba en uno de los puntos más altos de estos tres años de crisis política, la cifra de migrantes nicas en la frontera estadounidense se calculó en 13,391 personas. En enero fueron 575.

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“Cuando la represión legal y coercitiva se implementó a partir de mayo de 2021 con el encarcelamiento de líderes políticos y precandidatos a la presidencia, salieron del país más de 80,000 personas”, indica un informe del analista de Diálogo Interamericano, Manuel Orozco, presentado en octubre pasado.

La semana anterior, se supo de siete nicaragüenses que habían sido liberados tras el pago de 70 mil dólares al grupo que los tenía secuestrados. Entre las víctimas se encontraban Gerlenis Jiménez y María Teresa Delgadillo, dos jóvenes de Matagalpa que, según los anuncios de su secuestro, se fueron con la intención de trabajar para ahorrar y ayudarle a su familia.

Las familias de los nicaragüenses secuestrados hacen colectas, rifas, ventas de patio, y de todo lo que esté a su alcance para juntar el dinero que piden por sus familiares. Esta es la recolecta que hicieron para conseguir la liberación de Gerlenis Jiménez y su pequeña hija. TOMADA DE REDES SOCIALES

DOMINGO contactó a familiares de Delgadillo, pero prefirieron no contar detalles por temor. El caso aún es reciente. “Solo le puedo decir que ya fue liberada y está bien. No queremos problemas”, dice la persona temerosa al otro lado del teléfono.

Otra persona que también tiene temor de hablar es Melvin Francisco Martínez, un leonés que fue secuestrado a finales de agosto por un grupo de narcotraficantes y que logró escaparse diez días después. “En estos momentos no tengo cabeza. Sigo asustado”, dice.

Los secuestradores suelen ser los mismos coyotes o grupos narcotraficantes que operan en el norte de México. “A esos cabrones les vale madre si son niños, si son mujeres o ancianos, para ellos son mercancía”, comenta Miguel Ángel Macías, un militar mexicano en retiro que tiene una empresa de seguridad.

Durante la semana se dedica a brindar protección a políticos, empresarios, y personalidades, pero algunos fines de semana, los dedica con su equipo a rescatar migrantes secuestrados, entre ellos, nicaragüenses. Los ha encontrado en hoteles de paso, casas de seguridad o “bodegas”. Sin comer, sin bañarse, enfermos, golpeados, mujeres abusadas, drogados, deshidratados, amarrados.

Las operaciones que hace Miguel Ángel son motivadas por su empatía, y las hace al margen de la ley. “Si esa pobre gente dejó todo. Vienen jodidos y todavía los quieren joder más y abusar de ellos. Eso no está bien. Hay que tener muy poca madre para hacerlo incluso con niños. No, no no. Que no chinguen”, detalla.

Ahora son casi cotidianos los anuncios en redes sociales de algún nicaragüense secuestrado por grupos delincuenciales en México. Esta semana se supo del caso de Ana Gabriela Nicaragua, una excarcelada política que se encuentra secuestrada en este momento, de acuerdo a la denuncia de sus familiares y opositores.

Julio Ampié también es un excarcelado político. Y esta no era la primera vez que viajaba de manera de irregular. Julio trabajaba como activista de derechos humanos en la Comisión Permanente de Derechos Humanos (CPDH), en la sede de su natal Boaco. Cuando estallaron las protestas de abril de 2018, empezó a ser perseguido y junto a otros activistas decidió partir al exilio hacia Costa Rica por veredas, pero el Ejército lo detuvo, cuenta.

Desde ese 30 de mayo de 2018, se convirtió en preso político. Fue liberado hasta el 22 de mayo de 2019, y poco tiempo después, buscó refugio en España. El hombre narra que en ese tiempo la finca de su familia fue invadida por paramilitares. Le robaron ganado y se metieron a la casa de su esposa y sus hijos, los amenazaban y preguntaban por él.

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A inicios de este año, España le negó el refugio y se vio forzado a regresar a Nicaragua. Cuando llegó al aeropuerto, fue interrogado y amenazado. Al salir, no fue a Boaco. Se escondió en Managua, juntó el dinero necesario y con su esposa y sus dos hijos se aventuró el 10 de junio a llegar a Estados Unidos.

Salieron por El Guasaule y casi lo detienen nuevamente, pero los agentes de migración “aceptaron un soborno de 600 dólares”, dice. Así pudieron salir a Honduras y atravesaron Guatemala hasta llegar a México. En el camino se juntaron con otros dos jóvenes que eran primos originarios de Camoapa. Ya eran un grupo de seis y entre todos se ayudaban.

Cuando llegaron a la ciudad de Reynosa, al norte de México, se hospedaron en un hotel de paso. La tarde de aquel dos de julio estaban tratando de contactar al “coyote” que les iba a ayudar a pasar el Río Bravo para llegar a Estados Unidos cuando de repente, como en las películas, agentes de la policía mexicana botaron la puerta y entraron a la habitación.

“Nos vendieron”

A Julio le dio mala espina ver a todos los agentes encapuchados y cuando supieron que eran nicaragüenses, les dieron dos opciones. “Entregarnos a migración, o llegábamos a un arreglo y nos iban a entregar con unas personas que nos iban a pasar el río supuestamente”, recuerda Julio. Varias llamadas después, los policías decidieron por ellos.

Al final de aquella tarde los sacaron de la habitación y los montaron en una camioneta Chevrolet Silverado negra con vidrios polarizados. Los llevaron a una pequeña casa donde había más migrantes, y ahí Julio se dio cuenta de todo. “Los policías nos vendieron por trece mil dólares al cartel”.

A la casa le llamaban “la bodega”. Era un pequeño cajón con un mini cuarto al fondo ubicado en la zona urbana de Reynosa. Sin ventanas y solo la puerta de entrada. Había un baño apestoso a orines, sin agua y sin papel higiénico que debían compartir las 22 personas que se encontraban ahí. No había donde sentarse y mucho menos donde acostarse. “Estuvimos enrollados cuatro días”, recuerda Julio.

Comían una vez al día. Un sándwich o un pan con una salchicha que con mucha imaginación podía pasar como un hot dog.

Los “bodegueros”, que eran quienes vigilaban a los secuestrados, eran dos. A uno le decían “El Yordan” y el alias del otro Julio no lo recuerda bien, pero sí se acuerda de sus tatuajes y que pasaban casi todo el día fumando marihuana.

También estaban “los estacas”, que eran como una especie de anillo de seguridad cuyas funciones principales eran dos: vigilar por si llegaba la policía, o “dar de baja” al que se escapara.

Una madre y sus hijos nicaragüenses se entregan a las autoridades migratorias de Estados Unidos en Penitas, Texas. JOHN MOORE/ GETTY IMAGES NORTH AMERICA

Ahí estuvo Julio con su familia por cuatro calurosos días. Todos en ropa interior, al igual que los salvadoreños, hondureños, venezolanos y demás personas de distintas nacionalidades que compartían el cajón mientras se mezclaban sus sudores y olores.

Fue al quinto día que Julio pudo avisar a su familia en Boaco que estaba secuestrado. Ese mismo día, los estacas vieron que había movimiento raro y se los llevaron a una nueva casa. Ahora estaban en un hogar habitado con una familia humilde. A ellos los encerraron en un cuarto, mientras uno de los bodegueros los vigilaba en la puerta.

En Nicaragua, su familia hacía de todo para conseguir el dinero. Julio les recomendó hablar con sus conocidos excarcelados y exiliados. Lo poco que conseguía la familia, 50 dólares, después 100, luego 200, después 80, y así, de dólar en dólar hasta juntar los 17 mil que pudieron regatear con los secuestradores.

Después de dos días, a Julio y su familia los llevaron a una zona rural, en el monte, cuenta. Se cubrían del sol y la lluvia con cartones y plástico. Ya no eran solo 22 personas. Cuando pasaba un helicóptero, los 43 secuestrados debían apiñarse debajo de los arbustos y esconderse en el monte. Estaban vigilados por seis personas. Todos armados. Además de los estacas que se mantenían atentos.

Estuvieron ahí 15 días. Su rutina no era más que esperar. Esperar que su familia recolectara el dinero. La comida diaria cambió. Ahora era agua y tortilla. Si querían ir al baño, ahí estaba el monte. Prohibido hacer ruido. Y si alguno de los ocho niños lloraba, el método para callarlo era golpeando a la persona que lo acompañaba y si eso no funcionaba, le amarraban la boca con un trapo.

Menos mal para Julio, su hijo pequeño era el que menos lloraba. Como los secuestradores siempre comían bien frente a sus víctimas, el niño se le escapaba a su madre y se iba donde los hombres a pedirles comida. “Ahí le daban una galleta o algo. Les cayó bien mi niño”, cuenta. Pero Julio, por temor, lo llamaba.

“Ahí dejálo. A este lo vamos a hacer de nosotros”, le respondían los secuestradores mientras le chocaban el puño al niño. Hasta le pusieron un alias.

A correr

Un helicóptero ya ha pasado como cuatro veces. Se siente un ambiente extraño. Los 43 secuestrados están temerosos y a la expectativa. Julio le advierte a su familia.

 –Cualquier cosa, salimos corriendo. Yo chineo al niño y ustedes me siguen. No se detengan para nada —les dice.

Y así fue. A los poco minutos llegó el helicóptero y varias camionetas de la policía mexicana. “Los primeros en correr fueron los secuestradores”, relata Julio. Y los 43 secuestrados también corrieron.

Julio explica que, si la policía mexicana los agarraba, corrían dos riesgos. Que lo deportaran con su familia y entregarlo a las manos del régimen de Daniel Ortega, o al igual que ya habían hecho días atrás, los “vendieran” a otro cartel, e iban a perder todo el dinero que su familia ya había pagado.

Por eso Julio y su familia corrieron sin saber a dónde. Pasaron por polvazales, montes, por espinas y cuando ya no aguantaba el peso del niño, su otro hijo le ayudó a cargarlo. Llegaron a alguna parte de la ciudad y se encontraron con otros de los migrantes que estaban secuestrados en el monte.

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Mientras decidían qué hacer, recuerda que los secuestradores aparecieron en un bus y los montaron. Julio todavía está sorprendido de cómo ninguno de los migrantes logró escapar. Los 43 fueron encontrados en distintos lugares. Cuando ya estaban todos en el bus, les dijeron que no podían esperar más, así que los iban a pasar inmediatamente el río hacia Estados Unidos.

Pero no fue así. Más bien los llevaron a una nueva “bodega” y ahí es donde “El Cañas”, le da la noticia a Julio de que le faltan cinco mil dólares.

 –Eso dice el jefe y lo que él dice así es –le respondía “El Cañas” cada vez que Julio trataba de explicarle que el acuerdo eran 17,000 dólares.

Como si se tratase de un favor, “El Cañas” le hizo la propuesta. Llevar la cocaína en una mochila a Estados Unidos y no pagar los cinco mil dólares, pero Julio no aceptó. Contactó nuevamente a su familia, que ya no tenía nada más que vender, pero que tocando puertas pudo conseguir el dinero en cinco días.

A Julio y a su familia los subieron en una camioneta y los llevaron a Matamoros, otra ciudad del noreste mexicano que colinda con Texas. Los secuestrados les explicaron que los iban a dejar en una parada de bus y que ahí iba a llegar “el contacto”.

Una vez en la parada de bus de Matamoros, Julio solo con su familia, sin maletas, sin teléfono, sin dinero, con casi un mes desde la última vez que tomaron un baño, con hambre y sed, esperaban al “contacto”.

De la esquina salió un hombre.

 –¿Ustedes son los que van al otro lado? –preguntó el tipo

 –Sí, sí, sí – respondió Julio esperanzado. La pesadilla estaba a punto de terminar

 –Ya voy a llamar para que los recojan

A los pocos minutos llegó una camioneta. Subieron al vehículo que los llevó hasta una casa lujosa en las afueras de la ciudad. Entraron y los llevaron a un cuarto donde estaban otros migrantes guatemaltecos con los que habían estado secuestrados los días anteriores.

Se reconocieron, se abrazaron, y uno de los guatemaltecos soltó en llanto.

 –Los otros nos mintieron. Este es otro cartel que nos tiene secuestrados –dijeron

Honestidad

El que estaba al mando tomó la palabra: “Nosotros no somos ladrones sinvergüenzas como el otro cartel. Nosotros sí les vamos a cumplir porque el jefe nos ha enseñado a ser honestos”. La promesa era la misma. Pagar para que el cartel los liberara al otro lado del río. La nueva cuota era menor: 2,500 dólares.

Para una familia que ya no tiene casi nada, 2,500 dólares es una fortuna. Julio confiesa que ahí perdió la fe. Se quebró. Le pidió perdón a su familia. Lloró con ellos. Se sentía culpable por haberlos traído a la desgracia con él. Tanta frustración lo llevó a pedirle a los secuestradores que lo mataran. Que ahí lo dejaran.

La comida era un poco mejor. Comían dos veces al día, tenían baño con agua y después de tanto tiempo pudieron bañarse. Aunque no tenían cama, sí tenían cobijas y estaban bajo techo. No era lo mismo que estar en el monte.

Su familia en Nicaragua hacía de tripas, corazón. Seis días tardaron esta vez y con ayuda de la diáspora nicaragüense para conseguir los 2,500 dólares

Este fue uno de los afiches que divulgó la familia de Julio para conseguir el dinero que pedían los secuestradores. CORTESÍA

Tal y como lo prometieron, el cártel les ayudó a pasar el río en pequeñas pangas. Les dijeron hacia dónde ir para entregarse a las autoridades e iniciar su proceso de refugio. También les dieron un teléfono con el que pudieron llamar a su familia en Nicaragua para decirles que estaban bien y que habían sido liberados.

Era 31 de julio y ahí iba el hombre con su familia. Sin nada, pero vivo. Gracias a gestiones de la diáspora nicaragüense en Estados Unidos, Julio y su familia solo estuvieron en un centro de detención por un día y luego, el dos de agosto, pudieron tomar un vuelo hacia San Francisco, donde amigos y otros excarcelados lo esperaban.

Actualmente, ahí se encuentra. Su proceso de refugio está en trámite deseando que se apruebe lo más pronto posible. Su hijo de cuatro años pudo entrar a una escuela y él y su esposa trabajan de lo que sea para sobrevivir. Limpiando en restaurantes, estadios, bodegas y demás.

Julio ha escuchado las noticias. Muchos nicaragüenses están saliendo del país rumbo a Estados Unidos y no saben lo que les espera. “Yo les recomiendo que no digan en ningún lugar que son nicaragüenses. Hasta que lleguen a Estados Unidos”, dice, pero esencialmente, “que la piensen muy bien”.

Mientras estuvo secuestrado, se dio cuenta que la cuota que pagan los nicas para ser liberados es más alta que la de los migrantes de otros países porque hasta hace poco no era común el tránsito de nicas de manera irregular.

Julio ya está hoy más tranquilo. Es imposible para él recordar todo lo que vivió en ese mes sin soltar una lágrima, pero hoy agradece que está vivo, con su familia, sobreviviendo. Y con la fe recuperada.

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