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Jorge Eduardo Arellano.

Primeros estudiosos del habla “nica”

HOMENAJE A NUESTRO IDIOMA Con motivo del 23 de abril, fecha de la celebración de las letras y la lengua española —cuya cima es Don Miguel de Cervantes (1547-1616),—ofrecemos un trabajo de historiografía lingüistica: sobre los seis fundadores de nuestra filología que investigaron a fondo sobre la variante dialectológica del idioma español que se hablaba […]

HOMENAJE A NUESTRO IDIOMA
Con motivo del 23 de abril, fecha de la celebración de las letras y la lengua española —cuya cima es Don Miguel de Cervantes (1547-1616),—ofrecemos un trabajo de historiografía lingüistica: sobre los seis fundadores de nuestra filología que investigaron a fondo sobre la variante dialectológica del idioma español que se hablaba y se habla en Nicaragua.

Jorge Eduardo Arellano
Miembro del Consejo Editorial / LA PRENSA
Director / Academia Nicaragüense de la Lengua.

No se puede juzgar a los primeros estudiosos del español de América en el siglo XIX, concretamente del que se hablaba en Nicaragua, con criterios actuales. Porque sus actitudes eran producto de la época y tenían un común denominador purista. Esta postura la comenzó a manifestar el primer gramático nicaragüense, Juan Eligio de la Rocha; pero la desarrollaron, con mayor conceptualización y práctica lexicográfica, Mariano Barreto, Alfonso Ayón y Enrique Guzmán Selva, por citar tres de los árbitros y puritanos lingüísticos que compartían la idea en boga, de que todo vocablo que no se usase de acuerdo con la norma de Madrid, es decir castizamente, era considerado “barbarismo”. Además, desdeñaban las palabras procedentes de las lenguas indígenas.

1.- JUAN ELIGIO ROCHA (1825-1873): GRAMÁTICO E INDIGENISTA
No fue el caso de este intelectual que llegó a valorar literariamente el folclore y a rescatar la tradición oral. En efecto, Juan Eligio de la Rocha había recogido dos copias manuscritas de la pieza de teatro colonial El Güegüense, las cuales sirvieron en 1874 al alemán Carl Herman Berendt (1817-1878) para obtener otra que reprodujo el norteamericano Daniel Garrison Brinton (1837-1899) en su edición de la misma obra en 1883. Basta este mérito intelectual, por tanto, para perennizar la memoria de Berendt refiriéndose a Juan Eligio, Rubén Darío anotó en su ensayo publicado en Buenos Aires “Folklores de la América Central /Representaciones y bailes en Nicaragua” (1897): “A este último se deben la conservación de algunos vocabularios indígenas, y algo sobre El Güegüence… (reproducido en Rubén Darío periodista. Managua, Imprenta Nacional, 1964, pp. 83-84).

Pero de la Rocha tuvo otros méritos de mayor importancia: haber sido el primer investigador de nuestras lenguas indígenas y uno de nuestros primeros gramáticos. Viviendo en Masaya hacia 1842, hizo unos “Apuntamientos de la lengua mangue”, de los cuales daba noticia en León el licenciado Gregorio Juárez (1800-1879) al referido Berendt. Éste redactó en Granada, el 24 de marzo del año citado, una brevísima nota biográfica sobre De la Rocha, de quien afirma que era “muy aficionado al estudio de las lenguas modernas” y “hablaba bien el francés e inglés y entendía el italiano”; añadiendo que, desde 1848, se desempeñaba como preceptor de Gramática Castellana y Francés en la Universidad de León. Allí editó los Elementos de Gramática Castellana dispuestos para uso de la juventud por don Lorenzo Alemany en la edición de ciento noventa y nueve páginas —aumentada y mejorada por él— de León, Imprenta de la Paz, 1858.

Primera gramática conocida y estructurada en Nicaragua, esta obra era más de Juan Eligio que de su inspirador catalán, como se observa en los aportes que le hizo: “En sintaxis —escribe la nota introductoria— va la edición enriquecida de mejoras que he sacado de fuentes muy puras; en ortografía es suficiente; y el tratado de análisis que le he agregado da en su línea el nombre de los más completos para la enseñanza primaria… En la designación de los verbos y conjugaciones que lleva la analogía —agregaba— he seguido a la Academia en su última edición y a Martínez López en análisis de la conjugación, derivaciones, etc. En prosodia he aumentado cuanto necesita ya la educación primaria para iniciarse en esta parte de la gramática, siempre descuidada en cultivarse; y aún puede decirse, jamás cultivada en las escuelas”. Por tales mejoras, él mismo la consideraba propiedad suya en un “Reclamo” preliminar de su edición.

A nivel de anécdota, don Nicolás Buitrago Matus ha contado que Juan Eligio ponía entre los ejemplos de diminutivos el nombre de su hermana Mariquita y que, siguiendo una tradición española, enseñaba en verso: así, como ejemplos de rima consonante, recitaba el siguiente cuarteto compuesto por él, cuyo verso final concluía con el nombre de su hermano menor: “De las carnes, el carnero, / de las aves, la perdiz, / de los peces, el mero, / de los hermosos, el Luis”. ¿Habría leído don Juan Eligio la obra de Domingo Cuet, Ortografía castellana en verso arreglada a la Real Academia, reimpresa en Masaya por el sacerdote Francisco Valenzuela en 1840? Seguramente.

Pues bien, la “Digresión final…” contiene una serie de observaciones válidas, en partes vigentes, del habla de Nicaragua y de los otros países centroamericanos, a los que visitó De la Rocha. Como se comprobará, posee una orientación normativa (especifica errores o “equivocaciones de significación, pronunciación y propiedad gramatical”) pero, a su vez, revela una apertura insólita en su tiempo como era el respetuoso aprecio a las lenguas indígenas, en concreto a la náhuatl: “rica y armoniosa como la griega”.

Esta “Digresión…” constituyó el primer esfuerzo objetivo de un gramático con oído de lingüista que reconocía la vitalidad de la lengua de su patria y de sus raíces. Así identificó el voseo, la permanencia de arcaísmos, la pronunciación de la y (yeísmo) en lugar de la ll y la entonación popular, o más bien, su ritmo propio en el lenguaje familiar que convierte en agudos los nombres graves y esdrújulos cuando se usan en vocativo para llamar a distancia y, en este último caso, se prolonga la sílaba con el acento. Ejemplifiquemos estos dos últimos rasgos.

En el caso de la pronunciación “bárbara —así calificaba esta característica general de nuestra habla popular— de la /y/ en vez de la /ll/, apuntaba este fenómeno en las palabras con hiatos que empiezan con /i/ y /e/ María, tía, llovía, veía, tío, batea, fea y Mateo, pronunciadas Mariya, tiya, lloviya, veíya, tiyo, bateya, feya y Mateyo. Así —añadimos— también Darío es convertido en Dariyo y actualmente, en los medios rurales que se inician con /e/, por ejemplo: vea > veya. “Este despropósito —comentaba De la Rocha en 1858— se escucha muchas veces aún en las gentes de universidad y salón de Nicaragua, y es de los más tolerados por los padres de familia y maestros”. En el segundo caso —conservado actualmente aún en los estratos cultos— De la Rocha afirmó que consistía en un “resabio peculiar de los nicaragüenses que afea no poco su enérgico lenguaje diciendo: Pedró, Antonió, Juaná, Fernandó, Luisá…” Pero este resabio —lo identificaría Carlos Mántica a finales del siglo XX—no era sino un elemento del sustrato náhuatl en el español de Nicaragua.

No obstante su credo nahuatlista, el gramático tenía esta convicción: “Provincialismos procedentes de lenguas aborígenes inferiores, vocales omitidas, silabeo, el hablar articulando apenas la consonante que hiere, acento falsete y de asonancia nasal (…) abundan en Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica”. Abarcando, pues, el Istmo centroamericano, se empeñó en corregir esas “equivocaciones” y optar por el casticismo peninsular.

En el fondo, Juan Eligio de la Rocha asimilaba la herencia lingüística de la Ilustración del siglo XVIII, a través de su principal representante poético: Juan Meléndez Valdés (1754-1817). No en vano un epígrafe de éste, tomada del prólogo a uno de sus cuatro volúmenes de poesías, encabeza los Elementos de Gramática Castellana que el nicaragüense se empeñó en difundir y enseñar: “La lengua castellana, copiosa, noble, clara y llena de dulzura y armonía, llegaría ser igual a la griega y latina si trabajásemos en ella y nos esmerásemos en cultivarla”.

2-3.– MARIANO BARRETO (1856-1927) Y ALFONSO AYÓN (1858-1944): DISCÍPULOS LEONESES DE CUERVO Y BARALT
Fue en la penúltima década del siglo XIX, mientras se desarrollaba un ambiente cultural propicio, que se consolidó en León la afición al filologismo, introducido —como lo señaló Rubén Darío en 1909— por influjo colombiano. “En un tiempo, cuando a Bogotá se le llamaba Atenas de América, fueron aquellos países —Darío se refería a los de Centroamérica, y particularmente a Nicaragua— como dependencias académicas de Colombia y Venezuela” (El viaje a Nicaragua e intermezo musical, 1909). Tal fenómeno se daba en otras ciudades del país, pero tenía en la metrópoli sus representantes más tenaces.

El principal de ellos, Mariano Barreto, recordaba en 1900 que cuando llegaron a nuestro país las Apuntaciones críticas del lenguaje bogotano de Rufino José Cuervo (1844-1911). Barreto aludía nada menos que a la obra fundacional de la dialectología hispanoamericana (las Apuntaciones citadas, aparecidas entre 1867 y 1872) del colombiano Cuervo y el Diccionario de Galicismos, o sea de las voces, locuciones y frases de la lengua francesa que se han introducido en el habla castellana moderna, con el juicio crítico de las que deben adoptarse, y la equivalencia castiza de las que no se hablen en este caso (Madrid, 1855), del venezolano Rafael María Baralt (1810-860). Sin embargo, la edición que llegaría a Nicaragua debió ser la publicada en Caracas, 1874.

El mismo Barreto disponía de casi un centenar de obras, comenzando con la duodécima edición del Diccionario de la Lengua Española (1884 y 1888), para seguir los pasos de ambos sudamericanos, secundado por Alfonso Ayón, prologuista de sus dos primeros libros que destinaba “a las personas incultas”. Barreto y Ayón, en consecuencia, asumieron el papel de acérrimos y entendidos defensores de la lengua española en ese “humilde pedazo de la tierra americana” que era Nicaragua.

Como se ve, un profundo amor a la lengua española, de la cual se derivaba una convicción “antigalaparlista”, motivó a los citados filólogos leoneses para mantener una campaña por la conservación castiza de la misma lengua. En concreto, su práctica consistía en identificar las incorrecciones frecuentes del habla y redacción populares. Tal práctica se hacía con el fin de preservar la “pureza” del idioma español y coleccionar vocablos, rastreando sus procedencias y ejemplificando su uso correcto con fragmentos de grandes escritores.

Esta labor, compartida por ilustres filólogos hispanoamericanos de la época, dio su primer gran fruto en la obra Vicios de nuestro lenguaje (1893) de Mariano Barreto, cuya importancia filológica es similar a la del Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones (1887) del colombiano Rafael Uribe y anterior al Diccionario de provincialismos y barbarismos centroamericanos (1910) del salvadoreño Salvador Salazar García.

En su estudio crítico de los Vicios de nuestro lenguaje, Alfonso Ayón establecía que a ellos les preocupaba la corrupción que invadía al castellano, originada en parte por la falta de sólidos estudios para la carrera de letras y la escasa enseñanza del mismo idioma. En el fondo, como su colega Barreto, se interesaba menos por la lengua misma que por sus incorrecciones y barbarismos. Por eso el último, en su segunda obra, amplió su campaña didáctica a la ortografía; de manera que Ayón anotaba en el prólogo correspondiente: “Habiendo elegido el señor Barreto el método de ejercicios y preguntas, como muy adecuado al fin práctico a que destina el libro, ha cuidado de no confundir la parte teórica con la propiamente preceptiva, dedicando a la primera un capítulo especial”. Más aún: los Ejercicios ortográficos (1900) de Barreto contenían un “Catálogo de más de seiscientas voces que ordinariamente se escriben mal en Nicaragua”.

ELOGUIO DE UNAMUNO
Dos años después, aparecía el primer tomo de Idioma y letras de Barreto, mereciendo éste el elogioso comentario en España de Miguel de Unamuno: “Conocimiento de su oficio y de su lengua, que es la nuestra, pocos lo tendrán en tal alto grado como este nicaragüense que, muy discretamente y aduciendo honradas razones, coge entre las puertas de su inteligencia a críticos como Clarín, Valbuena, etc., […] Reconozco en el señor Barreto —agregaba— una alta perspicacia y una fina sagacidad crítica. El libro sobre los Vicios de nuestro lenguaje y los Ejercicios ortográficos están aderezados con multitud de ejemplos de los clásicos y una sana y bien admirada erudición” (“Revista bibliográfica”, en Nuevo tiempo, Madrid…, reproducido en “Antología de los verdaderos poetas y escritores de León”, revista Darío, 1922, pp. 2-3).

El justo prestigio adquirido por Barreto le valió relacionarse epistolarmente con el propio Rufino José Cuervo, cuya correspondencia con él de 1901 a 1908 se reprodujo en el Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación (Núm. 15, enero-febrero, 1977, pp. 65-84). Sin duda, esta relación hizo que Barreto fuese variando de orientación y comenzase a estimar más las acepciones nicaragüenses de los vocablos. En ese sentido, emprendió un estudio comparativo —el primero en su género dentro del área centroamericana— sobre El lenguaje popular de Colombia y Nicaragua, considerado utilísimo por el mismo Cuervo en carta a Barreto del 23 de marzo de 1908.

Ya en los años veinte, Barreto estaba convencido de la importancia de un volumen de Voces y locuciones usadas en Nicaragua que, al parecer, concluyó (páginas literarias, León, tipografía Robelo, 1925, primera p. sin numeración). De ese trabajo sólo pudo publicar la letra A en La Revista (Managua, Núm. 9, julio, 1925, pp. 553-557). Para entonces seguía confirmando lo que había comprobado durante su larga trayectoria filológica: que el pueblo español no manejaba mejor su lengua que el nicaragüense (última p. del texto: “Ahora si va el prólogo” del segundo tomo de Idioma y letra. León, librería de Leonardo Argüello, 1904).

Por su parte, Alfonso Ayón amplió —no menos convencido— la tendencia original de Barreto.

Con un importante trabajo suyo, sus Ensayos sobre el idioma, fechado el 11 de septiembre de 1894, inició su afición filológica, similar y simultánea a la de Barreto. Así en el primer artículo de su serie Filología al por menor, planteó: “Me limitaré no a corregir el modo de hablar de mis paisanos, porque esto sería en mí un imperdonable atrevimiento, sino a hacer notar ciertas voces de formación arbitraria, y otras castellanas, pero desfiguradas, o aplicadas en acepciones impropias, y que se emplean en nuestro lenguaje corriente para designar objetos que tienen sus nombres legítimos y castizos, autorizados por el diccionario o por el uso de los escritores correctos”.

En efecto, desde 1909 —especialmente en la revista La Patria de León— había detectado numerosos nicaragüensismos como aguado (´blanco, suave, flojo´), amusgarse (´entre nosotros una persona se amusga, o se pone amusgada, cuando se sonroja, se corta, se corre…´), cachinflín (´nombre que se le da en Nicaragua al trifritraque y también a la gacetilla y a la hoja volante, por lo regular anónima, en que se zahiere a individuos o partidos´), corroncha (´figuradamente se dice que una persona tiene mucha corroncha cuando soporta con indiferencia actos y razones que causan desazón y vergüenza y no se defiende ni dice esta boca es mía´), chacuatol (´mescolanza… Dícese también hacer un chacuatol en el mismo sentido de formar enredos con chismes y embustes, o juntar principios, sistemas e intereses opuestos entre sí´).

En fín, su libro Filología al por menor (1934) constituyó la cima de sus desvelos filológicos.

4.– ANSELMO FLETES BOLAÑOS (1878-1930) Y SU “NACIONALISMO”
Otra campaña, distinta a la de Barreto /Ayón, o mejor, concentrada en general de las manifestaciones folclóricas de los nicaragüenses, fue emprendida a principios del siglo XX por el escritor granadino Anselmo Fletes Bolaños. Su postura ante el habla no es del todo purista, como en los casos de los filólogos Barreto y Ayón, sino que reconoce el americanismo, cuya norma de uso para él resulta tan respetable como la de Madrid. Por ello, en materia lexicográfica, Fletes Bolaños debe ser considerado nuestro primer “nacionalista”, ya que su actitud respondía a una necesidad cultural: la autoafirmación nacional. No olvidemos que casi toda su labor la desarrolló durante las dos ocupaciones militares de Estados Unidos (1912-1925 y 1926-1932), falleciendo dos años antes que los elementos militares de la misma ocupación abandonasen el país.

Significativamente, Fletes Bolaños murió a consecuencia del maltrato de la policía estadounidense, tras una constante lucha diaria por conservar, recrear y difundir las más vivas expresiones de nuestro pueblo. Al respecto, su bibliografía fue extensa; pero mal impresa en folletos de circulación escasa. En cuanto a la lexicografía, no dejó un volumen apreciable, mucho menos sistemático. Apenas logró divulgar fragmentos de sus trabajos en publicaciones periódicas, como su revistilla Gil Blas, pertenecientes a obras que solía citar casi siempre que se le presentaba la oportunidad: Diccionario de nicaraguanismos, Conversaciones con el pueblo, Fraseología al natural, Vocabulario folklórico nica, Paremiología nicaragüense, etc.

Sin duda, él fue el primero en denominar Diccionario de nicaraguanismos lo que Barreto llamó Voces y locuciones usadas en Nicaragua. En este sentido se anticipó a otro “nacionalista” de la América Central: Carlos Gagini (1865-1925), quien había transformado una obra anterior de orientación correctiva y castiza en un Diccionario de costarriqueñismos (1919), pues el nicaragüense ya había concebido y elaborado parte de su Diccionario de nicaraguanismos en 1908. El 9 de abril de ese año, en efecto, le escribía a Rubén Darío: “Como usted me considera a mí más filólogo que humanista, opinión en la que usted no está solo, tengo el gusto de enviarle unos ejemplares de Gil Blas que contienen la letra A de mi Diccionario de nicaraguanismos (citado en Jorge Eduardo Arellano: “Correspondencia nicaragüense del Seminario-Archivo Rubén Darío”, La Prensa Literaria, 17 de febrero, 1974.)

Al año siguiente, Fletes Bolaños colaboraba en la revista salvadoreña Centroamérica intelectual (San Salvador, 2ª época, Núm. 7-9, julio-agosto, 1909) con 30 entradas correspondientes a letras de la A a la Y de su Diccionario de nicaraguanismos, especialmente “refranes, modismos, expresiones, etc.” Otra lista similar, consistente en 47 entradas, figura al final de su folleto Regionales (Managua, Tipografía y Encuadernación Nacionales, 1927, pp. 1927, pp. 97-103) con el título Explicación de los nicaraguanismos usados en esta obra. Pero sus trabajos más conocidos y extensos aparecieron en Chile, inspirados por estudiosos de ese país como el alemán Rodolfo Lenz (1863-1938) y Ramón A. Laval (1862-1929), autor de Contribución al folklore de Carahue (1916). Esta obra, y algunas de Lenz, llegaron a sus manos enviadas por los autores de las mismas, con quienes mantenía correspondencia.

Otra colaboración suya en la misma fuente se tituló Fraseología comparada de Chile y Nicaragua (Tomo LXIV, Núm. 68, enero-marzo, 1930. pp. 185-193), a partir de la obra referida de Laval. En ambos trabajos predomina, antes que una atenta descripción científica, una tendencia festiva o folclorista; no obstante, constituyen intentos comparativos serios de hablas hispanoamericanas, sin superar el trabajo de Barreto, ya citado, sobre Colombia y Nicaragua.

Pese a sus deficiencias, Anselmo Fletes Bolaños es uno de los fundadores de la filología nicaragüense, ya que su obra representa la actitud lingüística “nacionalista” asumida por su generación.

5.– HILDEBRANDO A. CASTELLÓN (1876-1943): NUESTRO PRIMER DICCIONARISTA
Pese a su nivel de aficionado, el médico y político Hildebrando A. Castellón llegó a elaborar —y a difundir en volumen— un Diccionario de nicaraguanismos (1939) sin precedentes, si excluímos el de Berendt (1874). Como hemos visto, Castellón no había sido el único en intentarlo —recordemos los esfuerzos de Fletes Bolaños, insertos en publicaciones periódicas, pero sí fue el primero en compilar, con cierto rigor, un léxico general de voces “autóctonas” o “nacionales”.

El 15 de julio de 1928 comenzó Castellón a publicar en una revista de Managua, La noticia ilustrada, “una lista como de 80 palabras de origen indio y de uso frecuente en Nicaragua, cada una con su probable etimología”; pero Alfonso Valle le tildó de “inventor” y plagiario del Diccionario de Gagini. Castellón se defendió, señalando las distintas fuentes de su compilación —incluyendo a Gagini— y esperó diez años para que “el referido crítico hiciera al respecto una obra buena y útil, o por lo menos original y completa, pero nunca apareció” —afirma en la Advertencia de su obra pionera. Para entonces, Castellón ya había concluido —en Guatemala, un año antes— su pequeño libro, como lo calificaba.

Cuarenta y ocho fuentes impresas (“de lingüística americana, de gramática, de historia, de botánica y de zoología, así como numerosos diccionarios”) sustenta su modesto trabajo, aparte de un recurso científico: “la encuesta personal emprendida, en unión de varios jóvenes nicaragüenses (en México y Guatemala), entre los cuales fue uno, mi hijo Benito Castellón Gámez (…) que un hado fatal arrebató de mi lado”. Además, como nadie de sus coterráneos anteriormente, consignó la categoría gramatical de la mayor parte de las palabras recogidas: según él, unas dos mil. De ellas —señala— 400 nunca habían sido definidas en ningún léxico. Especifica la etimología de unas 500 voces de origen indígena y menciona otras 600 de animales y plantas “que han sido identificadas con su respectivo nombre científico y algunas veces con sus propiedades más conocidas”. Y continúa:

“Como un agregado al vocabulario, el lector encontrará más de 400 refranes, locuciones y aforismos de uso corriente en Nicaragua, bien que muchos de ellos son de pura cepa castellana. He rehusado registrar algunos vocablos por creerlos muy locales o regionales, marcando el deseo de que la mayoría tenga fisonomía nacional”.

En su mayoría vigentes, los vocablos registrados por Castellón, al igual que los refranes y locuciones complementarios, fueron objeto de análisis de Alfonso Valle en otra pequeña obra que luego citaremos, publicada poco antes de la muerte de Castellón. Valle comentó con afán cuestionador, 708 vocablos y 16 refranes de la obra de Castellón, de acuerdo con el siguiente plan. Primero seleccionó las voces de raíces indígenas, encontrando no más de 204, de las cuales menos de la mitad eran auténticas, 10 dudosas o deficientes y el resto falsas. Luego pasó a los vicios del dicción que, según él, debieron figurar en capítulo aparte, “y no catalogados a guisa de nicaragüanismos o vocablos propios del habla nacional”. También localizó vocablos y locuciones existentes en el Diccionario de la Real Academia Española y que tenían “tanto de nicaragüenses como yo de fraile”.

La crítica de Valle a Castellón fue demesurada e implacable, ya que éste reconocía las limitaciones de su Diccionario al anotar que, en una nueva edición, aumentaría “con la colaboración de personas versadas el número de palabras y locuciones haciendo además las debidas rectificaciones”. Por otra parte, declaró en su “Preámbulo” estar convencido de esta realidad lingüística: “No debieron olvidar nuestros parientes peninsulares que nuestros nombres ya consagrados, tienen el respaldo de ochenta millones de americanos que hablan y disciernen como podrían hacerlo los españoles, cuyo número es menor”. Además, señaló algunos fenómenos básicos de la variante “nica” del español, en particular el rasgo fonético —común a toda Hispanoamérica— de unificar las letras /s/, /c/ y /z/ en /s/. Para Castellón, este rasgo constituía un vicio u error que debía corregirse. Por ello reconoció:

“En Nicaragua no solamente se pronuncia mal la ese, a la cual se le da con frecuencia el sonido de una jota, o se le suprime al vocalizar (loetadosunido por los Estados Unidos), sino que se confunde lastimosamente en la fonética con la c y la z (calsetín, calsón, en lugar de calcetín y calzón, respectivamente); pero en la escritura desaparecen esos vicios”.

En resumen, Hildebrando A. Castellón no dejó un repertorio léxico de índole científica; pero sí un vocabulario apreciable guiado por la siguiente convicción y su alcance: “Del maridaje de las lenguas autóctonas con el español de los conquistadores y colonos, surgió el lenguaje que usamos y del cual hemos querido extraer este vocabulario como algo muy nicaragüense, peculiar a nuestra región, no sin dejar de incluir palabras o expresiones provenientes de otras regiones de América a las cuales hemos concedido derecho de ciudadanía”. En consecuencia, a Valle no le asistía la razón cuando reclamó a su colega la presencia de vocablos hablados en Nicaragua y que se daban en otros países del continente.

6.– ALFONSO VALLE (1870-1961) Y SU VASTA LABOR LEXICOGRÁFICA
Pero el fundador propiamente dicho del estudio de nuestra habla fue don Alfonso Valle Candia. Más que sus coetáneos, incluyendo a Juan Manuel Siero que publicó el folleto Cómo evoluciona el castellano en América (1926), Valle comprendió que existían en los países que habían integrado la América española variantes autónomas, pero naturalmente no independientes del español peninsular. Desde esta perspectiva, se dio a la ingente labor —que duraría muchos años— de fundamentar la dimensión nacional de esas variantes. Tres fueron sus obras: Filología nicaragüense (1943), Interpretación de nombres geográficos indígenas de Nicaragua (1944) y el vasto Diccionario del habla nicaragüense (1948), sólo superado cuantitativamente por Cristina van de Gulden (1995).

Si la primera obra tuvo una motivación polémica —la impugnación de “Puntos y puntas” cogidos en el Diccionario de Nicaraguanismos (1939), del doctor Hildebrando A. Castellón— la segunda conformó el primer inventario etimológico de topónimos nacionales, o más bien, de origen precolombino. En este sentido, su Interpretación enriquecía la labor iniciada por Carl Herman Berendt en 1874 y proseguida en otros ámbitos del continente por científicos europeos, como el también alemán Rodolfo Lenz, autor del Diccionario etimológico de voces chilenas derivadas de voces indígenas americanas (1905-1910) marcó un hito en la historiografía de la lexicografía chilena. Con menos rigor que éste, Valle ocupa un honroso lugar entre los estudiosos autóctonos del español de América, a la altura de sus colegas centroamericanos, como el hondureño Alberto Membreño (1859-1921) y mereciendo elogios de los mexicanos Darío Rubio, J. Ignacio Dávila Garibi y Jorge Luis Arriola.

Por la búsqueda y descubrimiento de “lo nicaragüense”, Valle llegó a recuperar “no sólo raíces de nuestra habla, sino vetas soterradas de nuestra historia y tradiciones atadas a los nombres geográficos” como señala Pablo Antonio Cuadra. Éste agrega: “Valle también nos abría camino, a través de las palabras, para rescatar al indio”. En efecto, aprovechando su profesión de Ingeniero Topógrafo, compiló vocabularios de las lenguas Sutiaba y Matagalpa para el doctor Walter Lehmann en Berlín. Allí, en 1920, se insertaron en la monumental obra del último Zentral América. El de la lengua Matagalpa, lo firmó Valle en Managua el 5 de junio de 1909; pero el sutiaba no llegó a insertarse en dicha obra.

Pablo Antonio es más específico cuando anota: “Legitimó las palabras naturales. Nos enseñó que hay un fecundo injerto en cada una de esas palabras hijas del náhuatl, del sutiaba, del matagalpa, del miskito, del chorotega en sus cópulas clandestinas con el castellano. Y en este arduo trabajo de descubrir raíces, fue un hombre riguroso, responsable, de estudio y de consulta. Nunca un improvisador. No se valió, como otros, de sus conocimientos para vendernos sus desconocimientos. He leído las cartas que le escribía Walter Lehmann —el gran filólogo alemán— y el respeto y aprecio que le merecía”. Como se ha visto, conservamos fotocopiados, esa correspondencia y suscribo la misma opinión.

Más tampoco es necesario transformar en mito a Valle. Declarándose enemigo acérrimo de nuestro voseo —el más generalizado de Centroamérica— anotó: “Vos, tratamiento vulgar y grosero, que para desgracia nuestra es común en todas nuestras clases sociales. El tú y el usted han sido sustituidos por el villano VOS y este cáncer idiomático ha alcanzado a todos los verbos de la lengua castellana. La causa principal de esta corruptela, no es propiamente lingüística; es más bien un fenómeno social”. Esta crítica acerba del vose.

1. todo término propio del habla nacional de Nicaragua, procedente de idiomas y dialectos que aquí se hablaron o se hablan todavía;

2. todo término que pertenece a idiomas o dialectos de otros países, pero adaptados por los nicaragüenses que se lo han apropiado por prescripción inmemorial; y

3. todo término del idioma español que tenga una acepción diferente de los que tienen en ese idioma y que los nicaragüenses le han atribuido.

Como se ve, acertó en la especificación moderna del concepto. Y así, pacientemente, reunió unas 8,000 voces que respondían a dicho concepto en su Diccionario, 1,200 de las cuales eran indígenas puras o indígenas castellanizadas, “que en su totalidad —decía— tenemos en uso en el habla nicaragüense, desde la época colonial. Estas voces designan personas, parentescos, animales, árboles, aves, armas, utensilios, adornos, trajes, frutas, bebidas, alimentos; sin contar los nombres de lugar, que alcanzan a más de mil quinientos. Esta nomenclatura la he catalogado y publicado hace pocos años”. Y agregaba Valle, no sin emitir el pro y el contra de esa enorme cantidad de voces:

“El resto del vocabulario lo componen las voces, dicciones y modismos que han hecho irrupción en el habla nicaragüense, enriqueciéndola en una pequeña parte y corrompiéndola en la mayoría de los casos, transformándola en una jerga innoble que, si Dios no lo remedía, va en camino de rebajarse a un dialecto bárbaro; tales las alteraciones y corrupciones que el vulgo aristocrático y el plebeyo le infieren con inaudito ensañamiento a la hermosa lengua castellana”.

Además de este resabio purista, Valle prescindió de las palabras tabuizadas o prohibidas: “He recogido y presento únicamente lo nuestro tal como es, excluyendo hasta donde me fue posible las dicciones indecentes que quedan para que otros menos escrupulosos, la presenten en un léxico aparte”. También en el prólogo de su mamotreto —como calificaba a su Diccionario— observó algunas tendencias de nuestra habla. Entre ellas, la conjugación voseada de los verbos (tenés, hablás, venís) y la aplicación de un doble sentido en las palabras, “generalmente mal intencionado o deshonesto”; la aglutinación de vocablos sin cuenta ni razón (parónde en vez de para dónde, ¿ayaguaí? En sustitución de ¿hay agua allí?) y —le alarmaba— una amplia predilección por convertir “el habla nacional en asquerosa y nauseabunda germanía”.

En el mismo prólogo, Valle rindió homenaje a tres de sus antecesores: Barreto, Ayón y Siero: “verdaderos filólogos, hasta hoy (escribía en 1948) únicos que ha producido nuestra Patria y que consagraron sus privilegiadas capacidades y los mejores años de su vida al cultivo y a la enseñanza del habla castellana. Sus libros dan testimonio de la concienzuda y desinteresada labor que realizaron”. Lo mismo puede aplicarse a él.

A quien nunca perdonó Valle fue a su colega Castellón, quien se le había adelantado con un modesto inventario, pero no sin ocultar su envanecimiento curricular, ya que estampó en la portada de su obra y debajo de su nombre estos títulos: “…de la Facultad Médica de París, incorporado en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, miembro de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, del Ateneo Nacional de Ciencias y Artes de México, de la Sociedad de Geografía e Historia de México, de la Sociedad de Americanistas de París, ex Presidente del Senado de Nicaragua y del Congreso Nacional, ex Ministro Plenipotenciario en París, México, Tegucigalpa y Guatemala. Actualmente Ministro de Instrucción Pública y Educación Física”. Valle, en cambio, sólo consignó un título (y muy importante) en su Diccionario: “ex maestro de escuela”.

Así, con esta lacónica pero significativa presentación, quedó retratado el Padre de la lexicografía nicaragüense.

BIBLIOGRAFÍA

ALEMANY, Lorenzo de: Elementos gramática castellana. / Dispuestos / para uso de la juventud / por / D. Lorenzo de Alemany / Nueva edición aumentada y mejorada / por / El Lic. Don J. E. de la Rocha, ex Preceptor / de gramática castellana de esta universidad. León de Nicaragua, Imprenta de la Paz, etc. 1858; ARELLANO, Jorge Eduardo: El español en Nicaragua. Bibliografía fundamental y analítica (1837-1980). (3ª ed.) Managua, Departamento de Español / UNAN, 1980. 64 h.; AYÓN, Alfonso: Filología al por menor, en Escritos varios de los doctores Tomás y Alfonso Ayón. Managua, Tipografía Nacional, 1914, pp. 525-593.

BARRETO, Mariano: Vicios de nuestro lenguaje. Con un prólogo del Dr. Modesto Barrios y un estudio crítico del Dr. Alfonso Ayón, León, Tipografía de J. Hernández, 1893. 208 p.; BARRETO, Mariano: Voces y locuciones usuales en Nicaragua, en La Revista (Managua), Año II, Núm. 9, julio, 1925.

CASTELLÓN, Hildebrando A.: Diccionario de Nicaragüanismos. Managua, Talleres Nacionales, 1939. 148 p.

FLETES BOLAÑOS, Anselmo: Diccionario de nicaraguanismos. Refranes, modismos, expresiones, etc. (fragmentos), en Centroamérica Intelectual (San Salvador), 2ª época, Núms. 7-9, junio-julio-agosto, 1909, pp. 91-15.

VALLE, Alfonso: Diccionario del habla nicaragüense. Managua, Editorial La Nueva Prensa, 323 p., 1948.; VALLE, Alfonso: Filología nicaragüense. Puntos y puntas cogidos en el Diccionario de nicaragüanismos del Dr. H. A. Castellón. (Managua) Editorial Nuevos Horizontes, 1943. 82 p. (2ª edición con prólogo de Pablo Antonio Cuadra, Managua, Editorial Unión, 1976).

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