La relación entre poder y poesía es muy compleja. Partimos de que el poder político, en ciertos casos, puede impulsar una corriente artística, pero jamás crearla.
Pero la historia, según Marx, nos enseña que las ideas de la clase dominante fueron las ideas prevalecientes en cada época y que la clase poseedora de los medios de producción material es la clase que en general somete a quienes carecen de ellos para producir, incluso intelectualmente.
Sin embargo, por mucho que el Estado controle el arte, su lenguaje lo crea la sociedad.
Los imperios siempre han hecho uso de este lenguaje. Así, en el imperio azteca, el arte constituyó el espacio de lo sagrado: todo era religión y magia, incluyendo el Estado mismo.
La guerra era un mito, el arte y la política constituían un lenguaje compartido por toda la sociedad, porque dentro de lo sagrado, lo público no se encontraba separado de lo privado. No es lo mismo una religión encarnada en Estado que un Estado utilizando la religión. Durante el imperio romano, a diferencia del arte sagrado, el rito se volvió arte oficial, dirigido por una minoría selecta.
El Estado difícilmente puede impulsar el arte sin corromperlo —cito a Octavio Paz—. Cuando trata de utilizarlo lo deforma, lo ahoga o lo convierte en una máscara. La protección del Estado en el arte es de temer más que de agradecer.
Por otro lado, la enseñanza más valiosa fue legado de la antigua Grecia, la violencia con que la comedia y la tragedia tratan los asuntos de la ciudad, llevó a los filósofos a preocuparse por los poetas. Realmente, la soberanía y libertad de la polis permitía la participación. Eurípides y Aristófanes nos enseñan el desenfado.
Nadie persiguió a Safo por cantar al amor en lugar de las luchas de la cuidad. Por mucho que Platón quisiera expulsar a los poetas de la ciudad, hubo que esperar hasta el siglo XX para vivir la vergüenza de la persecución del artista.
EL POETA COMO BUFÓN
La condena de Nietzsche en sus Ditirambos de Dionysos, donde el poeta aparece montado en su arcoíris de mentiras, solo hablando cosas abigarradas, como larva de bufón o de sí mismo, no es nueva. Data de Platón en su Apología de Sócrates.
Sin embargo, es en la sociedad burguesa que el mecenas se encarga del poeta y es durante el romanticismo que es expulsado de este paraíso de armonía; por ello es el poeta moderno quien critica al burgués que considera el arte como mero adorno. Es en ese sentido romántico que Gutiérrez Girardot valora la declaración de Nietzsche como positiva: en efecto, el poeta como pretendiente de la verdad solo puede ser un bufón porque busca y corteja lo que no existe: la verdad misma.
Sin embargo, la poesía propone una mirada nueva: el extrañamiento del lenguaje frente a la realidad abona el camino de lo otro, es decir, la disidencia, la diferencia, la herejía. La autonomía de la poesía es siempre el mayor de sus logros.
El romanticismo nos presenta el inicio de la poesía con un origen noble: el lenguaje de la poesía se encuentra muy cerca del lenguaje primigenio debido a su carácter metafórico.
Sin embargo, para muchos, el poeta tiene un origen vulgar. Se dice que nace como bufón en las cortes de la nobleza, hasta el siglo XIX, cuando la burguesía lo expulsa de su cómoda mansión. Lo cierto es que la modernidad para los poetas fue una entidad maldita, un trauma, ya que acabó con el papel respetable y la elevada posición social del que cultivaba el arte para gloria de Dios y de los hombres. Cuando mecenas, nobles, príncipes y aristócratas no financian más a los artistas y a sus obras, entonces el poeta adquiere la forma de indigente, dandy, bohemio, de poeta maldito.
LA MODERNIDAD MALDITA
Fue el capitalismo el que acabó con todo ese privilegio. Este sistema ajeno al despilfarro y al ocio en sus arcas, amigo de la plusvalía y la acumulación, logra que el arte se mercantilice y el artista pase a depender del valor de cambio de sus creaciones.
Aparecen las editoriales, los agentes literarios, las galerías, los derechos de autor, la propiedad intelectual, es decir, las fábricas de la cultura que pretenden extraer una rentabilidad de los capitales invertidos. Vista desde esta perspectiva, la modernidad no es más que una visión mercantilista de la literatura: el aumento de la productividad.
Contra esta visión protestó Rubén Darío en El rey burgués, un rey que permitía que fuera posible traficar con los versos: ¡la poesía se prostituye! Por un lado, la producción mecánica amenazaba a la obra de arte con la pérdida del aura y, por otro, los derechos de autor anunciaban que solamente quien es original triunfa. El artista se ve obligado a innovar como en cualquier otro negocio y es aplastado por la contradicción.
El capitalismo arrastra al artista hacia un mundo que le disgusta. La imagen maldita del artista es expresión de su desamparo, más económico que otra cosa, como cuando el burgués lo saca de su casa y lo obliga a morir de frío en el jardín, dándole vuelta al manubrio de la caja musical.
Tal es la imagen por excelencia de los escritores del siglo XIX: Dickens, Balzac, Dostoievski, siempre al borde del desahucio. Su amada aristocracia concibe a los poetas malditos como malditos poetas. Pero la modernidad maldita de Baudelaire y mercantilismo no son antagónicos.
Los poetas llegan a cansar a Nietzsche y su Zaratustra: ¡Solo bufón! ¡Solo poeta! Y se debe a que los poetas siempre mienten, cortesanos de rentas escasas como se autodefine Baudelaire, son malditos a su pesar, en realidad quieren ser aristócratas, príncipes absolutos.
POESÍA COMO LIBERTAD
Para los surrealistas, la poesía es la defensa de la libertad. La libertad que no es filosofía, ni siquiera una idea: la libertad como un movimiento de conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o no. Así la definió Octavio Paz.
No debe olvidarse que la poesía que ha perdurado, la que se escribe hoy en Latinoamérica, procede de La otra vanguardia, del testimonio y el compromiso, que inaugura Salomón de la Selva y Salvador Novo, una tradición que logra su desarrollo en lo que hoy conocemos como poesía conversacional representada por Ernesto Cardenal y como antipoesía, representada por Nicanor Parra. En otras palabras, los poetas contemporáneos en América Latina: somos hijos del compromiso y la disidencia.