Me leí de corrido el testimonio Perra Vida, de Juan Sobalvarro, como cachorro del Servicio Militar. La primera consideración es que hay un vacío en nuestra literatura, de estas historias reales como la vida misma deben de ir llenando. En efecto, hay muy pocos testimonios contados con ese realismo desgarrador, que contrarresten la visión edulcorada y romántica que algunos tenemos sobre el heroísmo y la entrega de la juventud en los años ochenta.
Inevitablemente estas páginas nos obligan a reflexionar, a pedir perdón y a hacer una autocrítica que hasta hoy ha brillado por su ausencia. Por eso es que se necesitan más testimonios, más literatura hiperrealista, para ver si al fin se consigue agitar las amnésicas conciencias de quienes —sandinistas, como el autor— vivimos aquellos horrores lejanos desde la ciega comodidad capitalina.
Dejando de lado las florituras del lenguaje culto, el libro nos asalta con el habla limitada, apresurada y muchas veces escupida de una juventud abandonada a su suerte, donde la lucha por la supervivencia sobrepasa la motivación ideológica del que alguna vez la tuvo.
Pasemos al perdón y la autocrítica. En lo personal, aunque involucrado desde mi puesto en la defensa de la revolución, pido perdón en Juan, a todos los miles de combatientes, sobrevivientes con y sin secuelas, a los muchachos caídos. Pido perdón por confundir la guerra con la épica, por asistir a tanto entierro con el corazón en un puño, con el respeto que merece el héroe pero sin interiorizar plenamente que se trataba ni más ni menos que de otro ser humano segado en la flor de la vida.
Les pido perdón por mi egoísmo (que otro se bata el cobre por lo que yo defiendo), por considerar aquella epopeya como justa y necesaria, sobre todo porque el tiempo ha venido a ponerlo en tela de juicio.
Para hacer una autocrítica desde abajo (la de arriba aún está en veremos) recuerdo la mala conciencia que sentía un actor que llevaba el teatro al escenario guerrero de los ochenta: “Tras la incertidumbre de la función, recogíamos los cuatro trapos negros con los que aforábamos la inmensa estepa verde, bajábamos a la ciudad y a veces esa misma noche nos estábamos tomando unas cervecitas bien heladas en la paz capitalina, mientras ellos se quedaban en la montaña, aguantando penurias, hambre y miedo. Nos decían y nos decíamos que era una guerra irremediable y justa. Con eso y un roncito tranquilizábamos la conciencia y obteníamos la justificación necesaria para no desmayar. No digo que la nuestra no fuera una labor loable, sino que comparados con los muchachos que acabábamos de dejar allá arriba en el más completo desamparo, nosotros éramos una tribu cultural privilegiada”.
Si esta reflexión viene de un cómico que puntualmente arriesgaba su vida, ¿qué autocrítica deberíamos entonar los demás, los de la retaguardia, los funcionarios e internacionalistas que acudíamos al Repliegue con la panza llena y al día siguiente terminábamos en el Múnich con varias copas de más cantando La consigna ?
Aquí habíamos muchos que nos dábamos la gran vida, viviendo de prestado una revolución que no habíamos sido capaces de materializar en nuestros países. En honor a la verdad, no sabíamos ni lo que pasaba realmente en la montaña.
La sociedad tiene el derecho de exigirles una explicación y una autocrítica. Perdón y autocrítica a quienes, tras los errores, supieron alejarse del proyecto cuando vieron que este se pervertía irremediablemente y perdón y autocrítica a quienes se empeñan en reincidir en los errores, con tal de perpetuarse en el poder.
Sin importar si los demás lo entonan, este mea culpa se lo debía a los que sufrieron y cayeron por una Nicaragua que no ha podido ser y la lectura del libro de Sobalvarro, ardiente y sin concesiones, me ha empujado a escribir estas líneas.
El autor es dramaturgo.
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