Por Amalia del Cid
De pequeñas, Lillian y Cándida Canales compartían una vieja cama que cada cierto tiempo se quebraba bajo el peso de las dos. ¡Prac! sonaban los tablones y un segundo después las niñas estaban tendidas en el suelo apisonado de la casita de madera. Lillian se volvía hacia Cándida y ambas exclamaban: “¡Parece que nos caímos!” Entonces rompían en risas y Cándida se acurrucaba sobre las tablas, dispuesta a seguir durmiendo. Pero han pasado muchos inviernos desde entonces. Ahora Lillian es una mujer de 40 años y Cándida está muerta.
Tenía 39 años cuando la mataron y para recordarla sus hermanas solo cuentan con la borrosa foto de su cédula de identidad. A Cándida no le gustaban las fotografías porque le recordaban el defecto físico que la acomplejó desde niña: era ciega del ojo izquierdo. Lo perdió cuando tenía 4 años, el día en que, jugando, su hermano mayor se escondió detrás de ella para esquivar la batería que le arrojó una prima. Cándida recibió el golpe, justo debajo del ojo. Y tal vez habrían podido salvárselo, si algún médico la hubiera atendido con prontitud. Pero no fue así. Su madre apenas tenía tiempo y recursos para mantener a la familia sobreviviendo.
Cándida Rosa vino al mundo el primero de diciembre de 1971 en la casa de sus padres, ahí en la remota comunidad de El Paso de la Solera, en el municipio de Santa Teresa, departamento de Carazo. Su nacimiento fue atendido por una partera y fue la tercera de los seis hijos de Isidra Canales y Gabriel Canales. Su mamá se dedicaba a vender gallinas, huevos, pan, nacatamales y guarón. Y su padre, segundo compañero de doña Isidra, se encargaba de destazar los cerdos para que ella los preparara.
Había cumplido 3 años cuando asesinaron a su papá. Le dispararon durante un bailongo del pueblo, una noche después de la última fiestecita que celebró en honor a Cándida, por el Día de Santa Rosa, cuenta Ángela, la menor de sus hermanas. En El Paso de la Solera los problemas se resuelven a bala y machete, de modo que doña Isidra permaneció sola, porque tuvo otros dos compañeros y ambos cometieron homicidios. El primero huyó para Costa Rica y el otro cayó preso.
En el juicio “no hubo mérito” para el delito de violación. Su abogado apeló una vez en 2012 y en 2013 introdujo un recurso de casación. En ambas ocasiones, la solicitud fue rechazada.
La hija mayor de Cándida Rosa tiene 21 años y vive en Costa Rica con una tía. Los varones están bajo la tutela de un tío que reside en Managua. El mayor tiene 18; el menor 14 y ya va en primer año de secundaria.
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Así que mientras la madre trabajaba, los niños se quedaban bajo el cuidado del hermanito mayor, como el día de la batería. Después de recibir el golpe, Cándida bajó al río para llenar una pichinga de agua y la herida se le infectó, dice Lillian. Según Ángela, este episodio y la consecuente pérdida del ojo afectaron a su hermana de por vida e incluso ha llegado a atribuirles el ligero retardo mental que la “Canduy” padecía.
“Las letras no le entraban y las escribía al revés”, recuerda Lillian. Además, los niños la llamaban con motes como “La Ciega” y “La Choca” y ella sufría enormemente. Por esas razones nunca aprendió a leer ni a escribir. Y hasta su último día vivió de la caridad ajena (la gente del caserío le llevaba pequeñas provisiones) y de hacer toda clase de oficios domésticos a cambio de comida para ella y sus tres hijos, una mujer y dos varones, de tres padres distintos que huyeron tras enterarse de los embarazos.
Nunca tuvo trabajo fijo. Iba a donde la llamaran, ya fuera a lavar sacos de ropa, cocinar, limpiar o a trabajar en las huertas, y, sin embargo, jamás cobraba. Una de las casas que mucho frecuentaba era la de Ricarda González, abuela de Yader Jirón, entonces de 19 años, el hombre que la mató.
EL CRIMEN
La tarde del 9 de marzo de 2012, Cándida salió de la casa de Ricarda González con un vaso de tibio y una porrita de frijoles para sus hijos, el pago del día; pero nunca llegaría a su destino. En el camino la estaba esperando Yader Jirón, quien la metió al monte y después de abusar de ella, la estranguló. Eso aseguran las hermanas de la víctima. Lillian cuenta que el hijo menor de Cándida, en ese tiempo de 12 años, pasó toda la noche buscándola porque tenía el presentimiento de que algo le había sucedido a su madre.
Su cuerpo fue encontrado a la mañana siguiente por una mujer que recogía leña a 500 metros del río de La Conquista. Dos días más tarde, Yader fue capturado y confesó, riéndose: “Yo la maté, la esperé por donde ella pasaba y en la mente se me puso que la matara, y lo hice con mis propias manos. Yo tenía celos, porque ella andaba con otro, ni modo No pensé en las consecuencias”.
Lillian y Ángela nunca se enteraron de que Cándida tuviera una relación amorosa con Yader y a la fecha siguen sin estar seguras. Hay gente que afirma que eran pareja y otra que cuenta que el muchacho “enamoraba” a la “Canduy”, pero ella “nunca le hizo caso”. “Quién sabe”, dicen resignadas.
Aunque tenía 39 años, Cándida era ingenua y poseía una “mente infantil”, asegura Ángela. Por ejemplo, señala, dejaba abandonados sus quehaceres para irse a jugar con los niños y obedecía en todo a su sobrina de 5 años.
Pero también “tenía un gran corazón”, agrega. Una bondad natural que la hacía compartir su escasa comida con cualquier persona que visitara su casita de tablas y le impedía matar a las gallinas que criaba. Dejó unos cuarenta pollos que sus parientes se llevaron en sacos.
“Antes me parecía que la iba a ver subir por ahí”, comenta Ángela, señalando las piedras pulidas y redondas que hay en el patio de su casa. “Siempre le traía algo a mi hija, aunque fuera un huevo de gallina”.
Lillian la recuerda adulta y candorosa, y también niña e inocente, escuchando embelesada los cuentos de doña Isidra a la luz palpitante del candil. Y la ve acostada sobre las tablas, en el suelo de la casa, intentando dormir bajo la cama quebrada. “Ella se quedaba ahí y yo le decía: “Canduy, levantate, ¿no ves que estamos en el suelo?”, cuenta. Y ríe mostrando todos sus dientes calzados. Pero luego vuelve a la realidad y se le apaga la alegría. Baja la voz y dice: “No hay un día que no piense en ella”.
Con la colaboración de Lucía Vargas
Ver en la versión impresa las paginas: 15 ,14