Por Noé Leiva
TEGUCIGALPA/AFP
“Justicia, es lo que queremos”, “los guardias los dejaron morir”, grita Angelina Raudales frente a la morgue de Tegucigalpa, a la espera del cuerpo de su esposo, uno de los 355 reos que murieron atrapados por el fuego en el penal de Comayagua, en el centro de Honduras.
“¿Cómo va a creer usted que se van a morir más de 350 personas, así como así? Es porque los dejaron morir, no aparecían las llaves” de las celdas, dijo a la AFP la mujer, de 62 años, junto a cientos de personas que, angustiadas, aguardaban por la entrega de los féretros.
El cuerpo de su esposo José Adrián, de 60 años y quien esperaba desde hace seis meses sentencia acusado de homicidio, llegó a la morgue de Tegucigalpa en una bolsa negra en la madrugada, cuando concluyó el traslado de los 355 cadáveres en tres contenedores refrigerados desde la prisión de Comayagua, 90 km al norte de la capital.
Según sobrevivientes, el fuego se inició cerca de la medianoche del martes en la celda 6. Las autoridades investigan como posibles causas las versiones de un cortocircuito o de un incendio intencional de un colchón por parte de un reo, así como denuncias de negligencia por parte de las autoridades y guardias del penal.
“¿A dónde estaban los guardias que tenían las llaves? Nosotros pagamos sus salarios a esos haraganes, vagabundos, para que ahora nos paguen con esto”, dijo indignada Angelina.
Junto a ella, Gladys Oviedo, de 40 años, quien andaba en busca del cuerpo de su hermano Augusto, un año menor, pidió “que se haga una investigación, pero que no escondan la verdad”.
“Un amigo, al que le dicen el Chino -uno de los reos que sobrevivió-, dijo que mi marido ya había salido, pero los guardias le pegaron un tiro y luego lo fueron a tirar a las llamas”, aseveró Yadira Hernández, cuyo esposo estaba acusado de homicidio.
“Si los guardias les hubieran abierto los portones, no hubieran muerto, aquí hay mano criminal; las autoridades no son competentes”, dijo Rosa Cáseres, cuyo marido purgaba desde hacía cinco años una condena por secuestro. “Deja tres niños chiquitos y a veces no tengo qué darles de comer”, lamentó.
Las autoridades policiales rechazaron que haya habido negligencia, pese a que algunos bomberos admitieron que los guardias de la prisión tardaron en abrirles los portones cuando ardían las celdas del penal, que albergaba a 852 personas, el doble de su capacidad.
Los parientes de las víctimas recibieron ayuda del gobierno para transportarse a la capital, desde Comayagua, adonde -desde diferentes puntos del país- acudieron apenas se enteraron de la emergencia.
Fueron alojados en albergues improvisados en el Instituto de Formación Profesional (Infop), al este de la capital.
En tiendas de campaña, instaladas por la Cruz Roja y la estatal Comisión Permanente de Contingencias (Copeco), empleados del Ministerio Público recibían de los familiares información acerca de nombres y características físicas de las víctimas.
La jefe de Operaciones de Copeco, Yolanda Pérez, dijo que 590 personas pernoctaron en el Infop, instaladas en tiendas de campaña y en un amplio salón donde durmieron en colchonetas.
En medio del dolor y la incertidumbre de no saber cuándo les entregarán los cadáveres, los familiares formaban largas filas en los puestos improvisados para retirar alimentos y sentarse en unas gradas o bordillos de acera a comer.
Adentro, en la morgue, médicos forenses de Honduras, apoyados por expertos internacionales, realizaban la difícil labor de identificación de restos calcinados.
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