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Las tres Marías

Cuando el restaurante donde trabajaba como mesera cerraba los lunes me iba a pescar con él. Entrar a mar abierto en medio de las grandes olas era emocionante. Y peligroso. Pero como iba con él no tenía miedo.

Por Rosario Aguilar

Cuando el restaurante donde trabajaba como mesera cerraba los lunes me iba a pescar con él. Entrar a mar abierto en medio de las grandes olas era emocionante. Y peligroso. Pero como iba con él no tenía miedo.

Me gustaba verlo esperar paciente con la proa del bote frente a las rocas del rompedero de Boca Falsa eligiendo el momento preciso para poner los remos en el agua, y rápido, remar de espaldas a las olas viéndolas de reojo. A mí me tocaba llevar el canalete.

Cada cierto tiempo se levantaban tres olas que se dejaban venir amenazantes, violentas, dejando tras ellas una calma total. Era el momento que él aprovechaba para entrar rápido al mar. Las tres Marías las llamaba él. Cada lunes era distinto, cambiante, como cambiantes son las mareas y el viento y el mar. Él podía pasar horas con su cuerpo tenso y musculoso y fuerte esperando el pique. Me gustaba verlo zambullirse en las profundidades del mar por un trasmallo o una cuerda que se enredaba y me gustaba verlo nadar alejándose del bote tras una boya o una red que se soltaba y era arrastrada por la corriente. A veces soñábamos con lo fácil que sería salir al mar con un motor fuera de borda, pero siempre él añadía: “De dónde tela si no hay araña”. No quería endeudarse. Se hubiera sentido esclavizado. Él no tenía mala suerte con la pesca pero en vez de sacar tiburones mejor hubiera sacado pargos o corvinas que tienen mejor precio en el mercado. Al tiburón no le hace entrada la clientela de los restaurantes porque creen que come gente. Aquella noche de mayo, como él era pescador de oficio, se puso a reparar la red del trasmallo que había recogido por la tarde y a la que unos tiburones pequeños le habían roto el trenzado de nylon. En eso un viento muy fuerte hizo jamaquearse la casa que era de tabla. Él y yo nos cruzamos miradas. El viento fue disminuyendo y se cambió a ráfagas lentas, luego a fuertes otra vez. Él dijo: “Esto sí es raro. No me está gustando”, pero siguió en cuclillas hasta completar el trabajo y recoger el trasmallo. Después se levantó y cerró la puerta de la calle y se sentó en el taburete apoyándolo en la puerta y me dijo que la marea estaría llena a las siete de la mañana y que a esa hora iba a salir al mar.

De pronto oímos un estruendo. Él dijo: “Oí niñá, ese ruido. ¿Qué será?”. Después otro estruendo y la puerta salió arrancada de un solo y una ola lo arrastró a él con todo y puerta hasta la pared. Yo quedé sumergida en una agua espumosa que comenzó a inundarlo todo. En medio de las aguas revueltas a como pude busqué a mis cinco chavalos. Él gritaba: “Dónde están?” Lo vi tratando de acercarse a nosotros pero las boyas del trasmallo que flotaban encima no lo dejaban porque el trasmallo se le había enredado en el cuerpo. Fue cuando oí que me gritó: “Salvate vos y los chavalos. Yo estoy tratando de zafarme de este jodido trasmallo”. Entró otra ola y con esta nueva ola el agua subió y me arrastró con los chavalos hasta el patio y en eso otra ola hizo trepar más el agua y fuimos a parar hasta el cerco de piedra del fondo. Les dije a mis chavalos: “A no se muevan de aquí, jodidos”, y me volví dentro de la casa y le gritaba: “Dónde estás vos?” Medio nadando, medio andando, lo buscaba y no lo veía, pero como la bujía todavía daba luz al fin pude ver a mi hombre sumergido en el agua con el trasmallo enredado en el cuerpo. Quise apartar las boyas que flotaban encima del agua pero las pesas de plomo las agarraban duro al fondo. Desesperada traté de soltarlo pero él se había enredado en un nudo mortal que el trasmallo le había echado encima. Yo quería ayudarle pero el agua no me dejaba y en eso el agua decidió irse de vuelta al mar y me quiso arrastrar con ella. Oía que los chavalos me llamaban y lloraban mientras yo seguía tratando de soltarlo, me sumergía, salía a respirar, pero mis manos ya entumidas no aguantaban más, por lo que mejor me regresé donde mis chavalos. El alumbrado público no se había apagado y al llegar al muro me volví y pude ver cuando el agua se iba buscando de nuevo la playa, el mar, desbaratando y arrastrando a su regreso todo, y lo poco que quedaba de nuestra pobre casita, y con ella a él. Yo sabía que la resaca iba a ser peligrosa pero no tanto. Del barrio de pescadores no quedaba nada, tan sólo los postes de luz que alumbraban la gran desolación. En la madrugada llegó la Cruz Roja a prestar auxilio. Explicaron que un huracán se había levantado sin aviso y se habían crecido las olas. En el camión que nos subieron yo pensaba en mi hombre enredado en el trasmallo, en el bote fondeado en el estero, en la ropa, en los trastos. En la casa no porque era alquilada. Fue la gente la que me ayudó a salir adelante. Es buena la gente. Ahora trabajo como mesera en un bar y me va bien, me dan buenas propinas. Ahora tengo televisor, antes no. Ahora tengo refrigerador, antes no. Pero hombre no tengo porque a aquel hombre tan fuerte de tanto remar y nadar en el mar no lo podré reponer jamás. Uno tan fuerte como él… jamás.

Paso Caballos, Isla de Corinto, Abril 2008

La Prensa Literaria

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