Amalia Morales
El muelle donde cada día ejercita su memoria el profesor Ramón Chow Díaz está al final de un largo andén de concreto en el barrio Cuba, rodeado de troncos caídos y troceados, que ningún carretonero se ha querido llevar. En el pequeño corredor de paredes despintadas y sin alero que se mira desde la calle, sin obstáculos de muro y verjas, están una silla, una mesa redonda de madera, un libro y unos papeles sueltos prensados con una piedra de río y un caracol color café.
También hay una libreta blanca con unos trazos azules. Es la rotunda letra de carta del profesor Chow. Son sus ideas. Las otras hojas, las que el viento no dispersa por la piedra de río y el caracol café que tienen encima, están llenas de lo que escribe este maestro jubilado.
Debe ser que le está haciendo caso a la doctora que le aconsejó que “mantenga la mente ocupada”. Ella le dijo que resolviera crucigramas, pero él, que nunca estuvo para este pasatiempo, ocupa la mente en dos cosas que lo apasionan: leer y escribir.
Se ha puesto a repasar la historia de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, pero también las biografías de algunos prohombres que siempre admiró como Abraham Lincoln y Enrique VIII.
Cuando se aburre de leer, escribe. Llena libretas. Vacía su memoria. Cuenta que está haciendo una monografía sobre la historia del colegio Miguel Ramírez Goyena, donde trabajó 50 años.
NÓMADA
Rodó. Para ser lo que es, un legendario profesor de literatura del Goyena, Ramón Chow Díaz anduvo bastante. Nació en Puerto Cabezas. Fue allá donde se conocieron sus papas, Ramón Chow, comerciante e inmigrante chino, y Bertha Díaz, panadera de Granada.
De su infancia el profesor Chow recuerda otros pueblos de la costa Caribe: Prinzapolka, Alamikamba, Bluefields. Los dos primeros los recorrió con su mamá, y sus hermanos, buscando a su papá que iba de un pueblo a otro al parecer aconsejado por sus parientes chinos que no estaban muy conformes con su unión.
“Los parientes no le tenían mucho afecto a mi madre, trataban de que la abandonara, le preparaban siempre la fuga”.
Dice que el colegio rival del Goyena era el Bautista, pero siempre el Goyena estuvo por encima. Adquirió mucho prestigio académico, tanto en el aspecto cultural, científico, pero también brilló en los deportes.
Para Chow, la clave fue la dirección del profesor Rothschuh Tablada, pero también dejó su estela el director Reynaldo Núñez Sánchez.
El educador todavía se reúne con exalumnos de distintas promociones del Goyena, que se juntan para recordar aquellos tiempos del colegio. Se declaran goyenistas empedernidos. Hay uno que le ha hecho canciones a ese instituto. A él le agradecen sus enseñanzas. Alaban sus conocimientos. Para los que pasaron por ese colegio, Chow es un maestro inolvidable.
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Cuando llegaron a Alamikamba le dijeron a su mamá que su papá estaba río arriba. Lo hallaron en una finca. Allí se quedaron, él y otro hermano. Al poco tiempo su papá murió. Creía que estaba dormido, pero fue hasta que llegó un vecino que se percató de la muerte. Río abajo navegó la caravana del sepelio. Lo enterraron en medio de un bananal. Su mamá murió en el mismo año. En esa época la gente moría de “fiebre perniciosa”, dice. “Era lo común”. Quedaron ocho muchachos huérfanos en Alamikamba.
El comandante de la plaza, el teniente Agustín Bodán, los repartió a “cada quien con una familia”. El profesor Chow aterrizó en la cantina más grande del pueblo. Le tocaba limpiar el piso de tierra, acarrear agua del río, atender a los parroquianos y a los gallos del dueño.
Mientras tanto, el teniente Bodán era ascendido a director en Bluefields, y Chow, quien era un niño de unos 10 años y seguía sin ir a la escuela, le pidió que se lo llevara con él.
Así saltó a Bluefields donde tuvo algunos años intermitentes de estudio. No tardó en cansarse del director. Sus aspiraciones iban más allá de ser el chavalo de los mandados.
Leyó y memorizó un nombre que al poco tiempo iba a necesitar recordar. Se vino a Managua en uno de esos aviones Cóndor que traqueteaban en el aire. “Si se cae, ¿para qué sirvo yo?” Tomó la decisión “suprema”, dice y se largó a la capital. No conocía a nadie. Solo tuvo presupuesto para una noche de hotel. Al día siguiente cuando amaneció en la calle oyendo el repiquetear de las campanas de la Catedral, recordó, de manera providencial un nombre que había leído: Salvador Mendieta.
Preguntó por dónde vivía el doctor Mendieta, el unionista centroamericano. Estaba a unas pocas cuadras de donde había amanecido. Una hija de Mendieta lo recibió. Él estaba en su biblioteca. Le pareció muy sencillo. Lo llevó a comer, estaba muerto de hambre. Respiró profundo. Su suerte, aunque no iba a ser fácil, estaba cambiando.
PROFESOR CHOW
Su memoria de elefante, su oratoria, sus lecturas inagotables, lo distinguieron como estudiante y luego como profesor. Le valió para ser presidente de la Federación Nacional de Estudiantes.
“Nunca tuve libros”, dice sobre sus años de estudiante.
Ensayó como maestro en escuelas de comercio, pero fue en el colegio Ramírez Goyena donde Chow Díaz dejó de ser el huérfano, costeño y nómada, que leía los libros que le prestaban sus compañeros y se convirtió en el profesor Chow.
Recuerda que los cambios en la enseñanza del Goyena llegaron con la dirección de Guillermo Rothschuh Tablada en 1953. Tenía ideas modernas de educación y dio a los profesores libertad de cátedra.
Si hablaba de obras literarias clásicas, hacía que los estudiantes actuaran, que llevaran al teatro los textos corales de los griegos. Al principio hubo burlas, pero luego tuvo una tremenda acogida.
Impartió clases de periodismo y creó periódicos escolares, El Diriangén, El Ramírez Goyena, un semanario que se publicó todos los lunes hasta que ocurrió el terremoto de 1972.
Se ganaba poco, sí. Se fiaba en la venta, también. Pero dice que no era por salario que se era buen profesor. “Era cuestión de conciencia”, dice este profesor que también usa las palabras “orgullo” y “prestigio académico”.
En su casa, el profesor Chow era igual de riguroso que en el aula de clases. Dice que no se iba hasta que sus hijos —tuvo ocho, con dos esposas— no le daban la lección. Tal vez por esa influencia, dos de ellos fueron periodistas, uno poeta y otro profesor.
El profesor Chow hace una pequeña introspección, se mira a sí mismo. Está contento con su resultado, con el educador que fue. En la entrada modesta de su casa hay una placa en la que se lee “Profesor Ramón Chow Díaz”.
Todavía quiere contribuir con la memoria del colegio donde trabajó cincuenta años. Por eso lee, revisa papeles y se pone de nuevo a escribir, con esa letra azul armoniosa, la de alguien que estudió caligrafía. Se sienta afuera, en ese corredor sin techo que parece un atracadero abandonado. Allí se ve cómodo, con ropa floja y chinelas. Concentrado. De vez en cuando alza la mano y responde a alguna voz que le grita desde la calle. A su lado está el Oso, el perro de un vecino que ha adoptado como suyo, que se levanta para ladrar y se vuelve a echar a un lado de sus pies.
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