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El combate a la corrupción




Corromper significa pervertir, viciar, echar a perder algo que es bueno, algo que está sano. La corrupción –que es la acción y efecto de corromper– puede, por tanto, echar a perder a una persona, a una sociedad, a un país entero. Por eso es que todo ciudadano e institución responsable –desde sus ámbitos de acción y en la medida de sus posibilidades– debe confrontarla, combatirla y evitarla.

La corrupción puede ser generalizada, y es cierto que todo acto de corrupción afecta siempre a un tercero. Pero, también es cierto que no todos los actos de corrupción que se cometen causan el mismo daño. Algunos afectan a unos pocos; otros afectan a toda la sociedad. Un empresario, por ejemplo, puede ser deshonesto con sus empleados, y viceversa, los empleados pueden ser deshonestos con el empresario. En ambos casos existe una corrupción moralmente condenable. Sin embargo, el interés que tienen unos y otros de no sufrir perjuicios los hace permanecer vigilantes, pudiendo ambos detectar con prontitud lo que está mal y proceder a corregirlo. El efecto negativo, en todo caso, queda limitado a un ámbito muy reducido en términos de dinero involucrado y de personas afectadas.

No ocurre así en el Gobierno. Cuando la corrupción se da en él, afecta a toda la sociedad y, por añadidura, la afecta en gran medida. Esto es así debido a los enormes volúmenes de dinero que el Gobierno maneja y al hecho de que tal dinero le pertenece al pueblo. Todos sabemos que al Estado entran cada año miles de millones de córdobas que los ciudadanos pagan, ya sea en concepto de impuestos, o por servicios de agua, luz, seguro social, comunicaciones telefónicas, licencias, permisos, etcétera, etcétera. Esto sin contar, además, con los cientos de millones de dólares que recibe anualmente de la cooperación internacional.

Una vez que el dinero entró en las arcas del Estado, los ciudadanos pierden el control del mismo y les resulta prácticamente imposible saber el uso que se le da. La Contraloría –que es la institución encargada de vigilar su uso correcto– con frecuencia no tiene la capacidad para cumplir con su mandato o no tiene la voluntad de hacerlo.

Los medios de comunicación tienen, por lo tanto, una responsabilidad muy grande en el combate a la corrupción. Ellos no pueden ni deben sustituir a las instituciones encargadas de hacer que los recursos públicos se manejen debidamente, ni a las que tienen la misión de impartir justicia. Pero sí pueden –y es su obligación hacerlo– alertar, denunciar e informar a la sociedad de todo acto de corrupción del cual tengan conocimiento. Como bien dice Paul Harvey –dueño de uno de los conglomerados más grandes de noticias en los Estados Unidos– “las cucarachas huyen de la luz y, ciertamente, los medios de comunicación bien pueden proveer esa luz”.

Eso es lo que LA PRENSA –como medio de comunicación responsable que es– está haciendo y ha hecho a lo largo de sus 74 largos años de existencia: denunciar todo acto de corrupción que afecte a la ciudadanía. Imaginémonos, por ejemplo, qué hubiera pasado si LA PRENSA no hubiese publicado las irregularidades de los checazos y de las prácticas anómalas de compras en la Dirección General de Ingresos (DGI). Es muy probable que la ciudadanía no se hubiese enterado jamás de lo que se hizo con el dinero de sus impuestos. Pero una vez que este diario hizo las denuncias, la Contraloría se vio obligada a actuar, aunque todavía estemos esperando su veredicto.

Nuestra obligación es exponer la verdad de los hechos. Esta es una obligación insoslayable. Sólo así podemos ser fieles a nuestra misión de estar al servicio de la verdad y la justicia, y de ser dignos de la tradición de honestidad y rectitud que nos legó nuestro director mártir, Pedro Joaquín Chamorro Cardenal. Sólo así también podremos continuar disfrutando de la credibilidad con la que siempre nos ha honrado el pueblo nicaragüense, al cual nos debemos por entero. Nicaragua, nuestra patria, es algo bueno; no debemos permitir que un grupúsculo de deshonestos la sigan echando a perder

Editorial
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