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Persecución comunista contra católicos

Philippe Coumarianos (AFP) LVOV, UCRANIA.- En abril de 1941, el padre Román moría acribillado por un pelotón de ejecución soviético en Lvov, en el oeste de Ucrania. Su único crimen: ser greco-católico. Dos meses más tarde, su mujer y sus dos hijas conocerían la deportación, el hambre y el frío de Siberia. En memoria de […]

Philippe Coumarianos (AFP)

LVOV, UCRANIA.- En abril de 1941, el padre Román moría acribillado por un pelotón de ejecución soviético en Lvov, en el oeste de Ucrania. Su único crimen: ser greco-católico. Dos meses más tarde, su mujer y sus dos hijas conocerían la deportación, el hambre y el frío de Siberia.

En memoria de los mártires del comunismo, el papa Juan Pablo II beatificará a 30 católicos y greco-católicos durante su viaje a Ucrania del 23 y el 27 de junio venideros.

“Los comunistas llegaron en plena noche. Yo tenía ocho años. Una decena de hombres, algunos de civil, otros de uniforme. Mi madre lloraba y yo temblaba”, recuerda Marta Baltro, de 68 años, una de las hijas del padre Román.

“Rápido, rápido, recojan sus cosas. Nada de maletas, sólo un bolso. Tienen 30 minutos”, gritó uno de los militares sin dar más explicaciones.

El Ejército Rojo acababa de tomar el control, en 1939, de las regiones occidentales de Ucrania, de mayoría católica, que hasta entonces formaban parte de Polonia. Se multiplicaron los saqueos.

A LOS CAMPOS DE CONCENTRACION

“En la estación, miles de ancianos, hombres, mujeres y niños se apiñaban en vagones de ganado bajo la amenaza de las armas. Ucranianos, polacos, católicos, judíos y oponentes al régimen. Viajamos durante días y noches. Los menos resistentes morían en el camino. Los cadáveres eran abandonados a los lados de la vía”, continúa Marta.

El destino final, la taiga, en plena Siberia. Algunos prisioneros fueron llevados a gulags (campos de concentración), otros a pueblos perdidos en medio de una naturaleza hostil, rodeados de inmensidades desiertas.

“Dormíamos en el suelo de una vieja isba abandonada. Sin agua corriente ni electricidad. Mi madre, cantante de ópera, se veía obligada a trabajar como una esclava. Talaba árboles en un bosque cercano. Un día la llevaron a prisión por ‘agitación antisoviética’, y a mí me encerraron en un orfelinato con mi hermana. Nos moríamos de hambre, comiendo una sopa y 200 gramos de pan al día”.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la familia de Marta se reunió finalmente en la región de Voronej (Rusia occidental). Pero no regresaría a Lvov hasta más adelante.

PRACTICANDO LA FE EN LA CLANDESTINIDAD

En 1946, Stalin prohibió la fe grecocatólica y transfirió una parte de sus bienes al patriarcado ortodoxo de Moscú, la única iglesia tolerada por el régimen.

Los que habían escapado a las deportaciones masivas debían orar en la clandestinidad y empezaron a aparecer redes. Sacerdotes greco-católicos celebraban misas en secreto, por la noche, en lugares aislados, a menudo en los bosques.

“Lo peor eran las fiestas religiosas. La KGB merodeaba”, recuerda la hermana Magdalena, de 81 años. La religiosa servía de “correo” para la región de Lvov, una función esencial.

“Hacía transitar publicaciones prohibidas, invitaciones a dar la extremaunción o a bautizar recién nacidos. Tenía miedo, pero estaba dispuesta a morir por el Señor”, añade. A causa de sus actividades “antisoviéticas”, la hermana Magdalena fue encarcelada durante tres semanas.

“La gente gritaba torturada. Creí que me volvería loca. Pero hoy, no odio a los comunistas. Simplemente, rezo para que no regresen nunca”, dice, con la mirada brillante.  

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