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Natural con caballo. Mario Madrigal Arcia. LA PRENSA/ARCHIVO.

La larga espera

Con el número 24 escrito en un pequeño pedazo de cartón me senté a esperar mi turno para tramitar mi tarjeta de pensión de viudez. Con el número 22 en un cartón igual al mío había una pareja frente a mí.

Por Rosario Aguilar

Con el número 24 escrito en un pequeño pedazo de cartón me senté a esperar mi turno para tramitar mi tarjeta de pensión de viudez. Con el número 22 en un cartón igual al mío había una pareja frente a mí. Ella le demostraba a él con gran seguridad lo que había que hacer una vez que les tocara el turno para renovar los carné de jubilados. En la mirada de ella se echaba de ver que era la que sabía cómo actuar para tal gestión. “Tenemos cuarenta años de casados”, nos explicó en voz alta mientras él esperaba paciente con las piernas cruzadas, con los zapatos recién lustrados que enseñaban y disimulaban a la vez con una gruesa capa de betún, el uso y el abuso de haber acompañado a su dueño por los rigores de una vida llena de trabajo, la cual al parecer había terminado. Su mirada cansada estaba rodeada por ojeras que colgaban en bolsas hacia las mejillas. ¿El hígado le había fallado? ¿Los riñones? Consultaba constantemente su reloj de pulsera de plástico negro como si tuviera citas importantes que atender o una reunión de junta directiva de una corporación importante. Ambos estaban sentados en un sillón de junco que se hundía bajo el peso de los dos.

Había otras personas entre las 30 que esperábamos turno en el pequeño salón que a la vista se notaba habían improvisado y que estaba localizado en el fondo del corredor. Se llegaba a él por el corredor sur de los cuatro que formaban el patio principal pasando por un portón en una pared de adobe de por lo menos metro y medio de grueso. En una de las mediaguas, en un cubículo improvisado, forrado con plywood, funcionaba la oficina de trámites de Carné de Pensionados, donde la encargada escribía los datos en una máquina de escribir todavía mecánica.

Después de mí, con el número 25 en la mano, estaba otro hombre que dijo que durante su vida útil había sido un excelente carpintero con un famoso taller de carpintería. Andaba con una gorra azul oscuro de baseball y bajo la visera se asomaban unos ojos negros. No usaba anteojos y parecía no necesitarlos porque me dijo que al llegar y volver la vista para arriba se había fijado que la solera que servía de lima a la mediagua estaba rajada. Y me señaló la rajadura explicándome que las abrazaderas de hierro que la mantenían unida impedían que la mediagua se desplomara sobre nosotros: “Las abrazaderas de hierro son puestas al parecer provisionalmente y como usted podrá ver sostienen la rajadura e impiden que la mediagua se desplome sobre las 30 personas que esperamos turno, con lo que así, de una vez por todas terminaría la larga espera a la que nos someten.

Mientras iban pasando los otros afortunados que habían conseguido número esa tarde, la esposa de la pareja, con una actitud, entre preocupada y disgustada, le señalaba al marido una rasgadura en la tela del pantalón de gabardina marrón oscuro a la altura de la rodilla que ocasionada por el debilitamiento de la tela después de tantas lavadas y planchadas no había zurcido ella lo que obviamente la disgustaba.

En eso la mujer con el número 21 que le tocaba el turno habló indignada desde adentro. Todos nos callamos: “¡Qué divertida es usted! Pidiéndome cédula. Pues a mí no me cedularon y por eso no la tengo. ¿Por qué no tengo cédula me pregunta? Pues porque tampoco nací aquí en la ciudad y allá donde nací en la comarca Los Cocos nadie nos dijo que había que cedularse. Ahora usted tiene que creer en mi palabra o puede no creerme y me quedo así, sin existir, a como usted dice que me quedaré si no tengo cédula, que falta no me ha hecho hasta ahora que la necesito para reclamar la pensión de viudez que me dejó mi marido. Después de todo no es mucho y bien me las puedo arreglar sin ella como he hecho todo este tiempo”. Se levantó de la silla frente a la de la máquina de escribir y salió airosa.

Me tocó el turno con mi número 24. Creía que llevaba todo lo requerido pero me hacía falta una foto. Eran dos y yo había llevado solamente una. Tenía que volver al día siguiente e intentarlo de nuevo. Pero la encargada me dijo que me atendería en cuanto llegara ya que había esperado pacientemente toda la tarde sin quejarme.

Salí antes de que cerraran las puertas. ¡Qué alivio! Ya no tenía la amenaza de la solera rajada sobre mí. Cual es mi susto que el hombre que sabía de carpintería venía detrás de mí y me preguntó que si quería me podía acompañar hasta mi casa. Le dije que no, que mi marido me esperaba. Entonces me dijo: “Pero usted andaba tramitando su carné de pensionada por viudez. No tiene marido”.

“Ya tengo otro”, le dije para que me dejara en paz. “Pues no lo cuente que entonces le quitan la pensión de viudez”, dijo triunfante.

Le dije adiós. Con un hombre así cualquiera se vuelve loca. Y crucé la calle rápido para que no me siguiera. En eso sentí sobre mi cabeza las gruesas gotas del primer aguacero de este invierno.

León, 19 de abril de 2010

La Prensa Literaria

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