Por Anagilmara Vílchez
De su pie sacude una de las cucarachas que el sumidero regurgitó cuando levantaron la tapa de concreto que lo cubría. Carlos Hernández está sofocado. La bomba que succiona el agua putrefacta se “ahogó” y después de luchar por varios minutos con ella la camisa celeste que lleva puesta ya tiene un par de lagunas de sudor en la espalda y las axilas.
—Dale “chaparro” —le grita a Óscar, quien corre de un lado a otro mientras Hernández, con un par de guantes, sostiene la manguera de cuatro pulgadas con la que la bomba debe vaciar el sumidero en 17 minutos aproximadamente.
—¡Hoy es el día de los problemas! —bromea Víctor Bautista, quien con su sombrero de paja presume ser el clon de Agapito Díaz.
El trabajo allí está terminado. Con el agua que parece petróleo y huele a “diablos” llenaron los 4,600 galones que alcanzan en los dos camiones.
“Agapito”, como le dicen, conduce uno de ellos. En la cabina se escucha “me tosté en tus mejillas como el sol en la tardeee…” al compás de la salsa, es una versión distinta a la canción original, pero a este antiguo conductor de rutas interurbanas no le interesa. Él prefiere pelear con “los choferes de patio” mientras se fuma un casino rojo.
El tufo a cloaca anuncia que ambos camiones llegaron a su destino: la Planta de Tratamiento de Enacal.
Se “parquean” justo encima de las alcantarillas. Abren las llaves detrás de cada pipa y como si fuera diarrea una de ellas expulsa un líquido oscuro y mal oliente. Cae justo en el hoyo.
La otra está atascada. Quitan el “codo” de PVC y con un tubo más delgado comienzan a “jincarla”. De repente un chorro negro sale disparado del camión. Oscar y Jimmy, el más joven y “nuevo”, se apartan para que no los escupa.
Cuando terminan reciben una llamada que les orienta que hay otro “pegue”. En uno de los camiones se suben dos trabajadores y tres en el otro.
Don Jerónimo Morazán conduce uno de ellos. Lo hace con cuidado para no golpearse el pulgar de la mano derecha. Lo anda “apretujado” con gasas y esparadrapo. Ayer empujó una tapa de concreto y se prensó el dedo.
En los once años que tiene de limpiar sumideros y pilas sépticas es la primera vez que sufre un accidente. Le “punza” pero se rehúsa ir al doctor. “Ni quiera la araña”, dice. Le huye a los hospitales, tanto como un vampiro puede huirle a la luz del día.
A él los años le hicieron acostumbrarse a los gajes del oficio. Para don Jerónimo el “trabajo es trabajo” y asegura que “hay veces que estamos cargando y estamos comiendo”.
Para ellos no hay horarios establecidos. No hay mucho tiempo para descansar en un país donde la mayoría de viviendas no tiene aguas negras.
“Desde magistrados, diputados, hasta carretoneros” requieren de sus servicios y si un cliente llama por una “sucia” emergencia no se rehúsan a ir, pues ellos ganan por cada trabajo y meterse a limpiar los desechos sólidos de las pilas sépticas, entre todos, es el mejor pagado. Un acto totalmente voluntario, aclaran.
Los que se han “rifado” a hacerlo dicen que es como “caminar entre lodo”. Hay ocasiones en las que el excremento les cubre hasta el pecho.
Para evitar infecciones algunos se inyectan penicilina y amoxicilina antes de hacerlo y se disfrazan como apicultores cubiertos con un traje de hule amarillo.
Tratan de sacar la mayor cantidad de residuos con la bomba y lo que esta no puede succionar lo recogen manualmente con baldes. Así llenan sacos y bolsas.
“Cuando vivía con mi hijita ella quería jugar conmigo y yo le decía : ‘Pérese mi niña que ando sucio’ y me iba a lavar las manos con ace y cloro”, cuenta “Agapito”.
Entre el ruido de la bomba, el peso de la manguera y el revoltijo de olores acabaron la otra limpieza asignada. No les dio tiempo de almorzar y deben esperar que los dueños de la vivienda paguen por el servicio recibido.
Sentados en la acera de un residencial “high life” de la capital se aflojan los cordones de las botas militares, se sacan los zapatos y bromean entre ellos. Por hoy el trabajo “sucio” para algunos ha terminado… Por ahora…
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