Toda la controversia sobre las reformas constitucionales se podría reducir a un solo tema: el consenso. Una constitución puede favorecer la democracia o la monarquía, la reelección indefinida o la alternabilidad en el poder. Pero lo más importante es que refleje, de la mejor manera posible, el consenso nacional; aquello donde la mayoría de la gente está de acuerdo.
Pocas cosas son tan importantes para el bienestar y la estabilidad de una nación como tener un amplio acuerdo social sobre las reglas básicas de su convivencia. En nuestro continente tenemos dos ejemplos elocuentes. Uno es Chile. Gane, quien gane, izquierda o derecha, hay ciertos marcos básicos que todos respetan, entre ellos el juego democrático, la libertad de mercado y la propiedad privada. Otro ejemplo es el de los Estados Unidos, ganen demócratas o republicanos, todo el mundo sabe que hay principios que nadie toca: la subordinación de los gobernantes al imperio de la ley, elecciones para elegir autoridades, independencia de los poderes, etc.
Gozar de esos moldes sagrados, acatados por todos, ha permitido a dichas sociedades gozar de una paz y prosperidad envidiables. La razón es simple: con un marco estable que goza de la más amplia aceptación social y que es válido para varias generaciones, se puede planear y pensar a largo plazo; el futuro se vuelve más predecible y se evitan los sobresaltos típicos de los golpes de timón inesperados. La certidumbre y la continuidad en las reglas del juego atraen muchísimo las inversiones, sobre todo las grandes que tardan en madurar. También permite a la ciudadanía concentrarse en actividades productivas, sin la distracción y pérdidas de energía que causan los temblores políticos.
Andrés Oppenheimer comentaba al respecto que una de las calamidades de América Latina es la propensión de sus líderes a refundar las repúblicas; el estar haciendo y deshaciendo constituciones e improvisando modelos nuevos. Y no es que los pueblos sean veleidosos y estén cambiando constantemente de opinión, sino que hay muchos caudillos, vanidosos y narcisistas, que sin forjar un consenso nacional quieren imponer sus agendas particulares a todos. Los resultados están a la vista: inestabilidad, revoluciones, subdesarrollo.
En Nicaragua no estamos en cero en materia de consensos. Lo hay en lo económico. Sin quizá haberlo hecho explícito, izquierda y derecha tienen claro que la inversión privada es la clave del crecimiento, que hay que respetar la propiedad privada, que son buenos los tratados de libre comercio y la libertad cambiaria, y que conviene consensuar las leyes que afectan al sector privado.
Estos acuerdos que han ido surgiendo entre gobierno y empresarios han traído muchos beneficios. Gran parte del crecimiento actual de la economía, y su correspondiente aumento en los empleos y las recaudaciones, se debe precisamente a eso; a la madurez de quienes han sabido ponerse de acuerdo en un área tan vital para el país. Pero sus frutos son limitados por carecer aún de consensos básicos en el área política.
¿No podríamos los nicaragüenses ponernos también de acuerdo en las reglas básicas de nuestra gobernabilidad y crear un marco que sobreviva varias generaciones? Un consenso así mejoraría aún más las condiciones para un mayor crecimiento económico —condición indispensable para superar la pobreza— y sería la mejor garantía de una paz duradera.
Es evidente que lograrlo exige mucho patriotismo y un largo proceso de diálogo abierto a todos. Pero vale la pena. Consensuar un esquema político pensado en función de la nación, y no de una de sus partes, sería un paso gigantesco hacia una Nicaragua mejor.
El autor es sociólogo, fue ministro de Educación.
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