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Nunca fui tan feliz

Cuando tenía 11 años, mi mamá tenía una comidería. Mi hermana de 13 años y yo le ayudábamos a cocinar y a atender a los comensales. Los domingos era el día de más trabajo, pero para mí, era mi día preferido.Desde el amanecer, nos levantábamos a las dos de la mañana para preparar los nacatamales y la chicha para la venta.Los últimos nacatamales en preparar eran los nuestros, a los que dotábamos de “los mejores” ingredientes que íbamos apartando de la mezcla.Mientras se hervían sobre el gran fogón de leña, mi hermana y yo salíamos al estadio de beisbol, cargando con dificultad un enorme perol lleno de la chicha con hielo. Alternábamos alegremente de lado, pues era tan pesado que se nos cansaban las manos. La vendíamos toda durante el juego.Regresábamos cansadas y con la piel tostada por el sol, haciendo rodar el perol vacío con los pies por las bajadas del camino y haciendo sonar las moneditas de la venta en las bolsas de nuestros delantales. Sabíamos que nos esperaba sobre la mesa, calientito y humeante nuestro nacatamal. Nunca fui tan feliz.

Los abuelos

Johanna Camacho Chévez Mi persona preferida era mi abuela, ella pasaba el día en su mecedora, tejiendo rabiosamente con su larga aguja interminables sábanas y manteles, sin despegar la vista del taller del abuelo, que era zapatero. Nos sentaban a mí y a mis seis hermanos alrededor de su mecedora, desde donde orquestaba el rezo de un rosario sin fin, como su tejido. Al final, cuando ya no había más santo a quien pedirle en gracia, nos contaba siempre cómo el abuelo la conquistó y se la robó cuando eran jóvenes. Solo por eso soportábamos las largas horas del rezo. Nos reíamos de imaginar como ese viejito arrugado y encorvado del taller se convertía en un gallardo caballero de sombrero de alas, saco y flor en la solapa. Esperábamos ansiosos la parte cuando le tiran y le dan con una raja de leña, cosa que soportó orgulloso por su amor, nuestra abuela.Todos aplaudíamos en la parte del relato cuando decidió robar primero un caballo y después a la abuela. Lo veíamos sonreír calladito, sin soltar el puñado de clavos que siempre tenía prensados con los labios, la vista fija en el zapato que martillaba, sucio y sudado, pero se levantaba furioso cuando la abuela, empezaba a subir el tono del relato y decir que de haber sabido, ni el caballo ni ella se hubieran dejado robar, que el abuelo era un pelafustán, que no le puede quitar los ojos de encima porque todavía se cree un catrín, picaflor y entre nuestras risotadas de burla le escuchábamos levantarse, escupir los clavos y amenazar: —¡Pero te vuelvo a robar! Promesa que cumplió.A la semana de muerto él, murió mi abuela, y la gente del pueblo decía que él se la había llevado nuevamente.

Postrimerías

Cuando entró en el edificio buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay”. Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas —eran todas de tamaño reducido— estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Éste era un antecomedor, donde mozos, con chaquetas blancas y modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré”. Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.

El jurado ya tiene sus elegidos

Cuatro de poesía, dos de narrativa y una de ensayo fueron las obras seleccionadas por el Centro Nicaragüense de Escritores para este año.

“Infectar” e “infestar”

“infestar” e “infectar” son dos términos que tienen distintos significados y, por lo tanto, no es apropiado emplearlos indistintamente. “Infestar” es invadir (algo o a alguien) en forma de plaga y suele ir seguido de la preposición “de” (“la zona está infestada de mosquitos”), mientras que “infectar” hace referencia a una invasión de microorganismos patógenos, como virus o bacterias, y significa invadir (una herida o un organismo) causando una infección, según indica el Diccionario Panhispánico de Dudas. www.fundeu.es

¡Cobarde Bioy!

“Adolfo Bioy Casares fue lo que en una oportunidad dijo (Jorge Luis) Borges: un verdadero cobarde”, dijo de forma contundente en México María Kodama, la viuda y albacea del famoso escritor argentino, autor de libros de cuentos como

“Necesito leerme”

Javier González Blandino (La Paz Centro, León, 1984). Filólogo y narrador, autor del libro de relatos Historia Vertical (Premio Nacional de Literatura Mariano Fiallos Gil 2007) (2011). Ha merecido el Primer Lugar en el Concurso Universitario de Literatura (Narrativa) promovido por la UNAN-Managua (2002), donde en 2008 le fue otorgado el Premio a la Máxima Excelencia Cultural.

¡Hípicos!

Pinturas sobre los desfiles y dogmas de los hípicos de Managua, Chontales, León y Granada, son expuestas en la muestra personal Hipicidad del artista granadino Elvin Arróliga.