Miedo
Hay miedos más grandes que el de perder la propia vida. Por asuntos de la guerra viví algunas situaciones de las que pensé no saldría vivo. Uno puede pensar que ese momento, cuando te toca enfrentar la muerte propia —y en un combate hasta ir a buscarla— es el miedo más grande que uno pueda sentir por el mero instinto de sobrevivencia. Pero no, hay otros miedos más fuertes. Estos días viví uno de ellos. La vida me golpeó donde más me dolía. Mi hija Ximena cayó repentinamente enferma de gravedad y la posibilidad de que no pudiera salir viva de ello activó un miedo que desbordó todo lo que yo había sentido hasta entonces.
Días duros
Esta es tal vez la columna más personal que yo haya escrito nunca. Y espero me disculpen por ello. Trato de contestar con este testimonio la pregunta que por diferentes medios me han hecho muchas personas sobre mi ausencia las últimas dos semanas en este espacio que he mantenido, casi sin interrupciones, jueves a jueves, durante los últimos 20 años. Han sido días duros, de un gran desgaste físico, emocional y económico. Todavía no salimos de ellos. Pero gracias a Dios, a las oraciones de tantos amigos, y al esfuerzo de un equipo médico que ha estado con nosotros día y noche, mi hija está viva y mejorando.
Lección de vida
Han sido días de profunda reflexión. Sobre lo verdaderamente importante, sobre la fe y la diferentes formas que tiene la solidaridad para expresarse. Sobre los amigos, sobre lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Sobre la familia. Sobre la vida. Al final, si algún propósito tuvo esta situación, ha sido la lección que nos ha dejado.
Guerrera
Debo expresar mi reconocimiento, y aquí aflora otra vez el sentimiento de padre, a la fuerza y valentía que ha mostrado Ximena. La enfermedad se ensañó con ella. Y en los momentos más duros, siempre que fue necesario, sacó un coraje para luchar que, honestamente, no le conocía. Y cuando estuvimos a punto de derrumbarnos, ahí estuvo su sonrisa para sostenernos. ¡He aprendido tanto de ella!
Gracias
Tengo mucho que agradecer. A Dios que la ha protegido, a todos aquellos que dedicaron y dedican sus oraciones a su recuperación, a quienes han estado pendientes de su salud, a mi esposa Judith, a mi hijo Elmer y otros familiares que han estado ahí, moridores, y sobre todo al equipo médico que la ha atendido. A sus médicos de cabecera, el doctor Sergio Aragón, la doctora Lili Arellano y la doctora Crisanta Rocha, quien ha tomado el caso de Ximena como el de su propia hija. La hemos visto en las peores madrugadas, ahí, en los pasillos del hospital, vigilante, repasando y repasando el expediente en busca de algo que se le haya escapado. La hemos visto festejar con nosotros las buenas noticias y caer con nosotros en las malas. Ninguna facultad de medicina enseña eso. Se trae. Gracias, doctora Rocha.
Lo bueno y lo malo
No siempre el título de médico y el sentido humano van juntos. En este desfile de médicos he visto de todo tipo. Desde aquellos a quienes llamo “mercaderes de la medicina” como aquel que fue llamado a realizarle una operación, que finalmente no hizo pero dejó su recibo como si la hubiese hecho, hasta aquellos, y aquí sí voy a mencionar nombre, como el doctor Alfredo Zeledón, que sí realizó una operación y cuando se le preguntó cuánto le debíamos, solo dijo: “Nada, que Dios los bendiga”. Y no es que crea que los médicos deban hacer su trabajo de gratis en correspondencia al dolor ajeno. No. Esa es su profesión y de ello viven. Solo se pide un poco de empatía y consideración. Saber que tras cada tragedia de estas, hay una familia enjaranándose y vendiendo sus cosas, dispuesta a dejar todo, para salvar la vida de uno de sus miembros. No se vale aprovecharse de ello.
Leona
Especial admiración para Judith, mi esposa. Lleva ya casi tres semanas viviendo en el hospital. Velando al pie de la cama, tensa, pendiente como una leona que huele el aire en busca de algún peligro mientras cuida el sueño de su cachorro, dispuesta a reventarse la vida contra cualquier depredador que intente algo contra su cría. Es una gran madre.
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