Habría que ir a buscar la fuente prístina en que se inspiró Whitman, para evocar la personalidad de Adolfo Calero Portocarrero: “Oh capitán, mi capitán; levántate aguerrido y escucha cual te llaman/tropeles de campanas/Por ti se izan las banderas y los clarines claman/ Son para ti los ramos, las coronas y las cintas/”.
En nuestra cordial y fraternal amistad de 40 años, y en la lucha tenaz contra dos dictaduras (somocista y sandinista) su paso a la eternidad no solo es motivo de profundo dolor sino que nos mueve a reflexionar sobre el tránsito fugaz del humano destino y sobre la tarea inconclusa que nos deja con su ineluctable partida.
Adolfo Calero Portocarrero pudo haber dicho como el general Mc Arthur: “Los viejos soldados nunca mueren, solo desaparecen”. Él, que fue un ciudadano probo y que fue también un ejemplar padre de familia, cuando su patria lo necesitó no vaciló en lanzarse como los homéricos héroes, al decir de Virgilio, a “una misión tremendamente ardua y erizada de dificultades”. Como todo hombre superior fue mordido por la pérfida víbora de la calumnia y siempre marchó con la frente en alto portador de la esplendente luz de la honestidad para escarnio de sus oficiosos detractores.
Fiel a los postulados de Jesús de Nazaret pudo contarse entre los elegidos que señala el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Más, aún cuando estamos profundamente consternados, eso no es óbice para recordar que en nuestra última plática le señalamos, sin ambages, dos asuntos que desde nuestro punto de vista fueron desacertados en su agitada vida pública: la firma de los Acuerdos de Sapoá, que fue prácticamente la rendición incondicional de la Contra ante el dictatorial régimen sandinista y su alianza postrera con el presidente Arnoldo Alemán, considerado como uno de los más corruptos dirigentes políticos de América Latina. Solo recuerdo que me dijo con frase resignada: “Todo hombre que actúa corre el riesgo de equivocarse” y evocando a Ortega y Gasset recalcó: “Fueron las circunstancias las que me obligaron a tomar esos caminos que algunos consideran equivocados”.
Estoy seguro de que la historia en su veredicto inapelable sabrá colocar en el pedestal de los elegidos a este gran hombre que supo ser buen ciudadano y sobre todo un gran amigo. Por él y para él cultivemos la rosa blanca de que nos habla Martí en su poema inmortal “para el amigo sincero que me da su mano franca” y comprometámonos ante su cenotafio que habremos de levantar algún día, a no descansar hasta concluir la tarea que nos dejó inconclusa en pos de alcanzar la verdadera democracia, por la que él luchó y la que la gran mayoría de los nicaragüenses deseamos, desde lo más profundo de nuestros corazones, para el progreso social y la libertad definitiva de nuestra querida Nicaragua.
Adolfo Calero: ¡presente! paz a sus restos mortales y resignación cristiana para sus amigos y familiares.
El autor es Secretario General de la Asociación de Nicaragüenses en el Extranjero (ANE)
Ver en la versión impresa las páginas: 10 A
