La música, concentrada en la exaltación milenaria de Navidad, expande su influencia con una inquebrantable devoción relacionada con la diversidad anímica, habitada por el globo infinito de la espiritualidad.
No puede insertarse en el foco superfluo aunque haya una tendencia de combinarla con ritmos distanciados del origen que le dieron a la imagen la vitalidad del nacimiento.
Si bien es cierto que la modernidad ha intentado darle un estilo intruso a la música navideña, tratando de empañar su entraña mística, el objetivo se busca a través del ritmo adaptado, pero no lo encuentra adecuado con el fondo por ser convulsivo, por ser más bullanguero que armonioso, no concordante con el gozo natural del mensaje tanto coral como instrumental motivado por el advenimiento.
Doy evidencia de esos trastornos por los arreglos que escuchamos en alguna feria “rockera” —para situar un ejemplo— de los muchos en los espectáculos televisivos desbocados en otros escenarios.
Bienvenida la innovación, la recreación con la novedad que refresca a las palmas por qué no todo puede ser extático, más no aquella que se aleja de la genuina inspiración.
La música se torna excitante, pero cuando se eleva a lo infigurable y sutil.
Yo —en lo personal— en esta época del año escucho la música sacra haendeliana a través del oratorio de Navidad (1734), que alcanza cumbres empinadas.
Y es que el nacimiento en cualquier parte del orbe invita a la alegría ingenua, latente incluso en el clima tropical como en los nuestros, donde se cantan los villancicos, las pastorelas, los sones de pascua en una coincidencia feliz que hace trascender la excepción de todo lo que se toca y canta en el resto profano del año. La diferencia está en que en esta época se le ponen coronas a la redención.