¿Puede dañar el amor? La pregunta me la hice recientemente al asistir a una misa dedicada a la memoria de un distinguido profesional. En su tiempo había sido miembro del movimiento “Cristianos Revolucionarios”. Los acordes de la misa campesina, más las palabras del oficiante y los discursos, me transportaron a la década de los setenta.
Era una época de gran agitación. Tiempos en que un sector de católicos sintió que el amor al pobre exigía un compromiso político con la transformación revolucionaria de la sociedad. Numerosos religiosos, estudiantes y profesionales, abrazaron entonces una causa que exigía mucha entrega y riesgos. Algunos perdieron la vida —entre ellos— dos jesuitas que estimé mucho en secundaria.
No me cabe duda que entre los caídos y sobrevivientes de estas luchas hubo motivaciones nobles: querían ser fieles al evangelio; soñaban con un mundo nuevo, sin injusticias y miseria, y con un hombre nuevo, sin egoísmo o maldad. El problema fueron los resultados. Cayeron los opresores, los campos quedaron regados de cadáveres y hubo una gran destrucción. Pero los pobres, aquellos por los que se sacrificó tanto, eran al final más pobres y más numerosos. Tampoco había surgido el “hombre nuevo” o campeado la justicia.
Algunos podrán encontrar una satisfacción estética o emocional recordando la mística del esfuerzo, el valor del testimonio o de la acción heroica. Pero si se juzga todo desde la óptica de su contribución a la redención de los oprimidos, los resultados fueron francamente decepcionantes. Más aún si se sopesa el inmenso costo que cobraron.
Podrá recurrirse a muchas argumentaciones para tratar de explicarlo: que no nos dejaron, que la guerra o el imperialismo saboteó el esfuerzo, etc. Pero en el fondo son pretextos. Muchos de los protagonistas del drama revolucionario reconocen ahora que en buena medida se equivocó el camino —por eso hoy caminan distinto— y los pocos “Cristianos Revolucionarios” que quedan ya no llaman a conquistar la tierra prometida.
¿Qué ocurrió? A los idealistas y militantes que lucharon por un mundo mejor no les faltó compromiso, coraje o nobleza. Pero sí les faltó conocimiento sobre la ruta adecuada. En lugar de indagar serenamente qué vías podrían sacar a los pueblos de la pobreza, muchos adoptaron ideologías que ofrecían alcanzar el cielo en la tierra, a través de la fuerza. Marginaron así la importancia que otorga el cristianismo a la conversión personal y compraron el mito marxista del socialismo liberador y la sociedad sin clases.
La lección es clara. Grupos, movimientos o individuos, llenos de buenas intenciones y sensibilidad social, pueden causar graves daños, incluso a los que buscan beneficiar, si carecen de las ideas correctas.
En Nicaragua no hemos tenido déficit de individuos valientes y de gran corazón. Pero sí de mentes donde predomine la razón. Desprovistos de su luz que ilumina el andar, hemos comprado mitos, mentiras y simplificaciones, o apoyado irreflexivamente acciones contraproducentes, a veces con resultados trágicos. Por eso decía Michael Novak que uno de los mayores imperativos morales —y de caridad, podríamos añadir— es pensar con claridad.
Lograrlo no es fácil. Hay que empeñarse a fondo en que sea la razón, y no el corazón, el capitán del barco. Un deber sagrado de todos los que quieren hacer el bien social es pensar bien, estudiar mucho, informarse, analizar con serenidad las realidades y alternativas. Esto exige el cultivo del intelecto y también el esfuerzo por evitar que la emotividad o las pasiones subordinen a la inteligencia. Es bueno tener corazón, pero la cabeza debe estar arriba. Una Nicaragua mejor exige pensar mejor.
El autor es sociólogo, fue ministro de Educación.
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